En una caja


Después de un rato se decidió a abrir los ojos, simplemente para descubrir que su situación era la misma. El sudor aún se le escurría por el cuello como hilo de agua, reproduciéndole una insoportable sensación de terror. Y no era para menos; después de todo se encontraba encerrado solo y a oscuras en una caja desde…

Lo ignoraba; ya había perdido toda noción de tiempo.

Se preguntó si toda la gente se sentiría igual llegado el momento. Supuso que no, pues no debía sentirse nada, ¿o sí? Intentó llevarse una mano al cuello para desanudar la ridícula corbata de moño, pero no lo consiguió: su cuerpo comenzaba a ponerse tieso y el espacio le parecía increíblemente reducido.

No había percibido el menor movimiento, hasta entonces. Escuchó voces afuera, en el momento en que la caja empezó a descender. No pudo evitar un vergonzoso sollozo de angustia, y se alegró de que nadie lo hubiera escuchado.

Recuperó la compostura, e intentó gritar, emitiendo un débil gorgoteo que ni él mismo estuvo seguro de escuchar.

Cuando la caja tocó fondo fue como llegar al mismo infierno. Cerró los ojos e intentó rezar lo poco que podía recordar. Todo a su alrededor retumbó de repente.

Se llenaron los ojos de lágrimas, cuando las puertas se abrieron, y el hombre de overol rojo dijo:

—Tranquilo, jefe. El ascensor está reparado.

Mariana Vega
No. 134, Enero-Marzo 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 108