Enrique Martínez Ocaranza

Tingüindín

Enrique Martínez Ocaranza

Originario de Jiquilpan, Michoacán, procedente de familias de escritores-poetas. Bohemio de corazón, se desempeñó como locutor, funcionario, escritor, periodista y poeta. Vivió en Tingüindín en los años 50’s, desempeñándose como secretario del Ayuntamiento.

Un texto de Enrique Martínez Ocaranza:

Dos manatiales (Fantasía Tarasca)

En Tingüindín, «Lugar de Adoración», todo es bonito: su nombre, sus mujeres, su iglesia, sus bosques, sus huertas… Todo es agradable dentro de su tranquilidad absoluta, el clima bondadoso, el agua fresca y el sabroso aguacate y la guayaba perfumada y roja.

¡Ah!,  ¿pero quién no conoce las famosas aguácatas? ¿Quién no ha catado su espirituoso mezcal? ¿Quién no se ha sentido alguna vez poeta sentado agradablemente en la cima del cerro de la Cruz, viendo por allá las colinas del llano de Tocumbo, y más allá al Tancítaro y al Patamban? ¿Y quién, en fin, no descubre sus leyendas?

Muchos, pero muchos años han pasado desde aquel en que apartaron sus vidas dos enamorados que hoy, convertidos en manantiales, siguen caminos paralelos y sólo dialogan entre el murmullo de sus aguas que van resbalándose por las barrancas para llegar límpidas a las llanuras.

Itzemba, «Flor del Agua», hija de la reina Carítzicua, salió rebosante de alegría aquella tarde de abril; se fue por los bosques a oír el jilguero y a respirar el perfume de las amapolas y el anís… oye un rumor o un lamento y su alma tarasca se estremeció… ¿De quién podría ser?

Ella, que no conocía más que a su reina madre; ella que por primera vez salía sola a los campos, oía aquel rumor y no sabía de quién era. Impulsada por «algo» nuevo, caminó sin saber a dónde, pues el motivo de su angustia o de su anhelo seguía latente en su corazón y quería descubrirlo…

De pronto, de entre la frondosidad del bosque brotó la imagen de otro ser y entonces, sus bellos ojos negros se cubrieron de alegría y su cuerpo moreno y duro vibró de emoción; sus labios jugosos se abrieron para descubrir dos hileras blancas de marfil y allá, muy dentro, latía aquel corazón al que no habían llamado a su puerta.

Aquel ser, también moreno, alto y juvenil se fue acercando hacia la Princesa atraído por su belleza, y cuando estuvo cerca de sus brazos, sin que sus bocas hablaran, se estrecharon y desde aquel momento latieron febrilmente dos corazones que se buscaban sin conocerse.

Todas las tardes de aquella primavera, fueron testigos del idilio de los dos príncipes que se encontraron al impulso del espíritu; al anhelo de dos ilusiones.

—¿De dónde vienes? ¿Sabías que yo soy la princesa Itzemba, hija de la reina Carítzicua?

Y el príncipe Tzerápeti, «Hijo del Bosque», sólo sabía responder con sus ojos; sólo sabía contestar a su amada con el rápido tic-tac de su corazón.

—Itzemba. No sabía quién eras; de tu existencia sólo me hablaba el canto de las aves; el perfume de las flores y la humedad del rocío. Nos hemos encontrado y es todo… somos dos seres que han quedado unidos para siempre; mi sangre es purépecha como la tuya; el color de tu piel es como la mía; tus ojos son negros y los míos también lo son… ¡Itzemba!

¡Tzerápite![1]