Ella lo envuelve en una antigua ternura de trapos incoloros, de sedas raídas, de arañas pernoctando sobre el dosel de la ventana que da a la calle, por donde se refleja una luz polvorienta y cobriza que baña los objetos de un brillo mohoso de pátina y recubrimientos de polvo sobre la cama de bronces retorcidos como olas, donde descansa un collar de abalorios junto a una mancha seca de sangre o chocolate. A través del mosquitero, la mujer es una mancha difusa bajo la luz de los candelabros, las velas estremecen el color rosado de las mejillas, la ondulación del pubis que se abre entre las sombras de los muslos como una flor, o una luna en cuarto menguante, y hay una humedad de saliva y un efluvio de astromelias sobre la piel y una respiración y un estremecimiento y un dolor y unos ojos cerrados que se buscan en la llama de la vela y el lento mordisco sobre la aceituna de un pecho sobre la grieta del ombligo que es como un sol oscuro derritiéndose en el cielo de querubines del artesonado. Las sierpes del sueño se le enredan en los ojos, le envuelven el rostro —que se admira desnudo en el espejo— en veredas de sombra, que él aparta como si esa oscuridad estuviera hecha de una materia gelatinosa y fría, y de nuevo hunde sus manos en ese cuerpo que respira bajo el suyo. De nuevo se derrumba como un montón de piedras sobre el fuego, más allá del infierno de Dante. El aire se llena de peces y brillos de escamas, de cabezas de cerdo y panoplias llenas de armas: floretes, desacabezadores de ingenuos, rompeculos, sujeta-mandíbulas, tuestacorazones. Los ojos se abren y son un redondel de luna y ceniza sobre el espejo, un redondel de espuma y ceniza sobre el agua, que los devuelve desde el fondo oscuro por donde navegan las hojas.
Vio las manchas lunares arreboladas en la curva de la espalda, la ascensión del vientre en el tumulto de la noche, el brillo sesgado de las luciérnagas sobre las escaldaduras de la pared por donde chorreaba la lluvia como baba por el cuerpo. Y ahora eran los cuerpos desnudos bajo la lluvia entre los escombros de las ratas y el papel húmedo, bebiéndose el agua de los ojos y del charquito del ombligo, y debajo de las axilas, y de la boca todavía tibia como una fuente de pájaros, hasta ahogarse en una simultaneidad de remolinos como gatos dormidos en la terraza bajo el Diluvio Universal.
Wilfredo Machado
No. 105-106, Enero-Junio 1988
Tomo XVII – Año XXIII
Pág. 36