De los daños que provoca el alcohol

Como ocurre con muchos, empezó a beber para olvidar, hasta terminar olvidando por qué bebía tanto. Y como ocurre con algunos (felizmente con pocos) al cabo de un tiempo empezó a ver visiones, visiones que aceptó al principio como una diversión pero que después se transformaron en una pesadilla: eran pequeños seres juguetones que bailaban por horas frente a sus ojos. Hasta que un día, desesperado más allá de la sed, salió corriendo de su cuarto para someterse a la tortura benigna del hospital que le quitaría el vicio.

Cuando regresó a su cuarto, disgustado por los días de encierro pero feliz de sentirse otra vez libre, vio la botella a medio consumir y, en un gesto de repulsión, la estrelló contra la pared.

Entonces los pequeños seres saltaron agresivos buscando su garganta, sedientos de su sed.

Juan Armando Epple
No. 81, Mayo – Junio 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 106

Juan Armando Epple
No. 82, Julio-Agosto 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 217

Ombligo

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Hecha a una vida detrás del cerco de piedra de su casa, la mujer atestigua los ciclos y sin que nadie pueda sospecharlo, ni mucho menos ella que partea a sus gallinas y acaricia a la vaca melancólica, dirige la vida de un pueblo.

Durante las celebraciones populares, cuando la vida de todos coincide, la mujer sincroniza sus ombligos con los ritmos del cosmos y crea delirios colectivos.

De pronto un rumor de mar invade la plaza del mercado. Los hombres lanzan las cestas de frutas y verduras, se tiran al piso y nadan hasta quedar agotados sobre la tierra. Las mujeres se desvisten y echan arena sobre sus cuerpos resecos. Una arena finísima que lo va cubriendo todo, junto con el olor a sal y pescado podrido que impregna la ropa.

Habitantes de montañas altas, con arroyos cristalinos como única referencia al agua, las gentes de un solo ombligo tienen, sin que nadie pueda explicarlo, una profusa cultura marina.

Mariela Álvarez
No. 82, Julio-Agosto 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 226

Quince años

Cuando ella supo que era necesario no tener hijos, corrió a la Clínica de Salud donde le insertarían un Dispositivo Doble “S”, y así ayudaría al sueldo tan bajo del marido y al control de la natalidad. Cada año que pasaba, tus posibles padres festejaban en casa tus dudantes aniversarios y los del dispositivo. Tus familiares llevaban dulces y pasteles, que tus desconocidos primos se comían. Poco después ella se sintió mal. Llevaba quince años con el aparato. Llegó el médico y la enfermera para extraerle el fino filamento y, al sacarlo poco a poco, fuiste saliendo toda completa con tu vestido de quinceañera y tu ramo de flores.

Oscar Francisco Muñóz González
No. 82, Julio-Agosto 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 222

Cuestión de seguridad

—Sí, sí, es molesto e incómodo, pensaba Dimiris Lauda cuando salía de su auto con blindaje, con dos guardaespaldas, y con un chofer, también armado, que acudía a revisar los pasillos del lujoso jardín, y a abrir la puerta de servicio.

Sin embargo, todo esto valía la pena. Durante ocho años había sabido burlar a secuestradores y asesinos, mediante trucos como el cambiar de automóvil o el disfrazarse como el propio chofer, que entonces tomaba su lugar en la parte trasera del Rolls-Royce, o del Mercury, o de alguna de las tantas obras maestras de la industria automotriz que poseía.

Por fin en casa… aquí sentía que estaba suficientemente seguro, aunque seguía tomando sus precauciones: todos sus sirvientes eran agentes secretos; había además, un sistema de alarma con celdas fotoeléctricas, distribuidas, por docenas, en todos los muros de la residencia.

—Antes de dormirme, veré un rato televisión, se dijo esa noche. Apretó el botón indicado en el aparato de control remoto y se arrellanó cómodamente en su sillón favorito. En el canal siete se presentaba un noticiero que trataba la desnutrición en la india; en el nueve, un documental del mar.

Por fin, en el canal doce, encontró algo que le gustó: una película de policías y ladrones de los años cuarenta.

Las escenas ya no eran muy claras y se oía un ligero ruido producido por la antigüedad de la cinta.

