¿No lo han perseguido los hechiceros
que han jurado su mal bajo la luna?
J. L. Borges
Lleva 30 días huyendo por un desierto vasto e interminable. Sabe que sólo hay un sitio seguro para él en todas las comarcas del mundo, porque hasta hace treinta días era un guerrero y un verdugo, y ahora los poderes maléficos de Sarck, al perseguirlo sin descanso, lo han convertido en una víctima. El universo de la magia ha dado su veredicto y los dioses de Sarck mantienen sus pulgares hacia abajo. Él desconoce sus nombres y atributos, más tiene un vago e impreciso conocimiento de sus formas y sus rostros, y esa pequeña porción de conciencia es suficiente para alentarlo a proseguir caminando, pues sabe que ante cualquier muestra de fatiga sus perseguidores se abalanzarán sobre su cuerpo, con sus espadas curvas y sus gritos ululantes. Más no está totalmente desesperado; y a pesar de casi dos días sin probar alimento ni beber líquido alguno mantiene la esperanza. Como buen guerrero de Kish sabe que su recta espada es un arma formidable y él mismo un magnífico luchador, de los pocos sobrevivientes de la batalla del Valle de las sombras, bajo los muros de la ciudad de Dhalmar. Sus hazañas son bien conocidas en todos los reinos importantes, desde Hiperbórea hasta Crom, y su espada siempre ha estado dispuesta para la destrucción y el saqueo. Por ella brujas y hechiceros han perecido, así como monstruos innombrables, dioses idiotas y guerreros de alta estirpe que han tenido la osadía de ser insolentes ante su presencia; pero aquellos fueron otros tiempos, ahora él es la víctima, el perseguido, el acosado, el que huye sin presentar combate porque sabe que los poderes que van tras él, por haber robado las joyas milenarias del templo prohibido de Sarck, son implacables, engendros a quienes sólo satisfará su muerte, y por eso debe llegar al monte sagrado de Kord; allí los poderes maléficos y él no tendrán ninguna ventaja y sus deformes emisarios contarán únicamente con su habilidad en el combate al atacarlo, porque en Kord ninguna magia funciona, sólo la fuerza bruta y el poder silencioso de las espadas.
Ya el monte sagrado está a la vista; el cansancio y la fatiga de Bredán desaparecen; ya no camina, corre, pero también lo hacen varias sombras grotescas y enormes que reptan por la arena del desierto, intentando alcanzarlo antes de que penetre en Kord y quede protegido de cualquier maleficio.
El combate se inicia…
Gabriel Trujillo Muñoz
No. 128, Enero-Marzo 1995
Tomo XXIV – Año XXXI
Pág. 201