Cálculos de amor

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Ella estaba completamente desnuda.

—¡Oh delicioso tesoro mío! —exclamaba él, trastornado de placer—; yo te amo, te amo con el alma y los sentidos.

Y en sus arrebatos de pasión le prodigaba los más tiernos y cariñosos nombres.

La había deseado largo tiempo, entre suspiros, lágrimas y súplicas, y, por fin, la ingrata había consentido en despojarse por vez primera de sus elegantes vestidos, que tantos encantos ocultaban.

Sin embargo, él no se precipitó con el furioso arrebato de la pasión sobre el cuerpo adorado; todo lo contrario: con la más perfecta calma, se acerca a un pequeño mueble estilo Renacimiento, con instrucciones de marfil y oro, y sacando una cinta de raso de un metro de larga, se vuelve hacia su amiga, que le espera recostada sobre el mullido diván, y empieza a medir toda la superficie de su torneado brazo.

—Pero, ¿qué haces? —exclama la niña estupefacta.

—Espera —le responde con un gesto— No te muevas

Pasó la cinta desde la raíz de sus dorados cabellos hasta la rosada punta de su pie; todo, todo lo midió con febril ardor, interrumpiéndose muchas veces para entregarse a algún cálculo mental.

—¡Seis mil cuatrocientos!

—¡Seis mil cuatrocientos! —repite ella, creyéndolo loco.

—Sin que exista error, es decir, que la superficie de vuestro divino cuerpo, medida por su cara anterior —es preciso reservar la posterior para el porvenir —se compone de seis mil cuatrocientos centímetros, de un cutis más fino y perfumado que la rosa; de manera —prosiguió entusiasmado, pero metódico— que suponiendo que un beso mío cubra tres centímetros de tu piel, necesitarán mis labios apoyarse sobre ella dos mil ciento treinta y tres veces, para cubrirla toda; me parece, querida mía, que aunque mis labios persistan una hora o dos, habrá algunos de más larga duración…

—¡Pero, Dios mío, entonces esto no acabará nunca!

—Es que, adorada mía, nuestro amor durará hasta la consumación de los siglos.

Y, postrado de rodillas, comenzó a besar la puntita de su pie desnudo, que colgaba fuera del lecho, haciendo trampas para prolongar la caricia

Catulo Mendes
No. 56, Diciembre 1972 – Enero 1973
Tomo IX – Año IX
Pág. 398

La lección

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Llamé suavemente a la puerta de la más hermosa e ingrata de las mujeres, de aquella que me amó largo tiempo: ¡oh, sí, largo tiempo!: de abril a abril. Largueza meritoria de ternura.

—¿Quién está ahí? —respondió ella desde dentro.

—El que te adora, amada mía—respondí—, y a quien tú desdeñas.

—Amigo mío, no es propio de un hombre cortés venir a molestar a las personas en el momento de meterse en el lecho; continuad, os lo ruego, vuestro camino.

No insistí más y me retiré triste y cabizbajo, pensando que las jóvenes bonitas se complacen en cambiar a menudo de amante; desechan al viejo por el que se presenta hoy ofreciendo nuevas caricias.

A pesar de todas estas reflexiones, volví sobre mis pasos y llamé otra vez a la cerrada puerta de aquella mujer que ya no me amaba

—¿Quién es? —Respondió con enojo—. ¡Cómo! ¿Sois vos todavía?

—No, es otro, amiga mía, os lo aseguro, otro que se muere de cariño y que desea besar nada más la puntita de ese lindo pie que asoma por debajo del vestido.

No respondió al pronto; sin duda se entregaba a sus meditaciones.

—¿Otro? —respondió al fin.

Creí por un momento que iba a enternecerse, pero prosiguió con tono duro:

—Os repito que es muy inconveniente venir a turbar el sueño de las personas cuando éstas se disponen ya a cerrar sus pupilas; seguid en buena hora vuestro camino.

Yo entonces le pregunté desolado:

—Pues que, para ser acogido de nuevo por vos, ¿no es suficiente, querida infiel, haber variado en absoluto, ser, en una palabra, completamente desconocido?

Escuché detrás de la puerta una risa contenida.

