Miradas

Al mirar arriba, vio el Cielo. Entonces pensó en el Infinito, en la Eternidad. Se sorprendió. Se asustó. Se burló de su pequeñez infinita y eterna. Al mirar abajo, vio la Tierra inmensa y amable; el Mar, el Fuego. Se dio cuenta de que, aún en su medio, era insignificante; más insignificante aún que el punto que traía en una pata el gusano que comía una hoja verde a sus pies. Cerró los ojos. Ahí se dio cuenta de su inmensidad.

Gilberto J. Signoret
No. 61, Octubre-Noviembre 1973
Tomo X – Año X
Pág. 224

La presa

Su ojo se abrió repentinamente (el otro era un hueco, como su corazón) en medio de la noche (de la noche tan horrible y desolada como él) y un grito se escapó de su garganta (el alma vomitaba fuego y las manos temblaban debajo de la cobija) como los rugidos de las demás fieras, en sus jaulas (como las manos y él, enjaulados tras los barrotes) haciendo que la maraña de cabellos largos y negros (largos y negros como las desoladas noches) se agitaban de aquí a allá, tal y como se agitaban las fieras al oírlo llorar, oprimido y vacío, estallando de ira, de resentimiento (de amor o capricho o deseo reprimidos) brotando de los pulmones expandidos (tanto que la joroba parecía explotar) el grito desesperado que iba a resonar en la paja y a morir en la lejanía (en la lejana alma de alguien) surgiendo de abajo, de adentro, del fondo (de la profundidad siniestra del alma destrozada) del alma enana del fenómeno enjaulado, en el Circo, como las demás fieras (con alma, cuerpo y noche) oprimida y temblorosa, que parecía llorar sola y retar a la noche con las lágrimas de su único ojo, con su única mirada (el hueco, como el corazón, era muerte) antes de salir a la pista a bailar y rugir al son de falsa música oriental (falsa como su destino) y ver a la gente reírse de su dolor. Antes de amanecer en otro mundo.

Gilberto J. Signoret
No. 61, Octubre-Noviembre 1973
Tomo X – Año X
Pág. 203

Uno

Uno tiene la mirada fija en los ojos del gato. Por eso no se da cuenta de lo que pasa a su derredor. No repara en las sombras que giran, ni en los pechos que se parten como tierra seca, ni en los íncubos y súcubos que se destripan unos a otros. Uno está abstraído, envuelto por el mirar del gato y no ve cómo se inclinan los árboles hacia el pantano, ni cómo se retira la Luna en rayos deformes y torcidos, ni cómo se hace la noche en torno suyo. Uno está tan dominado, que no nota que la piel empieza a caerse en jirones pesados, ni que el rostro se escurre con la lluvia como si fuera de barro, ni que el alma empieza a quedarse sola y desnuda.

Uno está tan aletargado, que no percibe el olor a podredumbre.

Uno esta tan lejos del mundo, que no siente el cuerpo deshacerse.

Uno está tan muerto, que no se da cuenta de que está siendo removido para que la tumba aloje a otro cadáver. Otro.

Gilberto J. Signoret
No. 61, Octubre-Noviembre 1973
Tomo X – Año X
Pág. 199

La agonía

Un aturdimiento lo despierta. Abre los ojos. Es lo mismo de siempre. Siempre lo mismo. Siente su lecho. Mira hacia arriba y ve el techo bajar Como antes. Siente el piso subir. Como siempre. Es la insatisfacción, se dice. Y ve las paredes. Cuatro aún Como antes Cuatro de múltiples facetas. Pero hay una puerta. Su vida exterior es mediocre. No vale la pena. La puerta se abrió para dejarlo salir y se reabre para dejarlo entrar. Es lo mismo; el techo que baja y el piso que sube, cuatro paredes que se acercan. Duerme. Un sobresalto lo despierta. Todo igual. Cuatro paredes que se estrechan y dos planchas que se acercan. Es la soledad, se dice. La puerta es pequeña. Pero sale, y su vida mediocre retranscurre. La puerta se abre. Casi no cabe. Pero entra. Las paredes y las planchas se le acercan más aún. Como antes. Es el cansancio de la noche, se dice. Pesadilla. Despierta gritando. Se acercan más y más. Con dificultad logra salir Mediocre vida de perro. Entra, ayudado por la desesperación, dejando carnes y alma afuera, de tan chica que es la puerta. Toma el cráneo en sus manos, se recuesta y palpa el techo, el piso, una pared, otra, la otra y otra más. Son suaves. Es la agonía, se dice. Abandona la mente. Abandona la tierra. Abandona la vida. La tumba se cierra al fin.

Gilberto J. Signoret
No. 48, Septiembre 1971
Tomo VIII – Año VIII
Pág. 319

Escena I

El sabor de la sangre tibia que se apretaba en mi boca me embriagaba, y el dolor en el vientre me insensibilizaba, y el dolor en el vientre me insensibilizaba a todo estímulo. Por fin, no pudiendo resistir más, mis labios explotaron lentamente y la sangre salió a borbotones de mi boca. Yo caí con ella. Creí, quise arrastrarme y al hacer esfuerzos tosía. Cada vez que tosía, arrojaba yo un buche de esa masa oscura y jaleosa, babosa y tibia. Me di al fin por vencido; sudaba y el sudor me lastimaba. Voltee hacia donde pude y vi el rastro de sangre y vísceras que había yo dejado. Escasos 60 centímetros, tal vez; me había arrastrado de lado. Creo que quise pedir auxilio, gritar. Pero lo único que logré fue un ardor de fuego en la garganta que se sumó a mis demás sufrimientos. Sabía que el velador no volvería y que nadie estaba cerca, nadie que me socorriera. Recordé cómo, borracho, se me había echado encima y apuñalado el vientre. De eso hacía apenas quince minutos. ¡Quince minutos largos y desesperantes! Aún sentía yo el puñal penetrar bruscamente en mi cuerpo, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez. Haciendo un último esfuerzo, quise alcanzar el teléfono; pero sólo logré tirarlo y romperlo. Duele decirlo: lloré; lloré de desesperación, de miedo a morir, de dolor. Mi respiración era difícil. Casi no podía yo respirar sin tragar un buche de esa sangre rabiosa. Comprendí que mis minutos habían terminado, que mi luz se apagaba. Comprendí que era la hora final. Quise murmurar una oración y cerré los ojos. Poco después de expirar, oí que alguien gritaba: “¡Corte!”.

Gilberto J. Signoret
No. 48, Septiembre 1971
Tomo VIII – Año VIII
Pág. 279

La genración de los NO

Ya llevaba siete meses de embarazo cuando se vieron en la necesidad de llevarla al hospital, de urgencia. Sería un nacimiento casi normal, decía el doctor. Todos los síntomas así lo indicaban. La llevaron a la sala de maternidad y dispusieron todo para recibir al nuevo ser. Pero cuando pensaban que comenzaba a nacer y vieron que el vientre de la mujer se reducía, como si se desinflara, hasta adoptar un volumen normal sin que el niño apareciera, todos quedaron sorprendidos. El sabio llegó a la conclusión de que la paciente había dado a luz a un espectro.

Gilberto J. Signoret
No. 49, Octubre-Noviembre 1971
Tomo VIII – Año VIII
Pág. 457