El pueblo idiota


En aquel pueblo la cojera se considera elegante y, cuando nacían, a los niños les cortaban el pie izquierdo.

Alguien pensó que era una costumbre bárbara, pero se calló por temor a las burlas y a las represalias.

Pasados muchos años se atrevió a decirlo. Le abofetearon, le escupieron. Terminaron por matarle a pedradas.

La sabiduría de los antiguos introdujo esta práctica sanitaria. Regular el riego sanguíneo. Sin esta mutilación la vida sería insoportable. Todo se explica. Las mujeres están mejor dotadas por la naturaleza. La menstruación…

Y hablan, hablan, hablan…

A. F. Molina
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 454

Creencia antigua

Según una creencia muy antigua se dice que si una persona se acuesta con sed de beber agua y así se duerme, su alma sale de su cuerpo y se convierte en una paloma, la cual busca afanosamente donde sacar su sed, pero que entonces puede aparecerse algún gato vagabundo y devorarla y el durmiente ya no despierta nunca.

Ricardo Fuentes Zapata
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 451

Que no hay delito mayor

El río lo recibió con un movimiento brusco y disforme, ocultándole sonidos, colores, aire fresco, para empujarlo al fondo. Arrepentido del salto, manoteó desesperadamente, hasta distinguir la lancha que acudía a rescatarlo. Cuando los policías lo subían, recordó que todo intento de suicidio estaba penado por la ley. Entonces, en un gesto final, irrevocable, se desprendió de sus captores y saltó al río, esta vez para huir de algo concreto.

Juan Armando Epple
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 450

El milagro

Alguien lo vio descender del monte. No comía, ni bebía, ni dormía; sólo nos miraba, siempre nos miraba con sus grandes ojos grises, sigiloso y triste. A veces la inquietud nos despertaba y lo veíamos a media pieza, silencioso, contemplándonos. Por eso lo aborrecimos y lo arrojamos al pozo seco. Después llenamos el pozo de piedras.
Una noche, mientras dormíamos, un maullido lastimero, como gemido de niño recién nacido, se regó por las calles del pueblo. Atravesó las paredes, entró a las casas, se subió a los catres, perforó nuestros oídos y rebotó dentro de nuestras cabezas, despertándonos. Desde entonces oímos, porque antes, todos los del pueblo éramos sordos.

Amós Bustos T.
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 449

Listo

A mis espaldas han llegado unos pasos que no conozco. Una voz se impregna en mis oídos. Me vuelvo distraído, simulando indiferencia.

Ante mí un hombre se limita a mirarme. No recuerdo haberlo visto nunca. En sus manos una carpeta de piel negra y arrugada. Por varios minutos el silencio. El hombre ha levantado el labio superior y de su garganta vuelve a salir punzante, adolorida, la misma interrogante:

“¿Estás listo?” “Sí”, respondo. Ahora es el hombre el que se vuelve. Hace unas cuclillas y se aleja. Lo veo perderse en las sombras. Miro al cielo donde se apagan las estrellas y repito: “Sí, estoy listo”. Después, con el silencio de la noche, me voy a casa.

Holmes Ocaña González
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 447

El camafeo


El camafeo tiene partes movibles en la cara. Todas desempeñan el mismo papel. El camafeo es pesado. No es algo que pueda usarse en un vestido. Se ve mejor en algún lugar en donde uno colocaría un reloj de pared; por ejemplo, en la repisa de una chimenea, con un fuego de troncos abajo, lo que imprimiría al dramático mecanismo un pathos doméstico.

Cuando al camafeo se le mira correctamente, las partes actúan de esta manera: El y ella están caminando a lo largo de la parte superior de un acantilado. Uno puede sentir el césped yesoso primaveral y hacia la izquierda se abre una gran extensión de precipicios. El horizonte parece interminable. Los dos caminan lado a lado, silenciosos, sin tocarse. Ella da un paso hacia la derecha, más allá de la orilla del acantilado. Él, intentando detenerla la agarra por el brazo, pero su ímpetu los hace caer hasta un banco de arena verde a escaso medio metro más debajo de la cima del acantilado. Él casi le ha zafado el brazo al tratar de salvarla. Ella se queda y mueve el miembro engarrotado, gritando y acusándolo. Él inclina la cabeza sobre sus brazos. Él también llora.

Su mecanismo no requiere de ningún cuidado. Es automático. Puesto en un marco de plata, puede llevarse al camafeo de cuarto en cuarto. Pero el camafeo prefiere el cuarto de estar, el fuego de la chimenea, las risas y una agradable compañía que ondule las cortinas de damasco.

