Alma y media

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Desde que papá murió, mamá fue empequeñeciendo por dentro, sin que nadie lo notara, pues mientras más chiquito se le hacía el espíritu, más hambre le daba. La gente decía: qué saludable estás, por no decirle gorda. Mamá agradecía el cumplido con una sonrisa angelical y una vocecita que le salía del estómago, como si estuviera sentada dentro de su propia barriga, viéndose comer. Por esos días se le empezaron a voltear los ojos porque ya no alcanzaba a asomarse por ellos hacia afuera. También quedó sorda, no le llegaban los sonidos por más que gritáramos. Sin embargo, continuaba comiendo. Entonces los brazos comenzaron a quedarle grandes, parecían las mangas de un suéter colgado en el tendedero. Nosotros aún no sospechábamos nada, aunque era extraño que mamá, que antes era la primera en reír de un chisteo empujarnos por la vida como si fuéramos carretillas, estuviera tan silenciosa y sólo de vez en vez balanceara un pie, como diciendo no. Por eso nos enteramos. Mamá nunca decía sí a nadie. Acerqué mi boca a su pie y susurré: mamá, ¿me oyes? Una débil patadita fue la única respuesta. Luego mamá dejó de mover el pie. Quise quitarle el zapato, que le quedaba apretado. Era un zapato de cintas que se resistían a ser desanudadas. Cuando por fin logré descalzarla era demasiado tarde, la media estaba vacía.

Martha Cerda
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 102

Mortecina

Tengo un ataúd miniatura, con una tapa pequeñita que se levanta para ver el interior. Por fuera está forrada de raso negro. Lo saco cada día de muertos; el resto del año guardó el ataudcito en un cajón de mi closet, junto con cuatro velitas de pastel que me sirven de cirios. Las velitas las uso también en mi cumpleaños para adornar mi pastel. El día que cumplí cincuenta, mamá me hizo una fiesta con todas mis amiguitas. Una de ellas quiso llevarse una velita de recuerdo. Tuve que quitársela a mordidas. Cuando cumplí sesenta, otra amiguita escondió una vela entre sus senos. Le desgarré el vestido hasta dar con ella.

Mamá ya no quiere festejarme mi cumpleaños, dice que todas mis amigas son unas arpías. Me puse a llorar. Mamá me acarició el pelo y prometí pensarlo. Si supiera que lloro por otro motivo. Hoy en la mañana encontré el closet lleno de gusanos. El dedo que le corté a Elena en mi última fiesta, por romper una velita, se pudrió dentro del ataúd. Voy a enterrarlo en una maceta, sin que mamá se dé cuenta. Se enojaría mucho si descubriera quién rompió la vela.

Martha Cerda
No. 123-124, Julio-Diciembre 1992
Tomo XXI – Año XXIX
Pág. 265

La primera vez

Las cucarachas, cada día crecen más las cucarachas. Antes eran chiquitas y asustadizas, huían al verme. Pero eso era antes, cuando yo aún me levantaba de la cama. Eran cucarachas rinconeras, salían exclusivamente de noche, como las putas de mis tiempos. Y yo las despreciaba igual que a ellas y las aplastaba con el zapato. Viejas descaradas, se burlaban de mí porque pasaba a su lado sin verlas, lanzando un escupitajo a sus pies. Y ellas todas pintarrajeadas y con los vestidos pegados a la carne desnuda. Las odiaba tanto como a las cucarachas; las odiaba de esquina en esquina, de noche a noche, de rincón en rincón. Después fueron saliendo más temprano. A plena luz del día salían las cucarachas de sus nidos y las putas de sus burdeles. Yo ya caminaba despacio y no me tenían miedo, ni siquiera se movían al verme pasar cojeando frente a ellas. Y cada vez eran más. Ya no aparecían en las esquinas y en los rincones, sino que se untaban de a dos, a media calle, a buscar clientes o se me atravesaban en cualquier parte de la cocina.

Enseguida invadieron la planta alta y las putas comenzaron a parecer señoritas. Una de ellas me ayudó a bajar del camión y no me enteré hasta que me entregó una tarjeta. Cuando las cucarachas empezaron a parecer putas decidí extinguirlas con un insecticida en aerosol que únicamente me provocó urticaria en aerosol que únicamente me provocó urticaria: continuaron yendo y viniendo a su antojo.

A causa de la urticaria me vendaron y a causa de la venda me salieron llagas y se me infectaron; y a causa de todo vine a dar al hospital. Mi vecino de cama está aquí por un navajazo que le dio una de aquellas mujeres. Él también se rio de mí el día que le conté que nunca tuve tratos con ninguna porque me daba asco el sexo. Desde entonces siempre que va al baño regresa con una sonrisa de triunfo, mientras yo me debato entre mis excrementos. Detrás de él vienen las cucarachas amaestradas. A una orden suya vuelan sobre mí y la mayor se posa en mi cara inmóvil y se pasea por ella. La siento caminar por mi piel sudorosa, rodear mis labios, subir por mi nariz para mirarme a los ojos y hundirse luego entre mi pelo. Las demás se meten bajo las cobijas y me cubren el cuerpo totalmente. Desde que me paralicé hacen lo mismo todos los días. Yo trato de gritar y no puedo, mas, si pudiera, nadie haría caso porque las enfermeras son unas putas ciegas que no las ven. —Cuáles cucarachas, a ver, cuáles, —me contestaban— al oírme gritar: Quémenlas, por el amor de Dios.

