Desde que Paul Dearborn cumplió veinte años llegó al convencimiento de que cuando muriera iría al infierno. Estuvo molesto durante algún tiempo, pero acabó por acostumbrarse a la idea.
Ya cuarentón, la posibilidad de ir al infierno le parecía entonces llena de encanto. Después de todo, el paraíso debía ser muy aburrido.
Pero al llegar a los sesenta, volvió a preocuparse.
—No es que tenga miedo —dijo una noche, después de tomar alguna copa de más—. El hombre sentado a su lado en el mostrador, con traje raído, le sonrió. No tengo miedo —repitió con firmeza, estoy solamente un poco… inquieto.
—Pero, ¿cómo es que está seguro de ir al infierno? —preguntó el hombrecito.
—Oh, nunca lo susé —contestó Paul—. Y no lo lamento, créame. He llevado una vida muy agradable —continuó mintiendo descaradamente—. Y estoy listo a pagar el precio. No me quejo. ¿Otro más?
—Con gusto —dijo el hombrecito.
Paul hizo una seña al mesero.
—Sé dónde voy a ir, lo sé muy bien, pero lo que me fastidia es no tener información. Si supiera dónde está ese lugar…
Una luz se encendió en los ojos del hombrecito.
—Pero claro que lo sabe, viejo. Hace calor, huele a azufre, y los pecadores se asan en un lago de llamas, y en medio de todos está el diablo, sentado en su trono, con sus cuernos afilados como espadas y su rabo que se agita como el de un gato.
Paul tuvo un gesto condescendiente.
—¡Oh, no, eso no! Eso lo leyó en algún viejo catecismo. No, las llamas y el azufre no me convencen.
El otro se encogió de hombros.
—Sí usted quiere su propio…
—Eso es… —dijo Paul golpeando con el puño el mostrador—, el infierno es algo personal.
Su compañero se callaba, fijando su mirada turbia en el fondo de su vaso. Paul ordenó más bebidas, luego miró su reloj y decidió que era hora de irse a dormir. Dejó un billete sobre el mostrador y salió. —Tendré lo que merezco— se dijo con firmeza.
Se dirigió hacia la parada del autobús. Era una noche fría, y el viento era glacial. Se sentía cansado. Vivía solo: su última mujer murió años atrás, y sus hijos eran extraños para él. Tenía pocos amigos y muchos enemigos.
Al llegar a la esquina, se detuvo, jadeando. —Mi corazón, ya me queda poco.
Se puso a pensar en sus sesenta años. En las decepciones, en los pecados… Tenía dinero, y según algunos, era un hombre que supo triunfar en la vida. Pero su vida no fue placentera. Hubo altibajos, estaba atemorizado, había dudado de sí mismo, y sufrió dolores de cabeza, momentos de desesperación, frustraciones, y rabia impotente.
Después de todo, casi se alegraba de llegar al final del camino. En un sentido, era casi un alivio. Era en aquel momento que se daba cuenta de que la vida es una lucha cada instante, y ¿para llegar a qué? A sesenta años de torturas, nada más.
La parada del autobús estaba lejos, lo iba a perder, y tendría que helarse durante veinte minutos en la acera, atormentado, se puso a correr.
Tropezó, y una mano helada hizo presa de su corazón. Vio el suelo subir rápidamente hacia él. era la muerte, lo sabía, la muerte. Trató de luchar, después se resignó y se dejó llevar, mientras lo envolvía la obscuridad. Y al fin, sintió gratitud, porque su curiosidad sería satisfecha.
Después de una eternidad abrió los ojos y miró a su alrededor. Y, en un segundo, antes de que el olvido oscureciera su espíritu y le cerrara los párpados, supo qué era el infierno, y a qué castigo había sido condenado por la eternidad. Paul Dearbon gimió, más de desesperación que de dolor, mientras el médico partero le golpeaba el trasero con sus fuertes manos y el aire se agolpaba en sus pulmones.
Roberto Silverberg
No. 17, Octubre 1966
Tomo III – Año III
Pág. 357