El atardecer y la muerte

De tiempo acá el joven esperaba con cierta ansia o impaciencia al atardecer, la soleada tarde, el triste ocaso. Apenas el sol pretendía ocultarse cuando el joven ya lo perseguía; y así para cuando el sol empezaba a recortarse en el confín o en el sinfín del mundo, el joven casi lo alcanzaba, y así de tarde en tarde. En la noche, de regreso, feliz, la esperanza estaba puesta en la siguiente tarde. Entonces, no siempre, algún viejo se cruzaba en su camino en aquellos vastos campos.

El joven creía perseguir al sol y a la inefable belleza de su ocaso; se decía a sí mismo que su alma o su corazón de poeta necesitaba ese alimento. En realidad, no amaba tanto al sol ni a la innegable belleza de su puesta, sino que amaba el alegórico sentimiento de muerte que el atardecer le producía. Amaba la muerte, y lo que estaba buscando y persiguiendo cada tarde era la muerte, sin saberlo él, clara o conscientemente. Lo supo, lo que se llama saberlo, hasta que la encontró aquella noche, hasta que la vio y la contempló horrenda, tal cual era.

Todo sucedió en la negra noche más negra que las otras cuando vino el viejo y le dijo que él era la muerte, que al fin la había encontrado. Le dijo que había descubierto el secreto en sus ojos, en esos ojos verdes y cafés que Dios le había otorgado; le dijo que no se extrañara de su aspecto, mundanal, y simple, pues la muerte, a despecho de lo que creen los más de los humanos, no es un personaje, es más bien un mensaje, el único mensaje que dios concede a los humanos. Y Dios dispone, concluyó sin apearse del caballo, que hoy te encuentres con la muerte. El joven vio brillar bajo la cintura del viejo un hermoso alfanje y, atemorizado, retrocedió por un momento; más acicateado por su orgullo de joven, tal vez también por su necedad de joven, se adelantó y dijo:

—No me asustas: no he creído una palabra de cuanto has dicho.

El viejo sonrió con amargura, también con burla.

—¿No me has creído, eh?

Un alfanje brilló en la noche y un caballo se desangró en el acto. “Es una ofensa a Dios, una impiedad, buscar la muerte con la disposición con que tú lo has hecho”, dijo mientras daba media vuelta y se alejaba.

Yo, con el susto metido muy dentro de la carne, todavía lo vi hundirse en la negrura de la noche hasta que las sombras se lo devoraron.

Vicente Muñoz Aguilar
No. 94, Septiembre-Octubre 1985
Tomo XIV – Año XXI
Pág. 791

Yo soy

No recordaba ni padres ni abuelos, no recordaba quién era; y sin embargo me recordaba desde siempre. Muchísimas veces tuve la fatal certeza de serlo todo: tal idea me aterrorizó y me sentí muy solo. Otras, no menos horribles y desesperantes, supe que lo sabía todo y el comprobarlo me angustió y me lamenté de mi pobre destino. Que hago, me dije. Qué es y para qué mi existencia, me volví a decir. En definitiva, me sentí inútil.

Entonces hice y deshice lo que quise: todo lo pude. Probé infinitas cosas: siempre me fue igual, pues todo lo pude. Me creí un loco, un demente. Otras veces creí estar soñando y me consolé diciéndome que simple y llanamente dirigía yo mismo mi sueño y que eso lo explicaba todo. Tampoco faltó la vez que me creí producto de un soñador, de una mente perversa. ¡Qué no conjeturé!

Per cuando llegaron los hombres y se postraron ante mí, supe quien era: Yo soy Dios.

Vicente Muñoz Aguilar
No. 89, Enero-Febrero 1984
Tomo XIV – Año XIV
Pág. 138