Fin de metástasis

Se cuela por la nuca y ocupa sus dominios, opacando con su vaho el mundo. Entonces hay que correr al botiquín a atragantarse de calmantes, como si a él le importara.

Para evitarlo, surge el contorsionista y queda mi cuerpo de feto apretando su cabeza contra el muro. Así consigo disminuirlo, pero sólo mientras regresa el alud de carne fundida a dejarme como un puro dolor flotando en mi miedo de suicida.

El consuelo de otros pica como taladro de vidrio en el centro mismo del tumor. Toda luz es punzo cortante, pero detrás de los párpados sólo hay giros afelpados, motas brillantes que ruedan y surgen como lluvia sobre un farol, haciéndome volver cuando el vómito me cierra las fosas nasales.

Con el cáncer jineteándome alguien me abraza, y yo el dolor, atrincherados detrás de los lentes negros, nos alejamos gesticulando, convencidos de la eternidad del tiempo.

Ahora resoplo acunado en un rincón del baño, pues él se desliza por mis tendones llenándome los ojos de agua incomprimible, inclinándome la cabeza, con estas sus carreras que son un alivio peligroso.

Pavlov y el perro me rompen agujas en los nervios.

En el espejo no reconozco los cuatro ojos vidriosos que se miran como esperando ansiosos el sopor que hay allá donde nunca alcanzaron a mirar.

Rodolfo Gracida Solano
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 227