El asalto al banco, la llegaba de brigadas de policía, humo que salía de las bombas de gas lacrimógeno. Se veía tan real… parecía que la misma habitación se llenaba de humo; incluso sintió una ligera irritación en los ojos y una lágrima resbaló por su mejilla. Y después, una ametralladora… —¡Qué buena toma! —pensó el multimillonario— ¡Casi se ven las balas saliendo por el televisor!

Así, con los ojos abiertos y una mirada divertida, se encontró el cadáver del señor Dimiris Lauda, con un charco de sangre empapando su sillón favorito y con algunos orificios en el pulmón y en el hígado.

Guadalupe Vadillo
No. 82, Julio-Agosto 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 215

Sátiro siglo veinte

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Desde que me conozco, mi único oficio ha sido el de sátiro. Claro: hasta ahora lo he enmascarado muy bien. Todos los días salgo pulcramente al trabajo saludando de manera impecable a los amigos del vecindario, y en todo el trayecto a la oficina, apenas si tengo tiempo de mirar de reojo los muslos, los pechos y los demás encantos de las jovencitas que llenan mis ensueños.

Durante la falsa y fatigosa tarea cotidiana con la cual me gano el sustento, sudo como un condenado; sin embargo siempre tengo una sonrisa para cada uno de mis compañeros de trabajo; tengo unos ojos sin mancha, unas manos bien limpias y el cabello perfectamente engomado.

Al llegar a mi decente departamento de soltero, me quito los zapatos, me saco la peluca de goma, me desvisto y me voy al espejo a cerciorarme de mi identidad. Después me dedico a merodear la vida de todas las mujeres del enorme edificio donde vivo: una torre repleta de féminas bastante enfermizas, nunca están conformes.

Dejo casi toda la diversión para los domingos, en los cuales correteo por los parques de asbesto detrás de las ninfas con blue-jeans y lentes ahumados. Muchas van a parar a mi departamento; allí dejan su ropa íntima, único trofeo que guardo para consolarme en los días tristes y lluviosos.

Hoy es lunes otra vez, tendré que disfrazarme. Anoche despedí a un manojo de ninfas púberes de la última orgía, que se alejaron bostezando con cierta melancolía. Ahora mismo, en la oficina, mi secretaria da un grito: se me han olvidado mis zapatos, y ella mira mis fabulosas pezuñas relucir debajo del escritorio.

Gabriel Jiménez Emán
No. 82, Julio-Agosto 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 211

Orden

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La mujer no necesita una tienda, ni un rancho de paja, o una casa de tejas. Le ha bastado con tirarse al suelo y lanzar un grito desde el abismo entre sus piernas para que el espacio se ordene solo en torno de su horizontalidad.

Mariela Álvarez
No. 82, Julio-Agosto 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 207

Jesús Monjarás-Ruiz

Jesús Monjaráz-Ruiz

Jesús Monjarás-Ruiz

 Historiador y Antropólogo mexicano. Investigador del Departamento de Etnohistoria del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Entre sus numerosas publicaciones destacan: «México en 1863», «Los Primeros Días de la Revolución» y «La Nobleza Mexicana». Desde hace tiempo se encuentra ocupado en una investigación sobre los escritos y manuscritos de Marx acerca de México[1].

Mi vecino

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Sorprendo a mi vecino mirándome desde su ventana; me hace señas para llamar la atención. Me asomo. Como él vive en el edificio de enfrente que separa la calle y en el mismo piso que yo (el 17), me parece muy peligrosa la forma en que está asomado. Parece tan ansioso que saco medio cuerpo fuera de mi ventana, a riesgo también de perder la vida. Me grita a todo lo que da su voz, pero no puedo oírlo. Al fin comprendo que lo que quiere es que tendamos una soga de edificio a edificio (miro con terror hacia abajo) para así poder conversar a gusto. Me tira la soga que agarro con dificultad y la ato a mi ventana. Compruebo que está bastante fuerte pero no me atrevo a pasar. Me grita cobarde. Lleno de amor propio me agarro a la soga y ¡ya me estoy balanceando en el aire! Al llegar al punto medio, voy con los ojos cerrados por el terror que me causa el vacío, tropiezo con sus manos. Lo mismo que yo, él está suspendido sobre el abismo. Se ríe y dice que siga, que no tenga miedo. Llego hasta su ventana y entro. Lo veo a él de nuevo; ahora asomado desde mi ventana. Estamos exactamente igual que al principio.

