El sabor de la sangre tibia que se apretaba en mi boca me embriagaba, y el dolor en el vientre me insensibilizaba, y el dolor en el vientre me insensibilizaba a todo estímulo. Por fin, no pudiendo resistir más, mis labios explotaron lentamente y la sangre salió a borbotones de mi boca. Yo caí con ella. Creí, quise arrastrarme y al hacer esfuerzos tosía. Cada vez que tosía, arrojaba yo un buche de esa masa oscura y jaleosa, babosa y tibia. Me di al fin por vencido; sudaba y el sudor me lastimaba. Voltee hacia donde pude y vi el rastro de sangre y vísceras que había yo dejado. Escasos 60 centímetros, tal vez; me había arrastrado de lado. Creo que quise pedir auxilio, gritar. Pero lo único que logré fue un ardor de fuego en la garganta que se sumó a mis demás sufrimientos. Sabía que el velador no volvería y que nadie estaba cerca, nadie que me socorriera. Recordé cómo, borracho, se me había echado encima y apuñalado el vientre. De eso hacía apenas quince minutos. ¡Quince minutos largos y desesperantes! Aún sentía yo el puñal penetrar bruscamente en mi cuerpo, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez. Haciendo un último esfuerzo, quise alcanzar el teléfono; pero sólo logré tirarlo y romperlo. Duele decirlo: lloré; lloré de desesperación, de miedo a morir, de dolor. Mi respiración era difícil. Casi no podía yo respirar sin tragar un buche de esa sangre rabiosa. Comprendí que mis minutos habían terminado, que mi luz se apagaba. Comprendí que era la hora final. Quise murmurar una oración y cerré los ojos. Poco después de expirar, oí que alguien gritaba: “¡Corte!”.
Gilberto J. Signoret
No. 48, Septiembre 1971
Tomo VIII – Año VIII
Pág. 279