La abuela padecía una rareza: decía que al mirarse las manos su línea de la vida se extendía, por lo que viviría más y más, mientras que sus descendientes más jóvenes iríamos envejeciendo y muriendo. Un día decidí comprobarlo “No” gritó la abuela. “No” grité yo. Ese día ambos salimos para siempre de la casa. Ella al panteón y yo al tutelar.
Erika Pérez Nucio
No. 127, Enero – Junio 1994
Tomo XXIII – Año XXX
Pág. 107