El camafeo maravilla a los niños y los adultos están orgullosos de él.

Brian Swann (traducción de María Rosa Fiscal, en “El Heraldo”
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 436

Los microsabios

En cierto lugar del universo existe un planeta habitado por seres tan gigantescos, que nuestro mundo cabría varios millones de veces en la palma de la mano de un de ellos. Pero sólo viven cien años, cuando más. Por eso no han podido descubrir el secreto que nosotros conocemos y que nos permite ser inmortales, a pesar de estar tan chisgarabitos.

Amós Bustos T.
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 434

Prefacio al preámbulo de un cuento

Me veo en la penosa necesidad de contarles un cuento. Un cuento corto, pero eterno… Un cuento de alboroto, donde haya mucho silencio.

Prefiero no ser inoportuna en esos momentos; y por consecuencia les pido si quieren no guarden el silencio requerido, o el suficiente para oír. Si tiene algo pendiente, puede lavarse los dientes y al mismo tiempo prestar atención.

Me pidieron, ahora lo recuerdo… un cuento que dure el amanecer, sin tema, sin profundidad, y con un poco de letras que unidas formaran unas dos o tres palabras, para que así lo puedan leer. No recuerdo qué tipo de fábula o anécdota me pidieron, existen heroicas, dulces, o bien las melancólicas.

Ahora que pronuncio las últimas palabras del prefacio de éste cuento, olvidaba que entre mis manos ha escapado la idea de lo que les quería yo contar. Más prefacio se queda, y al mismo tiempo cuento puede ser. Sería entonces el cuento del poeta que escribía el prefacio de su cuento, y que al amanecer volaron las ideas; y si algún día tú recoges una de éstas, diviértete con ella, podrás hacerla escultura, o bien traducirla en música o utilizar la hoja y el tintero…

Y cuando el poeta del prefacio de este cuento, sepa que sus ideas no se olvidaron, podrá seguir escribiendo o más bien escribir el cuento del preámbulo, que ahora ya está hecho.

Diana Gutman G.
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 433

Mala suerte

Era un gran historiador. Vivía sumido en sus estudios, sumergido en el polvo de los archivos, entre vetustos documentos. Un día decidió dejar todo, y penetró en el pasado. Mas allí le disgustó la falta de higiene y de comodidades adecuadas, así que se trasladó al futuro. Desgraciadamente tuvo mala suerte. Apenas llegó, fue muerto por la explosión de una bomba atómica.

Juan de Wyskota Z.
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 427

No somos nada

—Guardar tanto libro, estudiar tanto —repetía el gringo Ebers, cada vez más atónito, mientras la patrulla leía títulos y el jefe dictaminada para que vengan cuatro milicos a quemar lo que quieran, y todavía cuadrándose, a cada veredicto, a la orden cabo Gutemberg.

Juan Armando Epple
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 426

Labor cumplida

Reían. Mirándose brindaron. Tintinearon los cristales. Histéricamente desesperados se abrazaron. La poción desgarró sus gargantas. Un inmenso estremecimiento los desplomó espantosamente. Sus monumentales cuerpos desnudos rodaron sobre la cálida alfombra verde y las seis caras convexas de la alcoba giraron vertiginosamente en la pantalla espectral de sus cuatro vistas haciéndoles comprender que sus indóciles vidas habían sido un quimérico caleidoscopio de parpadeantes estrellas y fosforescentes lentejuelas en las que todos los espacios se apretujaban tenazmente formando pequeñísimos puntos que agregados componían inconmensurables planos esféricos unidos entre sí hasta constituir verdaderas moles informes sobre las cuales se descargaban caudalosamente los colores como lluvia celeste de goterones terriblemente hermosos y que el tiempo fue sólo una rueda loca sin eje en donde todos sus calendarios se repitieron sin descanso mordiéndose la cola como un mitológico monstruo de múltiples cuerpos con una sola fauce por la que pasaban navegando a través de los limosos océanos de la fantástica baba burbujeante sus inclementes años fastidiosos compuestos por la gigantesca sumatoria de fracciones infinitésimas de segundos acumulados en el círculo milenario de caóticas vastedades temporales. Una insistente melodía entorchó el ambiente. Entró y calló al picot. Cerró los vidriosos ojos. Recogió las copas. Salió complacido. Reía.

José Cardona López
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 425

Cuestión de ver

Dicen, que porque tengo la boca en el ombligo, soy un ser extrañísimo, sin embargo, yo no lo veo raro.