—Aprended —me dijo por último—, y sírvaos esta lección para lo sucesivo; no es suficiente, ni satisface a una mujer, recibir el mismo beso de un hombre dado de diferente manera; esto hastía, causa molestia; es preciso, para sentir el goce, que sean otros los labios que lo den.

Catulo Mendes
No. 56, Diciembre 1972 – Enero 1973
Tomo IX – Año IX
Pág. 397

Catulo Mendes

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Catulo Mendes

(Catulle Mendès)

(Burdeos, 22 de mayo de 1841 – Saint-Germain-en-Laye, 7 de febrero de 1909)

 Escritor francés del parnasianismo.

Descendiente de una estirpe de judíos portugueses por parte paterna. Su madre era católica. Su abuelo fue un banquero judío amante de las letras que amaba especialmente la literatura latina, de ahí que su hijo se llamase Tulio y su nieto Cátulo (Catulle) en honor a los dos grandes poetas clásicos. Catulle Mendès pasó su infancia viajando por toda Europa debido a los negocios de su padre y parte de su adolescencia en Toulouse. Partió para París en 1859 en busca de la gloria literaria; formó parte del círculo de amigos de Théophile Gautier y desposó a su hija Judith en 1866, a pesar de la negativa del padre de ella. Se dio a conocer en 1860 al fundar la Revue fantaisiste, en la que colaboró en particular el narrador Villiers de l’Isle-Adam. En 1863 publicó su primer poemario, Philoméla.

Tras un viaje a Alemania, donde se matriculó en la Universidad de Heidenberg, donde vivió al límite la vida estudiantil, incluyendo los duelos a espada. Allí se volvió un gran admirador y defensor del compositor Richard Wagner, al que dedicó dos obras: Richard Wagner y L’oeuvre wagnerienne en France.

Formó tertulia en casa de Louis-Xavier de Ricard, adonde acudían Leconte de Lisle ensuite, où François Coppée, Léon Dierx, José María de Heredia y Théodore de Banville. Bajo el impulso de Ricard y Mendès nació el Parnasse, del que Mendès se constituyó en historiador al publicar más tarde La Légende du Parnasse Contemporain (1884). En la revista Le Parnasse Contemporain que dio título a la estética parnasiana participó activamente. La amistad entre Mendès y Gautier, sin embargo, no duró. Hacia 1869, Catulle Mendès empezó una relación con la compositora Augusta Holmès que le dará cinco hijos antes de separarse en 1886, tres de los cuales fueron pintados por Auguste Renoir (Les Filles de Catulle Mendès). Una de ellas, Hélyonne, se casará con Henri Barbusse. Mendès matrimonió con con la poetisa Jeanne Nette, quien será su última compañera y de la que también se encontraba separado en el momento de su muerte. Su actividad en el campo de la crítica teatral le procuró un incidente con el director Aurelien Lugné-Poe que, tras una crítica furibunda publicada en La Revue Blanche fue respondida mediante un artículo de Lugné-Poe en La Presse. El cruce de insultos entre ambos desembocó en un enfrentamiento en el campo del honor. El 20 de julio de 1897 se cruzaron las espadas en el bosque de Saint-Germain, quedando el resultado en tablas al negarse Mendès a continuar luchando contra un Poe que retrocedía en cada embestida de su adversario. En otra ocasión, y con motivo de la representación de una versión de Hamlet, cuyo papel interpretaba la actriz Sarah Bernhardt, el crítico George Vanor criticó el atrevimiento de la actriz en representar un papel tan clásico y meterse en la piel de un hombre. Mendès, gran amigo y defensor de la diva, le insultó y llegó a agredirle. El duelo no se hizo esperar. Se batieron a espada el 23 de mayo de 1899, resultando Mendès herido debajo del ombligo por una estocada de su adversario. En un primer momento la herida preocupó a los médicos pero finalmente se recuperó. El cuerpo sin vida de Catulle Mendès fue descubierto el 7 de febrero de 1909 en el túnel de ferrocarril de Saint-Germain-en-Laye. En principio se sospechó que había abierto la puerta de su vagón y se suicidó, pero las investigaciones posteriores llegaron a concluir que iba dormido y el tren se detuvo en el túnel próximo a la estación. Mendès, que salió de la estación de Saint-Lazare de París a las 12:13 horas para regresar a su casa en Saint-Germain, creyó haber llegado a su destino y abrió la puerta para apearse; en ese instante el tren reanudó su marcha y Mendès perdió el equilibrio cayendo a la vía y siendo atropellado por el convoy. El reconocimiento del cadáver reveló que tenía una fractura de la parte posterior de la caja craneal con pérdida de masa encefálica, el brazo y el pie derecho mutilados y un hombro dislocado. Pese a ello no se sabe si murió instantáneamente o quedó en la vía moribundo y fue atropellado una segunda vez por el tren de las cuatro de la madrugada que se dirigía a París. La fiscalía de Versalles recibió una carta anónima en la que se aseguraba que había sido asesinado, pero todo hacía suponer que era autoría de un bromista macabro. Este trágico final había sido sugerido por él en una reunión entre amigos, lo que hizo las delicias de los aficionados a lo paranormal que vieron en su temor a morir solo y en la noche, un caso de precognición muy divulgado en los foros de lo sobrenatural.

