Barbacoa

—Mañana vas a hacer barbacoa de conejo —le dijo por enésima vez Antonio a su mujer. Cogió su rifle 22 y se fue al campo como todos los domingos por la tarde.

Subía por verde lomas y atravesaba calveros. Como estaba convencido de que era un cazador desafortunado no se afanaba gran cosa. Le complacía ver al Sol cuando, atrás de un varazal, como vidrio estrellado, se ponía rojo de ira antes de hundirse en cerros azulosos. Un pájaro se ponía a cantar de repente como enloquecido y luego pasaba huyendo y se perdía entre ramajes.

Si veía algún conejo. Éste iba ya dando saltos prado arriba. Antonio sabía que iba a correr unos cincuenta metros, se detendría algunos segundos moviendo el hocico y que salvaría una distancia semejante para refugiarse en una barranca o en un matojo. Entonces con mil precauciones había que encontrarlo para dispararle. No lo lograba porque lo distraía una brillante nube, estirada como flecha de oro, o una flor que curioseaba en la grieta de una peña.

Aquella noche entró Antonio en su casa y se extendió en la cama con un profundo suspiro.

—Qué, ¿vamos a comer la barbacoa mañana? —le preguntó su mujer con velada ironía, como lo había hecho muchas veces.

—ya no esperes nunca el famoso conejo. Figúrate que lo vi, lo seguí el tramo que sabes, luego empecé a buscarlo con paciencia y tiento y lo encontré. Allí estaba como temblando. Le apunté, pero algo se movió junto a él. Me fijé bien: eran dos conejitos así de chiquitos.

Norberto García Jiménez
No. 55, Noviembre 1972
Tomo IX – Año IX
Pág. 341