Vejez


Al viejo le llegó la muerte a esa hora temprana del día en que tartamudean los gallos y las bombas comienzan a explotar. La hora de las ánimas y de los partos.

Secote como siempre, se murió nomás sin despedirse de nadie.

A su lado, la vieja, con su rostro inmutable, arañado por las arrugas, exprimido por el tiempo, miraba el cadáver con desagrado, como quien descubre una mancha de mostaza en el mantel recién lavado.

Se había muerto nomás el muy inútil. Testarudo como siempre. Desde la inmóvil serenidad de sus respectivos retratos, la Virgen del Valle y el General contemplaban la escena y debajo de la cama, en tétrico idilio convivían la escupidera a medio llenar y el gato somnoliento.

Se murió nomás el muy caprichoso. Tozudo como una mula. ¡Ah cuando se mete una cosa en la cabeza!

Ese día lo había oído toser y carraspear más que nunca y se había pasado las horas dándole el tónico y haciéndole tragar las pastillas amarillas, esas que, según el doctor le iban a aliviar la congestión.
Sin embargo, cuando oyó que cesaban sus toses, supo de inmediato que no era porque los remedios le hubieran hecho efecto, sino porque simplemente se le había ocurrido morirse al muy cretino. Desconsiderado hasta el fin.

Sobre la repisa, al lado de la foto de la nena, la cual se fue a Buenos Aires hace años, el reloj marcaba las horas como si a alguien le interesara y desde la calle suburbana, hasta ahora quieta, empezaban a oírse los primeros alborotos de los colectivos.

La vieja volvió a mirar el cadáver como quien mira un bicho. Estaba el viejo más feo que nunca, lo que era, quizá, su mérito póstumo. La boca enorme sin cerrarse del todo queriendo decir, tal vez, una ultima marranada y sus ojos abiertos, pequeños como dos botones de bragueta, miraban quién sabe qué cosa en el techo. Estaba tan muerto que ni sentía la mosca que se paseaba por su frente ajada y trasparente.

¡Qué ganas de fastidiarme —pensó la vieja— morirse así, justo hoy sabiendo que tengo un montón de cosas para hacer!

Afuera, alguna apresurada, ya baldeaba las veredas.

Fernando J. de Zavalía
No 101, Enero-Marzo 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 27