Luis Lastra
No. 82, Julio-Agosto 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 202

Estatua

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Llegó un día, encogido, preciso. Estuvo bordeando la blancura de la plaza, oculto. Hizo exactamente lo necesario para que no lo reconocieran: unas veces árbol, otras banco, fuente… se había hecho de un espacio, de un anonimato cotidiano.

Al cabo de muchos años, lo mataba la soledad e intenté cambiar su posición. Alguien descubrió su movimiento y todo el pueblo lo subió en un pedestal.

Cuando vengo a la plaza y juego, me acuerdo a veces que aún permanece subido allí, abandonadamente inmóvil, quien sabe si soporta todavía este sol bravo.

Santos López
No. 82, Julio-Agosto 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 199

Saudade

Y entonces, me perdí; pero no —oiga usted—, no crea que fue una perdidita chiquita. ¿Cómo le explicaré a usted? Se imagina una cabeza transistorizada, ¿verdad? Imagine a los transistores del lado izquierdo, los que tienen letreros que dicen: FANTASÍA, EVASIÓN, EVOLUCIÓN, CABALLOS SENTADOS COMIENDO EN EL VIPS, MARIPOSAS MULTICOLORES VOLANDO DENTRO DE LOS ROPEROS, MESAS CON FLOREROS NADANDO EN LAS ALBERCAS, en fin, usted me comprende, todas esas insubstanciales minucias que hacen trabajar a los transistores del lado opuesto a los que tienen esos aburridos letreros que dicen: TRABAJO, COMPROMISOS, OBLIGACIONES, HIPOTECAS, COLEGIATURAS, TRABAJO SEDENTARIO A HORAS FIJAS. Bueno, pues los transistores del lado izquierdo no pasaban corriente a los del lado derecho y nada funcionaba ya.

Un buen día (de San Valentín), precisamente los transistores serios se descuidaron y aproveché para ¡convertirme en ratón!. Pero entiéndame usted bien, señor, me convertí en un ratoncito de esos simpáticos para ponerse en las solapas de los sacos, no en una rata de esas desagradables y feas, y hete aquí que me fui, camine que camine hasta que llegué. Hoy me pongo a sus órdenes en la librería de Cristal de Insurgentes, me alimento con la literatura que me desagrada y la otra me está equilibrando psíquicamente. Creo que de todos modos, cuando acaben de balancearse mis transistores aquí me voy a quedar, porque sabe usted, señor, aquí estoy ¡taaaaaaaaaaaaaaan a gusto!

Flor Novoa Zazueta
No. 82, Julio-Agosto 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 197

Quintaescencias

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El tenor Américo Scravellini, del elenco del teatro Marconi, cantaba con tanta dulzura que sus admiradores lo llamaban “el ángel”.

Así nadie se sintió demasiado sorprendido cuando a mitad de un concierto, viose bajar por el aire a cuatro hermosos serafines que, con un susurro inefable de alas de oro y de carmín, acompañaban la voz del gran cantante. Si una parte del público dio comprensibles señales de asombro, el resto, fascinado por la perfección vocal del tenore Scravellini, acató la presencia de los ángeles como un milagro casi necesario, o más bien como si no fuese un milagro. El mismo cantante, entregado a su efusión, limitábase a alzar los ojos hacia los ángeles y seguía cantando con esa media voz impalpable que la había dado celebridad en todos los teatros subvencionados.

Dulcemente los ángeles lo rodearon, y sosteniéndolo con infinita ternura y gentileza, ascendieron por el escenario mientras los asistentes temblaban de emoción y maravilla, y el cantante continuaba su melodía que, en el aire, se volvía más y más etérea.

Así los ángeles lo fueron alejando del público, que por fin comprendía que el tenor Scravellini no era de este mundo. El celeste grupo llegó hasta lo más alto del teatro; la voz del cantante era cada vez más extraterrena. Cuando de su garganta nacía la nota final y perfectísima del aria, los ángeles, lo soltaron.

Julio Cortázar
No. 82, Julio-Agosto 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 193

El globo

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Aburrido, sin motivo especial, compré un hermoso globo negro y seguí caminando lentamente por las veredas internas del bosque, alejándome lo más posible del bullicio. Era un domingo soleado, semejante a cualquier otro en primavera.

Llegué a una explanada colmada de gente que iba y venía en todas direcciones. No pude tomar otro rumbo y continué la marcha abriéndome paso a veces a empujones. El globo se columpiaba lánguido frente a mis pasos y casi daba la impresión de que se movía libremente y en forma horizontal, sin que estuviera sujeto al hilo no muy largo que yo tenía en una mano.

