Herejía

¿Y si el obispo tuviera razón? No, lo único razonable es conservar la fe. “—Luchamos y morimos sin saber por qué”, me susurró un día en que nos encontramos uno junto al otro en el campo de batalla. Pero eso no fue más que el principio de su herejía, porque después empezó a hablar de cómo la arbitraria mano del destino decidía nuestra suerte y, lo que es peor, de que nuestros actos no son realmente nuestros y que no seríamos más que marionetas luchando en una guerra inútil. Claro que todo eso me lo confesó en secreto, pues él era, consciente de sus deberes y los cumplió hasta el último momento. Murió valerosamente aquella misma tarde. Yo rogué por él: “Dios mío, acoge su alma y dale la paz eterna; fue la locura de la guerra la que lo hizo dudar, pero ya no sabía lo que decía”. Porque sin fe no somos nada. ¿Cómo podía haberse equivocado a tal grado? Dios existe y es tan misericordioso que lo perdonará, porque en él no había maldad sino sólo duda y la duda no es maldad, es simplemente un error. Pero me parece que hemos capturado al rey enemigo, ¡hemos vencido! Nuestra lucha no ha sido en vano, como él afirmaba. Sin embargo, ¿qué ocurre? ¡No puede ser! ¡No es justo! ¿El obispo tendría razón? La gigantesca mano del destino de que hablaba había surcado el cielo y una voz tronante dictaminó desde allá arriba: ¡Jaque Mate!

Julio Etienne
No. 98, Mayo – Junio 1986
Tomo XV – Año XXII
Pág. 447