Aunque escribió narrativa (Vida y muerte de un clown, 1879; Monstruos parisinos, 1882), teatro (Medea, 1898; Le Fils de l’étoile, 1904; Scarron,1905), ensayo (L’Art au Théâtre, 1895-1897) y libretos de ópera, es conocido sobre todo como lírico por libros como Filomela, 1864; Héspero, 1869 etc.)[1].

La gratitud

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Con los negros y sedosos cabellos esparcidos por la almohada de encaje y raso, y el delicioso abandono de una muerta que conserva el calor, la amante Lise de Belbelise está reclinada, o, mejor dicho, reposando de muchas y prolongadas caricias.

Se encuentra sumida en una de esas agradables languideces que siguen siempre al amor. Dormida o no, Valentín le habla con vehemencia.

—Para merecer —dice— tus tiernas miradas y tus apasionados besos, hice traerte las más elegantes alhajas de todos los joyeros de París; las modistas más afamadas tienen orden de venir a preguntarte todas las mañanas si quieres añadir algún nuevo traje a los infinitos que posees.

“Cuando delante de tus amigas abres los estuches, en los cuales brilla rica pedrería, exclaman deslumbradas y celosas:

“—¿Has cogido con lazo las estrellas de una noche de agosto?

“Pero no me he limitado a estos medianos presentes: quisiste también tener un amante célebre por su valor, y yo me procuré veinte desafíos terribles, encarnizados, y entre la multitud de juguetes que adornan tu tocador, figura una panoplia, formada con los ensangrentados sables que he traído de los combates.

“Te dio el capricho de que fuese célebre por mi talento, y publiqué infinidad de versos que son seguramente mejores, por la grandeza de su ritmo y lo original de las imágenes, que los más sublimes poemas conocidos hasta ahora. Pero esto es poco; mi pobre, mi anciana madre llora abandonada en nuestra antigua casa de Bretaña, porque tú no me permitiste abandonar Paris; mi esposa gime también bajo el peso de mi desafío a los dos años de matrimonio, y hasta ignoro el nombre de mis tiernos hijos.

“Pero todo esto son pequeñeces, tonterías, sacrificios que cualquiera haría sólo por besar tus perfumados cabellos.

“Una cosa me ha sido difícil: ser, según tu deseo, el más hermoso y elegante de los hombres.

“En fin, se puede decir, alma mía, que ninguno de tus caprichos te ha sido negado por mi ternura, y eres en todo obedecida por el más apasionado de los esclavos.

“Pero ¡ah! no fueron infructuosos estos esfuerzos míos; tú me amas, encanto de mi alma, me adoras.

“Te veo abandonarte deliciosamente entre mis brazos, y apoyar con ternura tus labios sobre los míos.

“El nombre de Valentín es el único que hace latir tu hermoso y fiel corazón; en tu generosa gratitud, prefieres a todos el amante que ha sabido merecerte por medio de regalos y sacrificios, que alegrarían el orgullo de la diosa más exigente”.

Así hablaba Valentín en su loca alegría de amar y ser amado, y Lise de Belvelise, semidormida, con los ojos ocultos entre sus abundantes cabellos, volviose un poco hacia su amante y entreabriendo los labios balbuceó: —¡Raúl!

Catulo Mendes
No. 56, Diciembre 1972 – Enero 1973
Tomo IX – Año IX
Pág. 396