En cierto momento olvidé figuras, voces y olores a mi alrededor y me dediqué a observar el desplazamiento continuo que frente a mi marcha realizaba el globo. Poco después, éste se convirtió en un elemento tan importante que yo dejé de tener conciencia plena de mi ser.

Cuando volví a retomarla estábamos ya frente al lago. Fue horrible, pero de pronto sentí que no era más que un grano sin contornos en aquel deambular de gentes por todas partes, ignorando aliento sin dirección. Tuve la impresión de no estar sujeto a la gravedad porque me estaba desmaterializando. Sobre todo al mirar hacia abajo y no verme por sitio alguno entre la confusa masa de colores desplazándose en espirales lentos.

Enrique Jaramillo Levi
No. 82, Julio-Agosto 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 191

Solicitada

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“Busco un hombre:

QUE NO ME ENGAÑE
QUE NO SE ENAMORE DE OTRA
QUE ME PERTENEZCA
QUE SE PORTE BIEN
QUE SEA INCONDICIONAL
QUE SEA PACIENTE
QUE TENGA SENTIDO DEL HUMOR
QUE SEA GRANDE Y FUERTE
QUE ME ABRACE CUANDO TENGO MIEDO
QUE NO ME DEJE OLER LA SOLEDAD
QUE ME PERMITA SENTIRME AMPARADA
QUE TRABAJE
QUE SEA SANO
QUE ACATE LA MORAL SIN EXAGERAR
QUE SEA EN DEFINITIVA UN BUEN HOMBRE PERO UN BUEN HOMBRE MEDIOCRE MEDIO SIN DESLUMBRAMIENTOS
QUE SEA TAN SOLO UN BUEN HOMBRE AMANTE QUE TRABAJE BIEN PARA MI.

Y que al fin de mes me compre un traje de seda y me lleve del brazo, adornada como escaparate de confitería, y yo soy una suave mujercita de azúcar impalpable, con un moño muy grande en la cabeza y el talle muy fino (liviana, leve); apenas un soplo al lado de MI COLOSO mediocre, delicado pero firme, que me traslade en un avión toda vestida de almendras y trocitos de caramelo. Una muñeca de adorno, de esas que mamá ponía en mis tortas de cumpleaños, y era de porcelana sólo de la mitad para arriba porque la falda era una inmensa torta redonda llena de ricitos y lazos hechos con la manga de repostería”.

Mariela Álvarez
No. 82, Julio-Agosto 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 187

En un país de América

Toda la vida soñó con el poder.

Desde pequeño casi siempre sus conversaciones se referían a lo mismo: ¡algún día seré presidente! Y sus amigos le miraban, perplejos unos; burlones otros, pero a él poco le importaba.

Ya de joven se inició en la carrera militar y en pocos años se sucedieron ascensos y condecoraciones, mas no por su talento, sino porque su afán de grandeza vencía la inercia de su mediocre inteligencia.

Por fin, un buen día le llegó su último ascenso, el más apetecido, el más añorado, ¡ya era general! ¡Ya estaba a un solo paso de su meta suprema!

Durante varios meses planeó el golpe de estado y ahora, para suerte suya, el gobierno se encontraba en crisis.

Avisó de su audaz decisión a sus más cercanos colaboradores y lo planeó todo cuidadosamente. La acción no podía fallar y menos ahora que el general Urquizo, jefe de la guardia palaciega, convino en que le esperaría frente a Palacio con la guarnición rendida y puesta a sus órdenes.

Eran más de las doce de la noche cuando, con ostensible emoción, llegó a la mansión presidencial. Jadeante y sudoroso, preguntó a los reunidos por el general Urquizo.

El jefe del grupo, un capitán de voz grave le informó, cuadrándose:

—¡El general Urquizo no recibe! Está muy ocupado en estos momentos formando el nuevo gabinete.

 

Eugenio Zamora Martín
No. 82, Julio-Agosto 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 185

Declaración

Hoy te digo que te quiero. Que mis palabras no te causen extrañeza. Hace tiempo que te amo y me duele que aunque todos los caminos conducen hacia ti, yo no pueda alcanzarte.

Sin embargo es tanto mi amor que en mis sueños he recorrido la suave topografía de tus colinas y también tus catacúmbicas entrañas; y mis manos han palpado tus intemporales formas femeninas.

