Los novios

—No llores, no llores más —le decía él.

Pero ella seguía llorando como una magdalena mientras se alisaba los cabellos llenos de rubia paja.

La vaca los miraba con sus ojos negros y grandes y una con sus ojos rojizos y pequeños. Él también estaba tembloroso, asustado, aunque no lloraba.

—Vámonos de aquí cuanto antes, Ángela. Si viene tu padre…

—Antonio, Antonio, ¿qué va a pasar ahora? —decía ella mientras se levantaba.

—Dios sabrá, pero no temas, ocurra lo que ocurra eres mi novia y me casaré contigo. Y no creas que es porque ha pasado lo que ha pasado. Yo siempre te he querido con buenas intenciones.

Cuatro años después se casaban: ella con un amigo de la familia que decían que era medio tonto y él con una muchacha de un pueblo vecino que decían que era medio rica.

 

Juan Cervera
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 106

Juan Cervera

Juan Cervera

 

Juan Cervera Sanchís

 

Hijo de Juan Cervera Rueda y de Asunción Sanchís Jiménez, vino al mundo en la villa axatiana (Axati), hoy Lora del Río, Sevilla, ESPAÑA, el 24 de octubre de 1933. En 1968 Llega a México, donde reside. En su país publicó desde muy joven en revistas literarias de Andalucía y de otras regiones de España. Ejerce el periodismo tanto en España como en México.

Juan Cervera pertenece a la estirpe de los poetas que poseen un diestro dominio de las formas tradicionales y clásicas de la poesía (soneto, décima, lira) que le convierten en una voz original y auténtica dentro del panorama poético actual. Acaso su principal virtud no sea otra que la de parecerse sino a Juan Cervera.

Su manejo formal no le ha impedido el juego de la experimentación. En España la prestigiosa colección Adonais dio a conocer su libro El Prisionero (1970); en 1982 obtuvo el premio Azor con el libro En las Nubes, que se otorga en la ciudad de Barcelona. Su extensa bibliografía alcanza más de cuarenta obras editadas desde el año 1960 ( Canciones de un muchacho que veía venir la muerte ) y 2005 (Sonetos del amor, de la vida y la muerte ).

Su primer libro, «El muchacho que veía venir a la muerte», 1960, (poesía) aparece bajo el sello de AGEM, Madrid, España, los más recientes, primero y segundo tomo de su obra poética, que rebasa las mil páginas, y recoge su producción lírica desde el citado poemario al año 2006, ha sido impreso también en la capital de España por el Grupo Cultural Bohodón, este 2007, con la colaboración de los Ayuntamientos de Tres Cantos, Comunidad de Madrid, Lora del Río, Provincia de Sevilla, y Caja Madrid.

Cervera Sanchís es esencialmente poeta, aunque cultiva el relato y ejerce el periodismo. Entre sus libros en prosa destacan «Los ojos de Ciro» (relatos), Katún, México, 1984, y «El caos es maravilloso», Editorial Domes, México 1985, «Poesía de México y del Mundo» (ensayo) Instituto Politécnico Nacional, México 1994, y su libro de entrevistas con pioneros de la industria del petróleo. «Pemex: pasión y destino», Instituto Mexicano del Petróleo, México 2005.

La poesía de Juan Cervera Sanchís ha sido traducida el bretón, al francés, inglés, italiano, portugués y japonés.

El 6 junio de 2004, en la Plaza de Andalucía de su pueblo natal (Lora del Río) fue descubierto un busto suyo, obra del escultor Germán Pérez Vargas, donde sus paisanos quisieron inmortalizarlo. Ya, con anterioridad, el Ayuntamiento de Lora del Río había puesto su nombre a una calle del pueblo.

Juan Cervera Sanchís, como periodista e investigador, tiene inédito un libro titulado «Ajedrez: Pasión y Misterio», fruto de sus charlas con relevantes maestros del ajedrez en México.

Asimismo prepara otro libro, igualmente de entrevistas, con personalidades de las letras y las artes, entre los que destacan, entre otros, Luis Buñuel, José Gorostiza, Manuel Rodríguez Lozano, Carlos Pellicer, Rodolgo Usigli, Jaime Torres Bodet, Juan José Arreola, Blas Galindo, Rosario Castellanos, Juan Rulfo, David Alfaro Siqueiros, Juan Soriano, Ermilo Abreu Gómez y Luis Spota, con los que tuvo la oportunidad de conversar.

Cervera Sanchís, con «Sonetos del Ajedrez» añade a su producción literaria una nueva y sorpresiva nota de su inagotable estro poético[1].

La rueda

Era la tarde de las norias. Los burros morían tras sus anteojeras, el agua se escurría por los cangilones besada por el sol. En las huertas trinaban los verderones y los mirlos. Por el camino, cuerda de esparto, venía un hombre con barba de semanas, sombrero de palma y vara de acebuche en la mano. Sobre la espalda traía un mugroso zurrón, en la mirada un mar de cansancios. Alzó la cabeza y se detuvo, clavando en la tierra su vara, luego se sentó sobre un megalito dejando su zurrón a un lado, sobre un real de yerba que allí trataba de vivir. Respiró, se quitó el sombrero y se pasó la mano por la sudorosa frente:

—Al fin —susurró. Tras las huertas estará en el río. No habrá cambiado desde el día que me fui. Pero ¿y ellos?

El hombre sintió como un espadazo frío en mitad del pecho. Luego continuó su soliloquio:

—Hace tanto tiempo que no veía estas huertas. Parece como un sueño todo lo vivido. Yo creí que la vida estaba tras los horizontes, más allá de aquí. Ahora sé que no.

El hombre había rodado mucho por la vida, pero se cansó de rodar y quiso volver, aunque sabía lo difícil que era que la rueda volviera realmente a la primera vuelta. Sus ojos estaban muy gastados. Ya no era el mismo que partió aquel día… Aquel día…

— — — —

Se ponía el sol, el horizonte se amorataba como la primera varicosa de un dios enfermo. El hombre se levantó, tomó su vara, su zurrón… Caminó.

Era el anochecer de las norias. Los burros, sin anteojeras, sueltos en la fragante y verde gloria de los prados, aunque trabados, eran felices. En las huertas o cataban las aves. El camino dejó de ser una cuerda de esparto. Murciélagos, la luna…

El hombre caminaba bajo la estrellada frazada de la noche, sin sombra que alargar por los suelos. Las huertas se quedaron atrás. Estaba llegando, olía a río, a lima, a juncos… sus carnes se abrían de emoción. Pero al subir la barranca roja pudo ver a río que no estaba. El río sólo había existido en su imaginación. El hombre pensó en ellas, buscó la blancura de la casa… No había tampoco casa. Nada había allí de lo que desea encontrar. La rueda jamás vuelve, pensó. De repente se hizo cargo de la realidad. El, Julio Díez, estaba muerto, había muerto muy lejos y todo aquello no era más que la ilusión de su ilusión. El último chispazo de su fantasma. Quiso vivir, agarrarse a la vida. Y todo se borró para siempre.

Juan Cervera
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 30