Mi tía Carolina

Como algunas islas que se forman en las desembocaduras de los grandes ríos, el hábitat de mi tía Carolina estaba integrado por desperdicios. Es decir, por cosas insignificantes, sólo para ella significativas. Un calzador con mango de plata; un pisapapel que nevaba sobre un pueblecito suizo en miniatura al darle el bote a una esfera de vidrio; un autógrafo del coronel Torrijos F. (que se dejaba arrancar la cabeza pero no la inicial), el coronel murió de susto por el temor de llegar a tener miedo; la dentadura postiza de su tío Olinto; los registros de primera comunión de todos sus sobrinos; un gancho de nodriza que perteneciera a la emperatriz Eugenia de Montijo, de quien mi tía Carolina se decía parienta por los Aparicio de Anoláima; el decreto de honores dictado por la gobernación para declarar “servidor emérito” a mi tío Antonino, cuando después de cuarenta y cinco años de sacrificio burocrático se desplomó sobre su escritorio con la pluma en la diestra y un cigarrillo “Legitimidad” en la siniestra, víctima de la ingratitud oficial y de un enfisema pulmonar. Mi tía Carolina guardaba todo, como la Virgen guardaba en su corazón las palabras de la Escritura, mientras crecía en gracia el Redentor. Guardaba unos versos de Ismael Enrique Arciniégas, recortados del Suplemento Literario de “El Nuevo Tiempo”. Guardaba un concepto jurídico según el cual pertenecía a su familia el camino de herradura sobre el cual el gobierno había construido luego —abusivamente— la carretera entre Cúcuta y Pamplona. Guardaba un soneto. Guardaba un camafeo. Guardaba un abanico, su alma era un desolado depósito de recuerdos. Un cementerio de cosas incongruentes. A mí me mostró un día mi tía Carolina un telegrama amarillento que decía: “Tu coma Carolina coma sigues siendo la dueña de mi corazón punto Peralta”. Mi tío Mateo no había dejado casar a mi tía Carolina con el coronel Peralta. Despechado, el coronel Peralta viajó desde el Socorro a Venezuela a principios de siglo y se hizo adjudicar de Juan Vicente Gómez la mitad de los petróleos de Maracaibo. Cuando puso el telegrama, ya Peralta estaba casado, lleno de hijos y paralítico, pero su corazón desahuciado seguía palpitando, febrilmente, por la mujer fascinante que había sido en su juventud mi tía Carolina.

Enrique Caballero
No. 103 – 104, Julio – Diciembre 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 320