Sé que tienes levantado un arco triunfal que espera mi llegada y hará eco a mis palabras: “vine, vi y vencí”, y hasta un coliseo para amarnos ahí, eternamente.

Me he soñado dentro de ti en una noche lluviosa y cubierta de paraguas, caminando de tu mano por la Vía Apia mientras a nuestro paso se cruzaban los gatos callejeros, y esperar el amanecer ebrios de amor y de vino en una sórdida taberna del transtíber.

Y una tarde de dorado otoño sentir el fresco rocío de tus fuentes y llegar hasta la Plaza de San Pedro donde tú, gran pecadora, edificaste el más suntuoso templo para expiar tus culpas de disoluta adúltera y amarte de soldados, artistas, césares, emperadores locos y tiranos, y hasta de príncipes y papas de la iglesia.

Pero aún con todos tus pecados te amo, matrona milenaria que un día conquistaste al mundo y todavía sigues rompiendo corazones. Te amo por tu idioma y tu acento melodioso. Te amo desde que leí a Tito Livio; desde que supe que Rómulo y Remo y de la loba; desde que leí “Quo Vadis”, “Fabiola” y “Ben Hur” y de los que de ti contaban los primeros cristianos, después ahogados en el Tíber o devorados por las fieras de tu circo…

Te amo desde que supe que Rafael, Leonardo y Miguel Ángel maquillaron con arte sublime tu rostro de grandeza te he amado a través de las descripciones de viajeros, historiadores y poetas; de dibujos y cuadros que te han dedicado tus amantes… Y también por tus íntimos secretos revelados por Moravia en sus cínicos cuentos.

Espero, un día, endurecer las plantas de mis pies en tus calzadas y agotar las horas de mis días amándote en cada una de tus plazas. Y una noche lleno de ti, decirte: “bona será amore”.

Desde la distancia, te declaro mi amor eterna Roma.

 

Salvador Herrera García
No. 82, Julio-Agosto 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 182

Una nueva humanidad

El rey llamó a su gran chambelán y le dijo: ordeno que sea creada una nueva humanidad; al día siguiente el rey fue decapitado.

Envuelto entre pases mágicos y calderos humeantes, el alquimista pensó, estoy formando una nueva humanidad; pasaron cien años antes de que muriera de viejo y sin conseguir su afán.

Entre el estruendo de la batalla y con la seguridad del éxito, el general en jefe alzó la voz y dijo a los miembros de su estado mayor: en estos momentos estamos haciendo que surja una nueva humanidad; un momento después, el general, el estado mayor y el cuartel general, volaron por los aires.

Después de la última batalla, de la última guerra de exterminio, el último hombre y la última mujer existentes en el planeta tierra, discuten si deben o no crear una nueva humanidad.

Carlos Cárdenas Reynaud
No. 82, Julio-Agosto 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 177

Épica del supermercado

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La otra tarde entré a un supermercado y vi que una gran cantidad de comestibles salía a mi paso, me hacían invitaciones y me conducían por un pasadizo donde a cada lado los ojos de los frascos me vigilaban, los enlatados hacían crujir los dientes de manera escalofriante, y de los paquetes plásticos salían unas manos gangosas que a veces se quedaban pegadas a mis pantalones.

Como yo iba a adquirir poca cosa, los carros salían de sus sitios e intentaban acomodarse a mis manos; yo los rechazaba y entonces daban unas vueltas locas. En las esquinas había espejos para controlar a los consumidores menores que, como yo, sólo iban a meter los dedos en los encurtidos o a tocar algunas copas vírgenes. Los polizontes andaban detrás de mi barba a ver si yo metía una lata de sardinas en mi bolsillo, o si era capaz de sublevarme comprando una carísima botella de vino francés. Pero no: yo me entretenía con las piernas de las recién casadas, que iban al supermercado a desinflar los primeros sueldos de sus maridos. También a comer pasas o almendras, o a pellizcar arenques ahumados. Los embutidos parecían recobrar su antigua forma animal y me halaban las mangas de la camisa. Yo quería evadirlos, pero de todos modos lograban tomar desprevenido a mi estómago, haciéndolo rugir.

Fui rápido a buscar lo único que necesitaba: una lechuga fresca, la cual pagué con la última moneda que llevaba. Miré hacia atrás, y el supermercado me miraba con una mueca de fracaso. Salí silbando con mi lechuga y un poco más adelante se la di a un perro, que necesitaba una almohada para pasar la noche.

