Obsérvame. Es inútil que vengas cada tarde, llames a la puerta, pidiendo con que calmar tu sed antigua y vigorosa. Es inútil que te asomes ansioso a mis ojos, llenándome las ganas reminiscentes con esa expresión que demanda tiernamente. Escucha. Pierdes el tiempo, porque ya se me pasó la época de conmoverme con sólo mirar la posición de una mano sobre el marco de las ventanas, y yo dejé de creer en las imaginarias formas de las nubes, y si el amanecer tiene colores al igual que el ocaso, yo no comparto su belleza, sino su semejanza, y la música, ¡oh, de veras, las músicas!, ejemplos de organización que forzosamente detesto. Oye: eres bello. Eres bueno. Como un dulce en una vidriera. Desde mi sitio reniego de todas las vidrieras, incluso aquellas que contenían dulces cuando era niña animada. ¿Ves? Pierdes el tiempo, querido; soy porque tuve que dejar de ser la que pudo darte el verdadero gusto, estúpido filántropo, reconóceme eminentemente práctica, objetiva; prescinde de toda la pureza que subrepticiamente pretendes inocularme: no palpito y no me hace falta. Vete, no insistas… mira: las ruedas del sillón que te ha destronado sólo requieren un par de manos para rodar, rodar, rodar…
Martha Yera
No. 76, Marzo-Abril 1977
Tomo XII – Año XII
Pág. 267