Aires oníricos

Habían pasado varios meses en aquella oficina. Horas que él hubiera querido prolongar para no verse interrumpido en la contemplación de la hermosa compañera. De antemano sabía las caras pretensiones de la dama, conformábase con verla extasiado y por las noches entregarse a sublimes sueños que le permitían alcanzar la mujer deseada.

Desvelada, quizá, se durmió ella en su asiento, boca arriba, apoyada la cabeza a la pared. Entonces, el hombre se puso de pie, tembloroso avanzó… estaba ya envuelto en el aliento de la profunda durmiente. ¡Era un príncipe azul!… Se inclinó aún más y sus labios se tocaron, suavemente… pero ella no abrió los ojos. Estaba dicho: nunca su callado amor se vería correspondido.

Despertó al fin.

Al manifestarse él que abandonaba el empleo, recibió por respuesta una helada indiferencia que lo entristeció. Antes de salir inquirió sobre lo que ella había soñado…

—Fue algo raro… —relato la bella— Andaba perdida en el desierto… Sin gota de agua… De pronto, un aire fresco, que ignoro de dónde llegó, refrescó mis labios y me conducía ligera… sin embargo, no podía hallar el rumbo exacto…

Partió rápido. Al no poderla besar nuevamente, tal vez nunca, debía al menos ayudarle a salir de aquel extravío. ¡Y corrió a soñar!

Raúl Linares
No. 37, Julio-Agosto 1969
Tomo VI – Año IV
Pág. 565

La última voluntad

Junto a aquél árbol que solía abarcar diversos tonos de color en su follaje, según la temporada, ella se despidió. Siempre sonriente, reflejando y expandiendo una alegría exquisita que le hacía ver sobrenaturalmente hermosa. Y no miento al calificarla así; pues desapareció bañando su recuerdo con un velo fantasmal. A pocos días, fui enterado de su repentina muerte.

Seguí acudiendo al sitio en que la vi por vez última. En primavera, el árbol se vestía de un verde intenso. Creía oír su risa florida.

Tiempo después, me cubría de la lluvia bajo el árbol que sabía de mis angustias y entonces las gotas de agua que llegaban a mí, contábanme acerca de su ternurosa femineidad y recordaba los instantes dichosos en su compañía, que ahora, aumentaban mi dolor.

Cuando las hojas se desprendieron y el aire soplaba, parecía flotar un murmullo llamándome a las ramas desnudas, modelaban en su ritmo contornos que algo de ella asemejaban.

Al cabo de varias semanas, me di cuenta de mi próximo final. Cavé, cavé mucho, despojado de ropas, con agobiante esfuerzo contínuo, cuando las horas recrudecían el frío. La pala, convertida en máquina, apartaba la tierra; toda la energía acumulada en mi vida, estaba en ese instante concentrada en su afán ¡y lo había logrado! Entonces, descubiertas ya las raíces, desfalleciente, me acerqué a ellas y dormí… plácidamente… eternamente.

Su entierro fue fácil, ahí se le cubrió, tal fue su última voluntad.

Raúl Linares
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 683