La inventora

Te espero. Yo, que no te conozco, te espero. Imagino la escena y en lugar de imaginarla parece que la recordara.

Tú llegas. Eres pequeña, morena, apenas tienes gestos: tu mirada abarca todo lo posible y te entretienes, antes de entrar, en dejar que tu mirada invente cosas a todo lo que me rodea.

Inventas una ventana grande, por ejemplo, y yo por ella te miro envuelto en tenues hojas que tú inventas para ese momento.

Inventas palabras también.

Y yo espero. Caminas apenas, y te acercas, pero ninguna palabra podrás decir hasta que las mismas palabras se digan.

Pienso, curiosamente, en que debo besarte. Que es el atardecer, que el viento sopla suavemente, que una canción se escribió hace mucho para este momento, que debo abrazarte, que debo decir antiguas palabras, dejarme estar en esa quietud de perdidos instantes.

Espero. Caminas —en esta historia que imagino o recuerdo, no sé— y sonríes. Apenas sonríes. Y entonces inventas mi cara, mi cuerpo, mis manos, mis gestos que se acercan y te abrazan, te besan, se dejan estar bajo la tenue llovizna del atardecer.

Y yo me miro y te miro. Abrazas mi memoria y tu invento, te quedas en él, despacio dejas de inventar cosas y regresas.

Apenas si puede alcanzarte alguna de mis voces. Parto junto a tu sombra. Me miro ir. Ningún invento queda en mis manos.

Vuelo.

Te espero.

No recuerdo si fue ayer o mañana.

Espero.

Vagamente se que me detendré en el tiempo, que olvidaré el viento, que escribiré un poema.

Alberto C. Vila Ortiz
No. 65, Junio-Julio 1974
Tomo X – Año XI
Pág. 665