El cabrípedo


Recuerdo ahora cierta extraña aventura que leí en un manuscrito de la biblioteca del señor obispo de Sáez. Era, me parece verlo todavía, una colección infolio, en hermosa letra del siglo pasado. He aquí el suceso a que aludo: “Un caballero normando y su esposa tomaron parte en una fiesta pública, disfrazados él de sátiro y ella de ninfa. Sábese por Ovidio con cuánto ardor eran poseídas las ninfas por los sátiros; y aquel caballero, lector de las Metamorfosis, de tal modo se amoldó a su disfraz que a los nueve meses dio a luz su esposa un hijo con dos cuernos al frente y los pies de macho cabrío. Sólo se sabe del caballero, que por una fatalidad común a toda criatura, murió al llegarle su hora, y dejó además de su pequeño cabrípedo otro hijo menor, cristiano y de forma humana, el cual solicitó de la justicia que el mayor fuera desposeído de la herencia paterna por n pertenecer a la especie redimida por la sangre de Jesucristo. El Parlamento de Normandía, residente en Rouen, accedió a la petición solicitada. Pregunté a mi excelente maestro si era creíble que un disfraz pudiera tener tal efecto sobre la naturaleza, y que el engendro de un hijo fuese consecuencia de un disfraz. El abate Coignard me indujo a no creerlo. —Jacobo Dalevuelta, hijo mío —me dijo—: tened presente que una inteligencia cultivada siempre ha de rechazar cuanto es contrario a la razón, excepto en asuntos de fe, que deben admitirse ciegamente”.

Anatole France en “El figón de la reina Patoja”
No. 88, Septiembre- Noviembre 1983
Tomo XIV – Año XIX
Pág. 67

La penitencia


“Habéis de saber, señora —prosiguió el abate—, que Santa María Egipciaca iba en peregrinación a visitar el sepulcro de Nuestro Señor; llegó a la orilla de un río muy profundo, y como era forzoso cruzarlo para seguir adelante, la infeliz penitente, que no tenía dinero para la barca, ofreció en pago su cuerpo a los barqueros. ¿Qué decíais de esto, mi buena señora?” Mi madre informose de la veracidad de aquella historia, y cuando supo que se hallaba impresa en libros y pintada en los vidrios de un ventanal de la iglesia de la Jussienne, la tuvo por cierta y se decidió a responder:

—Solamente una santa como ella pudiera hacer otro tanto sin pecar. Yo no me arriesgaría.

—Por mi parte —dijo el abate—, de acuerdo con los doctores más esclarecidos apruebo la conducta de la santa. Es una lección para las mujeres honradas que se obstinan con excesiva soberbia en su altanera virtud. Existe algún sensualismo, si se piensa bien en ello, en conceder un precio exagerado a la carne, y en defender, con celo también exagerado, lo que deberíamos despreciar. Vense con frecuencia matronas que se figuran tener en sí mismas un tesoro, y exageran visiblemente el interés concedido a su persona por Dios y los ángeles. Se consideran una especie de Santo Sacramento natural. María Egipciaca se juzgaba mejor. A pesar de ser muy hermosa de rostro y de formas atractivas, creyó sobrada vanidad interrumpir su santa peregrinación por algo indiferente, que pudiera ser punto de mortificación pero nunca un objeto precioso. Lo mortificó, señora, y entró con su admirable humildad en el camino de la penitencia.”.

Anatole France en “El figón de la reina Patoja”
No. 88, Septiembre- Noviembre 1983
Tomo XIV – Año XIX
Pág. 61

Más vale…


—Ciertamente —dijo el abate—. Pero imito la prudencia de aquella anciana de Siracusa que, mientras Denys era odiado por todo su pueblo, iba diariamente a rogar a los dioses para que prolongasen la vida del tirano. Advertido de tan extraña piedad, Denys quiso conocer las razones que la inspiraban, y ordenó que le llevasen a la buena mujer, para interrogarla.

