Compartíamos ruidos, aromas, las carencias del suministro de agua, el llamado siempre imprevisto del carro recolector de basura. No obstante siempre nos sentimos extraños, recelosos. Éramos condóminos por accidente, y por accidente resulté el condómino del 12.
Los condóminos somos incapaces de brindarnos apoyo; nos sentimos solos, por eso observamos por las ventanas buscando descubrir aspectos íntimos de nuestros vecinos, y aceleramos el paso cuando encontramos a otro por el miso pasillo. Día a día nos vamos integrando como grabados o para hacer más evidente el mal gusto, como papel tapiz en las paredes de las grandes construcciones.
Un día la condómina del 427 invadió el tendedero de la del 833. Entonces la cosa comenzó a tomar sentido, los bandos se fueron definiendo, en realidad pocos nos conocíamos entre sí, pero lo importante era no quedar al margen de esa primer batalla general de condóminos. En realidad, lo de los bandos fue sólo un decir, porque la guerra fue de todos contra todos.
Se sellaron ventanas, las puertas fueron reforzadas por fuertes rejas de hierro. Las reglas estipulaban que se valía todo: acuchillados, acribillados, y hasta dinamitados. Los muertos quedaban sangrantes en los pasillos o “patios comunes” sin que nadie se atreviera a recogerlos. Las únicas restricciones en las reglas eran las siguientes: sólo estaba permitido combatir por las noches cuando se cortaba la energía eléctrica y se prohibía dañar las antenas de los televisores. En las mañanas, los condóminos salían con sus trajes, sus corbatas, sus bolsas y tacones. Saludaban con un impersonal “buenos días, vecino”, recogían a sus muertos y los arrojaban a un colector común.
Después salían a sus respectivos trabajos; las escuelas hacía tiempo que habían sido clausuradas.
Por la tarde, los condóminos regresaban con nuevas provisiones de alimentos y armamento. Yo, en realidad, no he combatido. Paso las noches bebiendo y, en ocasiones, escribo; sólo he recibido 3 atentados: Preparo mi sexta copa, cuando timbran mi puerta.
Recojo mi escopeta recortada y, por el ojo mágico, observo una figura enana y deforme; al abrir cautelosamente, descubro a una niña de seis años con su indispensable muñeca degollada bajo el brazo. La niña me sonríe y dice: “señor: ¿no tiene niños que jueguen conmigo?”.
José Manuel Valenzuela Arce
No. 103 – 104, Julio – Diciembre 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 358