Te recuerdo

por su espléndido pelo caído hacia delante, a la Verónica Lake; por la imposible expresión de tu sonrisa que sólo he contemplado en el mar; por los jeroglíficos de tus apuntes de psicología; por la mirada en que me crucificabas todas las tardes; por la ausencia de malevolencia hasta en tus actos deliberadamente malévolos; por la caja de pañuelos egipcios que me regalaste aquella tarde, aquella tarde de junio que no ha logrado esfumarse entre las demás tardes; por tu afición a los colores esotéricos de difícil ubicación mental; porque lloramos juntos aquella noche de lluvia interminable y nos reímos a la mañana siguiente como dos chiquillos que habían encontrado la senda; por la duda que me inspiró tu confianza y por la confianza que te inspiraron mis dudas; por el bien de haber querido conocerme sin detenerte en consideraciones de confort; por tu confianza en mi capacidad y por la acerada dureza de tus reproches; por la suficiencia con que externabas tus opiniones y por tu implacable desprecio hacia todo lo que significara afectación; por tu convicción de que, para bien o para mal, todo artista es un suicida que sobrevive; por el remordimiento de haber abandonado nuestra infancia seducidos por cosas lamentables; porque sucumbiste siempre deliciosamente ante la vacuidad de la moda; por el desdén con que veías las cosas tuyas cuando las veías en las otras mujeres; por tu manía de querer conciliar lo estético y lo erótico que feliz o infelizmente acabaste siempre traicionando; por la violencia que siempre sorprendí aún en la más imperceptible de tus caricias; porque acentuaste tu femineidad hasta lo increíble soñando en la dialéctica de ese amor que casi nos anonada; por nuestra presencia en aquel hotel-prostíbulo en el que se nos dispensó tan inusitada delicadeza; porque me hiciste llevar corbata la noche de tu graduación y, ríete, casi llegué a sentirme elegante; porque me enseñaste la prudencia de la serpiente y la sencillez de la paloma precisamente con tu múltiple y compleja actitud de mujer; por la ilusionada presencia de nuestros besos de los cuales nunca hicimos una finalidad; por aquella novela de Pío Baroja que leímos juntos y que, por un instante al menos, nos hizo olvidar nuestras mutuas discrepancias; por la interrogación que vi en tus ojos al despedirnos y por mis dudas que no accediste a satisfacer; por la maravilla del tiempo y del espacio en que se dio nuestro amor, te recuerdo, y por todas esas cosas que no es posible decir de ninguna manera.

Hilario Salazar
No. 65, Junio-Julio 1974
Tomo X – Año XI
Pág. 606