—Mi vida, que ya es larga —respondió ella—, me ha permitido conocer a muchos tiranos, y observé siempre que a uno malo sucedía otro peor. Tú eres el más detestable de todos, por donde saco en consecuencia que tu sucesor será, en lo posible, más perverso que tú. Por esto pido a los dioses que tarden el mayor tiempo posible en enviárnoslo.

Anatole France
No. 100, Septiembre-Diciembre 1986
Tomo XV – Año XXII
Pág. 667

Anatole France

Anatole France (Francia, 1844-1924) fue novelista, ensayista y crítico literario. Su verdadero nombre era Jacques Anatole Thibault. Desde muy niño, Anatole sintió pasión invencible por los libros, y se pasaba leyendo por los rincones de la librería de viejo, establecida en el Quai Malaquais. Estudió el bachillerato sin gran brillantez en el Colegio Stanislas, de París. Después no se decidió por otros estudios. Su única vocación era la literatura.

En 1874 empezó a frecuentar algunas tertulias literarias, entre ellas la del grupo llamado Parnasse, y a escribir poemas y narraciones llenas de encanto y de ironía. En 1873 publicó sus Poèmes dorés, al gusto parnasiano, y nutridos de gracia y agudeza. En varios periódicos aparecieron sus primeras notas críticas, que llamaron la atención por su agudeza implacable, y que luego reunió en un volumen con el título de Le génie latin. Sin embargo, ya en 1859 había aparecido su primer libro: La légende de Sainte-Radegonde, que pasó inadvertido. Por esta época adoptó el seudónimo “Anatole France”. En 1868 dio a conocer otras dos obras suyas: Le valer de madame la duchesse y Alfred de Vigny. En 1876 publicó Les noces corintiennes, poemas hábiles de forma y bellos de fondo, transparentes y sencillos, que fueron los últimos versos que Anatole dio a conocer. En 1879 apareció su primer ensayo novelesco: Jocaste et le chat maigre, obra exquisita de humorismo y de estilo, de intención muy honda. Y en 1881, la academia Francesa premió su segunda novela: Le crime de Sylvestre Bonnard.

En 1895 fue nombrado oficial de la Legiónde Honor. Y en 1896, miembro de la Academia Francesa.A partir de 1887 ocupó en Le Temps el puesto de crítico literario de había dejado Clariete. En 1921 le fue otorgado el Premio Nobel.[1]


[1] Tomado de Sainz de Robles, F. C., Ensayo de un Diccionario de la Literatura III. Madrid, Aguilar, 1972.

Amor erudito

“Acababa de ordenarme y pensaba conseguir mucho renombre en las letras; pero una mujer dio al traste con mis esperanzas. Llamábase Nicolasa Pigoreau, y era dueña de una librería, La biblia de oro, en la plaza, frente a mi colegio. Yo frecuentaba la librería donde hojeaba constantemente los libros que la dueña recibía de Holanda, así como las ediciones bipánticas, ilustradas con notas, glosas y comentarios muy eruditos. Yo era muy agradable, y por mi desgracia no dejó de inadvertirlo aquella señora. Había sido bella y aún conservaba cierto atractivo. Sus ojos eran parleros. Un día los Cicerón y los Tito Livios, los Platón y los Aristóteles, Tucídides, Polibio y Varrón, Epicteto, Séneca, Boecio y Casiodoro, Homero, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Plauto y Terencio… arrastrando consigo a Ferri, Lenain, Godefroy, Mezeray, Mainbourg, Fabricius, el padre Lelong y el padre Pitou, todos los poetas, todos los oradores, todos los historiadores, todos los padres, todos los doctores, todos los teólogos, todos los humanistas, todos los compiladores alineados en las estanterías  de aquel establecimiento fueron testigos de nuestras caricias.

—No juzgues muy severamente mi debilidad —me dijo la señora, mientras manifestaba su amor en inconcebibles ansias.

Mi fortuna se prolongó hasta que me vi desbancado por un oficial”.

Anatole France en “El figón de la reina Pantoja”
No. 89, Enero-Febrero 1984
Tomo XIV – Año XIV
Pág. 139