Dicen, que porque tengo las manos en la cara y las orejas en los muslos, soy algo monstruoso, sin embargo, tampoco lo veo extraño. Pero… claro, es posible que sea la costumbre.

Quizás pudiera ver las cosas diferentes si no tuviera ojos en los pies.

Eugenio Zamora Martín
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 423

In memoriam

“Viviste una larga vida y fuiste siempre fiel al principio de rechazar todas aquellas ideas que no pudieses poner en práctica. Por eso disfrutaste de grandes placeres, acumulaste inmensas riquezas y asimilaste toda la sabiduría humana. Sin embargo, al final de tu carrera descubriste que, muy a tu pesar, no habías realizado todo lo que habías pensado. Había placeres que nunca disfrutarías, riquezas que nunca poseerías y misterios que jamás desentrañarías. Llegaste a la conclusión de que la única idea que podías realizar cabalmente, era la de tu propia destrucción. Y te suicidaste.
Tu ejemplo es nuestra guía y nuestra máxima aspiración es alcanzar las alturas que tú alcanzaste. Y mientras no estemos preparados para tomar la sublime decisión que tú tomaste, seguirás viviendo en nuestros corazones”

Amós Bustos T.
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 419

La carta


Entre todas las cartas que llegaron aquel día había una que no quise abrir.

Así ha quedado.

La carta envejece y he de alimentarla.

La lavo, la coso, la plancho, la afeito. Discutimos. A veces he de amarla. Nos abrazamos enternecedoramente.

No es un símbolo pero parece que el tiempo pasa más de prisa para ella. Algún día me complaceré en asesinarla.

A. F. Molina
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 416

Pericias del soldado

Yo le dije al mariscal del campo con todo respeto: —Usted me envía al matadero. Está previsto que en este ataque nadie escapará con vida. Ahora bien, usted me obliga a disparar con ese torpe fusil que tiene un corcho en la punta, mi general. Usted me dice que esperamos la hora cero para asaltar al enemigo que nos espera con las ametralladoras camufladas en las casamatas. Mi capitán, no es que yo sea cobarde. Saludo a la bandera antes de partir, soy joven, difícil sostener que tengo derecho a la vida porque la guerra es la guerra, eso está claro, mi cabo, pero el hecho de que yo me haya enredado con su mujer, después de todo, se puede arreglar con un trato de caballeros. En todo caso cuando se acueste con ella dígale que mis últimas palabras fueron: ¡Viva la patria, viva el amor!, pero no le dé mayores detalles cuando se ponga a llorar y salga a buscarme en medio de la noche, mi sargento cornudo.

Alfonso Alcalde
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 415

El día menos pensado

Tenía que ser ahora. Precisamente cuando hundía su cara de ratón entre aquellos hombros olorosos a farmacia.

La luz la apagó ella antes de entrar —pueden espiar, dijo—. De él, no sabía ni quién era. Se lo imaginaba, si acaso por los lentes gruesos y verdes, como una botella de sidra y por su aliento a cerveza. Bien podría tratarse de un burocrático maestro de escuela. Además, se había estado quejando de agruras y eructaba con frecuencia.

Ella, como si nada, pareció deslizarse dos litros de espuma contenida en envases ambarinos —casi negros— antes de llevarlo a su húmeda habitación, tercera del lado derecho.

Y ahora… cuando ya comenzaba a sentirla como suya, se presenta esa maldita secreción de cultura. Él ya se había dado cuenta. Algunas veces le ocurría delante de la gente. De pronto, sin sentir más que una heladez interna, (el, que de termodinámica y cosas como el sentido en que ocurren las transformaciones no entendía una palabra) le afloraba la cultura en forma de un líquido viscoso, seminal, podrido casi, por todos los poros. Ella, que sabía por experiencia cómo sudan esos burócratas, no podía entender el fenómeno. Buscó a tientas el encendedor y le alumbró el cuerpo. Tenía que creerlo, a pesar de todo. La cama comenzaba a inundarse hasta volverse pesada, pegajosa. Entonces vino aquello de la presión y el espanto de ver licuadas todas las horas de encierro, estrellándose sobre las cuatro paredes como un insecticida. Ella no tuvo tiempo ni fuerzas para moverse. Él tampoco.

Cuando su mujer lo despertó, se dio cuenta de que todo estaba en su lugar. Incluso su piel estaba intacta.

—¡Maaax… Maax! …ah que pinche maridito tan roncador éste. Y gritón, pa´cabarla de joder.

