Tenía que ser ahora. Precisamente cuando hundía su cara de ratón entre aquellos hombros olorosos a farmacia.
La luz la apagó ella antes de entrar —pueden espiar, dijo—. De él, no sabía ni quién era. Se lo imaginaba, si acaso por los lentes gruesos y verdes, como una botella de sidra y por su aliento a cerveza. Bien podría tratarse de un burocrático maestro de escuela. Además, se había estado quejando de agruras y eructaba con frecuencia.
Ella, como si nada, pareció deslizarse dos litros de espuma contenida en envases ambarinos —casi negros— antes de llevarlo a su húmeda habitación, tercera del lado derecho.
Y ahora… cuando ya comenzaba a sentirla como suya, se presenta esa maldita secreción de cultura. Él ya se había dado cuenta. Algunas veces le ocurría delante de la gente. De pronto, sin sentir más que una heladez interna, (el, que de termodinámica y cosas como el sentido en que ocurren las transformaciones no entendía una palabra) le afloraba la cultura en forma de un líquido viscoso, seminal, podrido casi, por todos los poros. Ella, que sabía por experiencia cómo sudan esos burócratas, no podía entender el fenómeno. Buscó a tientas el encendedor y le alumbró el cuerpo. Tenía que creerlo, a pesar de todo. La cama comenzaba a inundarse hasta volverse pesada, pegajosa. Entonces vino aquello de la presión y el espanto de ver licuadas todas las horas de encierro, estrellándose sobre las cuatro paredes como un insecticida. Ella no tuvo tiempo ni fuerzas para moverse. Él tampoco.
Cuando su mujer lo despertó, se dio cuenta de que todo estaba en su lugar. Incluso su piel estaba intacta.
—¡Maaax… Maax! …ah que pinche maridito tan roncador éste. Y gritón, pa´cabarla de joder.
Ariel Lemarroy
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 413