Ella

Ella lo envuelve en una antigua ternura de trapos incoloros, de sedas raídas, de arañas pernoctando sobre el dosel de la ventana que da a la calle, por donde se refleja una luz polvorienta y cobriza que baña los objetos de un brillo mohoso de pátina y recubrimientos de polvo sobre la cama de bronces retorcidos como olas, donde descansa un collar de abalorios junto a una mancha seca de sangre o chocolate. A través del mosquitero, la mujer es una mancha difusa bajo la luz de los candelabros, las velas estremecen el color rosado de las mejillas, la ondulación del pubis que se abre entre las sombras de los muslos como una flor, o una luna en cuarto menguante, y hay una humedad de saliva y un efluvio de astromelias sobre la piel y una respiración y un estremecimiento y un dolor y unos ojos cerrados que se buscan en la llama de la vela y el lento mordisco sobre la aceituna de un pecho sobre la grieta del ombligo que es como un sol oscuro derritiéndose en el cielo de querubines del artesonado. Las sierpes del sueño se le enredan en los ojos, le envuelven el rostro —que se admira desnudo en el espejo— en veredas de sombra, que él aparta como si esa oscuridad estuviera hecha de una materia gelatinosa y fría, y de nuevo hunde sus manos en ese cuerpo que respira bajo el suyo. De nuevo se derrumba como un montón de piedras sobre el fuego, más allá del infierno de Dante. El aire se llena de peces y brillos de escamas, de cabezas de cerdo y panoplias llenas de armas: floretes, desacabezadores de ingenuos, rompeculos, sujeta-mandíbulas, tuestacorazones. Los ojos se abren y son un redondel de luna y ceniza sobre el espejo, un redondel de espuma y ceniza sobre el agua, que los devuelve desde el fondo oscuro por donde navegan las hojas.

Vio las manchas lunares arreboladas en la curva de la espalda, la ascensión del vientre en el tumulto de la noche, el brillo sesgado de las luciérnagas sobre las escaldaduras de la pared por donde chorreaba la lluvia como baba por el cuerpo. Y ahora eran los cuerpos desnudos bajo la lluvia entre los escombros de las ratas y el papel húmedo, bebiéndose el agua de los ojos y del charquito del ombligo, y debajo de las axilas, y de la boca todavía tibia como una fuente de pájaros, hasta ahogarse en una simultaneidad de remolinos como gatos dormidos en la terraza bajo el Diluvio Universal.

Wilfredo Machado
No. 105-106, Enero-Junio 1988
Tomo XVII – Año XXIII
Pág. 36

Wilfredo Machado

Wilfredo Machado

 

Wilfredo Machado

(Barquisimeto, Venezuela, 1956)

Es Licenciado en Letras por la Universidad de Los Andes. Fue miembro de TAL (Taller Autónomo de Literatura) a finales de la década de los setenta en la ciudad de Mérida. En 1986 ganó el Concurso de Cuentos del diario El Nacional. En 1992 obtiene el 2º Premio de Narrativa Breve del ICI, auspiciado por la Embajada de España con la obra Libro de Animales. Durante 1993 cursó estudios en la ciudad de Nueva York. En 1995 ganó el Premio Municipal de Narrativa con Libro de Animales. Ha publicado Contracuerpo, 1988; Fábula y muerte del ángel, 1990; Libro de Animales, 1994 y Manuscrito, 1995[1].

Texto para un último encuentro bajo la lluvia

El hombre despertó de un sueño pesado y confuso. A su lado, la mujer seguía dormida con el pelo enredado como telaraña sobre los hombros. Notó la depresión casi triste de los senos donde la sombra se hacía más espesa, y el camino se abría desde el ombligo hasta la sinuosa abertura del sexo, casi oculto entre el descolor de las sábanas y la luz pálida que se colaba a través de las persianas desde la calle. No recordaba la cara de la mujer, ni el momento preciso del encuentro, si es que hubo tal encuentro; pero ahí estaba el reflejo de la mujer frente a la vidriera bajo la lluvia, el pelo húmedo empegostado al cuerpo, el perfil casi griego detenido entre las luces del aparador, las manos flacas y descoloridas sobresaliendo del guardapolvo. Era un viernes y había un cielo como de ceniza sobre las azoteas. No sé cómo comenzamos a hablar del tiempo y de lluvia y de los cafés y la ópera. Hacía frío y fuimos caminando sin rumbo bajo las hojas aplastadas por la lluvia. Dije que no recordaba la cara de la mujer, pero hay una fotografía manchada y sucia en algún lugar de la habitación. Ella respira como los gatos y trepa sobre la almohada como encerrada en un sueño. Al principio sólo era el ruido de la cremallera en la oscuridad, los zapatos mojados sobre el linóleo, el ronroneo de los gatos en las cornisas azuladas por los reflectores de neón, los muslos suaves como felpa. Invento un camino con mi lengua en su cuerpo. La noche salta desde el vidrio de la ventana arremolinando las sábanas en un desorden de ruidos y siseos como lengua golosa. Bajo el espejo ella ahora sonríe recostada a un sillón de arpillera, y era —casi sin querer, pienso— una piel que comenzaba a romperse con los años, una forma de vengarse ante el espejo que la hacía vieja. Después, apenas un deslizamiento de los cuerpos rodando sobre el linóleo, sobre las arañas de vidrio, sobre el frio de los cristales, sobre el techo que vibraba con el movimiento de las nalgas, como medias lunas cayendo desde el cielo.
Dije que había una canilla mal cerrada en algún lugar de la habitación —creo que no— y que el ruido que produce al chocar contra la alfombra es insoportable. A través de las persianas entra un poco de luz. Ella, lo sé sin necesidad de mirar, sigue parada frente al espejo viendo como envejece su cuerpo; maquillándose las ojeras en la oscuridad, retocando un poco esa marchitez que cuelga macilenta en su rostro. Después, comenzará a vestirse lentamente: los senos lívidos y pequeños en el brasier descolorido por el sudor, el calzón de seda que comienza a subir hasta ocultar el sexo, la franela, el jean. Doy una pitada a mi cigarrillo. Afuera la noche de ha hecho más densa, más silenciosa. Las luces de un automóvil rayan el pavimento a lo lejos; sobre los edificios grises las antenas son esqueletos retorcidos en la neblina. La puerta suena a mi espalda y el ascensor comienza a descender. Ocho pisos abajo, tu figura es un punto inseguro bajo la lluvia; seguramente el pelo húmedo chorreando agua hasta los hombros, seguramente la esquina bajo el farol, seguramente tus ojos levantados a la ventana de un octavo piso, mientras la lluvia deslíe la pintura de tu rostro.
Ahora que estoy solo, voy a acostarme y cerrar los ojos hasta que la última figura salga de la habitación y se pierda en la oscuridad.

Wilfredo Machado
No. 105-106, Enero-Junio 1988
Tomo XVII – Año XXIII
Pág. 31