La puerta se abrió iracunda. Sorprendido, vi en los ojos del hombre que entró, la pasión por el cuchillo que portaba en la mano derecha. Se precipitó sobre mí con velocidad de vértigo, me hice a un lado y el puñal violó la almohada y el colchón de mi cama. Arremetí contra él con toda mi fuerza pero sólo conseguí que me golpeara. Fui a dar contra la ventana. Desde allí pude observar al otro cuchillero esperando afuera el llamado de su compañero. Sentí miedo. El brazo armado cortó el aire y comprendí que mi camisa era ya un retazo inservible; en un momento estaba tirado de espaldas, con él mirándome, decidido a terminar con todo. Ante su impulso, levanté la pierna apuntando a su cara y sentí la cosquilla del puñal atravesar el tacón del zapato.
Un alarido transformó el ambiente.
Mientras le ayudo a quitarse el calambre de la pierna, mi esposa, recostada a un lado mío, se disculpa por despertarme así, tan bruscamente.
—No te preocupes— le digo. De otro modo ahora yo sería un homicida, o peor aún, estuviera muerto.
Guillermo Lavín
No. 102, Abril-Junio 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 188