Ariel Lemarroy
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 413

Trancisión

Son las once de la mañana cuando una bandada de mariposas pasa frente a mi ventana en dirección al río. Observo reposadamente una que se posa a la orilla de una charca, junto a ella tres o cuatro libélulas de membranosas alas transparentes y cuerpo rojizo, se mueven delicadas, unas veces tocando el agua y produciendo círculos concéntricos que se diluyen con el viento, otras subiendo hasta los cables de energía eléctrica. Una rana bosteza y salta. La mariposa continúa su viaje, al momento que otra gran cantidad de ellas se aproxima, salgo de mi casa con una escoba de malva, tiro hacia el aire tapizado de alas amarillas, he conseguido derribar no menos de diez que aletean ahora en el suelo, entre el lodo, con cuidado desprendo una de las derribadas. Las alas parecen de terciopelo muy delicado. Levanto la vista y en el aire irrumpen millares de ellas que cubren el cielo, y todo lo que acierto a ver es un amarillo limón que parpadea. Mi cuerpo ahora es amarillo y tengo miedo, trato de correr pero no puedo, sin embargo vuelo. Una rama golpea mi cabeza, un niño ríe y me toma entre sus manos.

Rafael Álvarez Ragazzo
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 409

Los que llegaron

Los que llegaron de Irlanda, pobres e ignorantes campesinos malhablados, crearon la esclavitud más grande de toda la historia; los que llegaron de Inglaterra, mataron hasta exterminar a las razas rojas. Los llegados de Italia, pusieron en práctica, bajo la ley de la Omerta, su sistema mafioso; los venidos de Alemania, propiciaron la iniquidad. Los judíos, venidos de todo el mundo, industrializaron hasta romper la ecología, saturar de “smog”, aumentar el número de paranoicos y esquizofrénicos e inventaron las guerras por el gusto de tenerlas y comerciar con ellas en exclusividad, haciendo caso omiso de honores patrióticos y demás condiciones guerreriles de la humanidad. Los venidos de otras partes del planeta, son tan insignificantes que no vale la pena tomarlos en cuenta. Así, de todo este país, de toda esta incultura, sólo podría hacer el amor con un negro.

Hugolina Finck Pastrana
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 408

Pecado original

Don Ponciano tenía a su cargo el Jardín Edén, el más bello de la comarca. En los concursos anuales obtenía uno de los tres primeros lugares. Había dedicado muchos años y lo mejor de sí propio al cultivo de las plantas, su mayor preocupación era no mezclar especies que no armonizaran, ni intercambiar pólenes en forma indiscriminada. Por eso le produjo un gran impacto saber que Clavelina, una de sus hijas predilectas, andaba enredada en oscuros amores con uno de los cardos jóvenes.

Don Ponciano la interrogó acremente; que cuándo habían iniciado sus encuentros; que si llegaron a…, bueno, al intercambio de pólenes… Clavelina bajó sus rojos pétalos, avergonzada, y negó, moviendo su grácil tallo de izquierda a derecha.

La negativa calmó un tanto a Don Ponciano, aplacando su ira. Pero al llegar la primavera, el delito salió a la luz y unas curiosas flores espinudas brotaron en los ahora múltiples tallos de Clavelina.

El viejo, en medio del dolor y la indignación, decidió castigar ejemplarmente a los desdichados, para que aquella enojosa situación no volviera a repetirse en su jardín.

Desde entonces, los cardos crecen entre peñascos, en tierras secas y agrestes, y las clavelinas, al llegar su florescencia, inclinan sus tallos llenas de vergüenza.

Edmundo Moure Rojas
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 407

Azogue


Pobrecita Alicia. Aunque la razón te decía no puede ser, intuías que siempre es más fácil recordar las cosas que sucedieron la semana que viene, intuías que primero está la cárcel, después se dicta la sentencia condenatoria y por último se comete el crimen; intuías que la herida sangrante sólo sobreviene después del dolor, ¿Pero quién cree en la dichosa intuición femenina? Nadie, ni siquiera las mujeres. Sólo ahora estás segura de que no te equivocabas. Ahora: el día que cumples veinte años, cuando al levantarte vas a mirarte en la luna azogada del espejo y descubres, del otro lado, la imagen decrépita de una anciana que babea y te mira a su vez; ella te mira, la miras, las dos se miran y se ven y piensan que sí, que es cierto, que siempre es más fácil recordar las cosas que sucedieron la semana que viene, el mes que viene, el año que viene, el siglo que viene.

Eduardo Gudiño Kieffer
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 405