Gabriel Jiménez Emán
No. 82, Julio-Agosto 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 171

Regreso de la ciudad

Se ha recogido la luz, el llano ya no es amarillo. Por poco tiempo los cactus y la tierra seca, con sus grandes piedras encajadas, han vuelto a tener un color más real.

Llego a donde comienza la vegetación y la tierra baja hasta el río. En donde empieza la distancia y todo se ve claramente.

De las montañas cae el viento esparciendo una tenue sombra, y arriba de las siluetas en que se van convirtiendo aparece un azul transparente y puro, muy atrás de la sierra; años, milenios.

Mientras camino escucho el aire mover las ramas de los pinos, después el rumor del río que asciende. La tierra se ha enfriado bajo mis pies, y tropiezo con las piedras. Pienso en las cosas que he ido olvidando de todo esto, tan conocido.

El aire se enrarece, es una música ondulante, se hace viento alejándose hasta la infancia, donde el tiempo parece reencontrar el mismo llano y los árboles; donde hay palabras que no se comprenden y se parte a una ciudad.

Recuerdo aquel gesto con la boca y la frente contrayéndose hacia el centro, que a veces sorprendo en mí, es el gesto antiguo que miré en la cara del padre ya anciano, con el que los hombres de la familia se ponían a pensar las cosas que no entendían. Y de alguna forma sé que no aparecerá más.

De pronto es posible reconocer los primeros rostros, con la impavidez de la luna apareciendo como un destello detenido en sus ojos; adentrándose a la noche en otro tiempo, cuando también conocieron el momento en que se vuelve a saber lo esencial.

Estoy junto al río, el agua suena claramente y brilla cuando choca con las piedras el mismo brillo lunar, inmemorial. El sonido del primer choque del agua en la piedra se prolonga, como un eco a través de todos los años y los siglos, hasta mis oídos, los primeros oídos que lo escuchan esta noche, que se vuelve asombrosa.

Jesús Canales García
No. 82, Julio-Agosto 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 163

Tapujos y cohechos

Seguramente, uno de los episodios que la historia norteamericana no consigna en aquel de la visita de Búffalo Bill a Nube Roja.

Los indios, escudados sagazmente en la inocencia de un niño, que era hijo de Toro Sentado, le comunicaron una tarde al Bill:

—Crazy Croat (rana loca, que así se llamaba el pequeño), haber aprendido primeras palabras de idioma cara pálida —le dijo solemne Sitting Bull.

—¿Sí?, que entusiasmo, no me digan —replicó el cazador de búfalos de larga y rubia cabellera.

—Entonces veremos —dijo Bill—, ¿cuáles son esas primeras palabritas?…

Y el niño, solemne como todos los indios, expresó:

—Son of a bitch.

Luis A. Chávez F.
No. 82, Julio-Agosto 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 159

El encuentro de dos hombres solos

A veces viene a verme, de carrera, mientras que afuera, en el auto, una jovencita guapa, y de seguro delgada, lo espera.

Casi no hablamos, quiero decir, no traspasamos los linderos de los monosílabos. Luego, se va, dejándome en la frente una película delgadísima de algo parecido a un beso, y yo suspiro, hondo y lejos.

Y vuelvo a contemplar el retrato de mi difunta esposa, a ver pasar el gato por la sala, a mis trabajos de bordado que tanto les extraña a mis vecinos.

Y mi hijo, veloz, a las carreras, acelera el auto y sin doblar se va derecho hacia las cifras, rumbo a las claves y codificaciones que, según me han dicho, forman una pelotera ya en el mundo.

 

Luis A. Chávez F.
No. 82, Julio-Agosto 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 156

Inocente

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Soñé que estaba cerca de un coro de ángeles prósperos.
Un agente de la policía del cielo me tomó por el ala, y me preguntó si era miembro del coro.

—¿Quiénes son? —le pregunté.

—¿No los conoce usted? Eran dueños de grandes almacenes que alquilaban muchachas para que trabajaran por cinco o seis dólares a la semana, bajo el supuesto de que podrían vivir con ese jornal, ¿Pero realmente no es usted uno de ellos?

—¡Jamás! Lo juro por el alma inmortal de usted. Yo soy aquel criminal insignificante que incendió un asilo de huérfanos y asesinó a un ciego para robarle unas cuantas monedas de cobre.

O´ Henry
No. 82, Julio-Agosto 1980
Tomo XIII – Año XVI
Pág. 154