Hoy en la mañana escuché que estaba muerto. Una enfermera me tomó el pulso y dijo: “Está muerto”. No lo sé, no hay diferencia entre estar muerto o paralizado por el terror. Pero es la primera vez que las cucarachas se meten por mi boca abierta.

Martha Cerda
No. 123-124, Julio-Diciembre 1992
Tomo XXI – Año XXIX
Pág. 214

El tren de las ocho

Le bastó abrir la puerta de su recámara para ver el tren. Estaba ahí, sobre la alfombra rota del pasillo, con sus ventanillas iluminadas enmarcando las caras sonrientes de los pasajeros que la veían desde adentro.

En ese momento, los niños, en piyama todavía, comenzaban a prepararse para ir a la escuela. El tren lanzaba humo por la chimenea y sus ruedas giraban sin moverse del mismo lugar. Se puso una bata, se cepilló el pelo y preguntó: “¿Qué quieren desayunar?” Un pitido cortó la respuesta: “Hue-vos”. Caminó pegada a la pared por el espacio que dejaban los vagones. Bajó a la cocina y empezó a preparar los hue-vos, sin prisa, por primera vez en diez años de levantarse temprano, despertar a sus hijos, hacer el desayuno, despedirlos y recoger la mesa, sin haber tenido vacaciones. “Cuidado con el tren”, les advirtió a los niños al oírlos bajar.

Después que aquellos derramaron la leche y le dieron el beso de despedida, subió a su cuarto. Su marido seguía acostado: “¿Tienes una taza de café?”, le dijo. Volvió a salir y vio al portero en el estribo del tren, balanceando una lamparita roja en señal de partida. Ella tenía un boleto, un solo boleto de ida, que había guardado diez años antes. Lo buscó en la bolsa de su bata, ahí estaba y la fecha era la de ese día. Sirvió el café con dos cucharadas de azúcar, como a él le gustaba, lo dejó sobre el buró y cerró la puerta por fuera.

“Váaamonos”… gritó el conductor. Eran las ocho de la mañana.

Martha Cerda
No. 105-106, Enero-Junio 1988
Tomo XVII – Año XXIII
Pág. 87

Martha Cerda

Martha Cerda (Jalisco, México, 1945). Es narradora y poeta, fundadora y presidenta del Centro Guadalajara del PEN internacional (1994–1997), fundadora y directora de la Escuela de Escritores de la SOGEM (Sociedad General de Escritores de México).
También fue directora de la serie de video letras en Jalisco, la vida y obra de veinticinco autores jaliscienses contemporáneos. Fue coordinadora del IV Simposium Internacional de Crítica Literaria y Escritura de Mujeres en América Latina (1993), del Concurso Sor Juana Inés de la Cruz para obra publicada por mujeres (1993-1996) y del 63er Congreso Mundial del PEN Internacional (1996). Actualmente es presidenta del Comité de Enlace del PEN para América Latina. Es autora de siete novelas: La señora Rodríguez y otros mundos, Y apenas era miércoles, Cerradura de tres ojos, Toda una vida, Ballet y mambo, La mujer del policía y Señuelo; tres libros de cuentos: Juego de damas, Las mamás, los pastores y los hermenautas y Cuentos y recuentos; un poemario bilingüe: Cohabitantes/Cohabitants; una obra de teatro: Todos los pardos son gatos y un libro de ensayos: Oficio de vivir. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano, griego, noruego y alemán. Ha recibido numerosos premios nacionales e internacionales, entre los que destacan: el Premio Jalisco de Letras (1988), Premio al Mejor Libro de Ficción otorgado por la Asociación de Libreros Italianos (1998) y el Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüengoitia (2007) por su novela Señuelo. Su trabajo ha sido objeto de diversos estudios y tesis de postgrado.[1]

Relevo

La casa tenía una sola ventana, una sola, y un pequeño jardín. Sobre el muro del fondo subía una escalera de caracol por donde bajaban, casi voces, casi pasos, inciertos rumores. Una reja los separaba del mundo.

De noche, la ventana única permanecía iluminada como una luna distante, como una posibilidad. De día, siempre cerrada, dejaba ver sin embargo la silueta de aquella mujer a través del cristal. La llamábamos la madre, o la hija, o la abuela; no sabíamos quién era. Desde niños jugábamos a espiarla. Crecimos. Ella seguía allí.

Mi curiosidad trepó esta tarde a la ventana, deseosa de abrirla con los ojos. Sentí que me miraban, cuando empezó a llover. Poco a poco se fueron mis amigos y me quedé solo con la lluvia. Entonces decidí tocar a la puerta por primera vez en veinte años. Desde la ventana, la mujer preguntó:

—¿Qué desea?

—Entrar. Soy su vecino. Olvidé mi llave y esta lloviendo.

La mujer apareció en la escalera.

—Pase lo estaba esperando.

Crucé el jardincillo, subí en espiral y al entrar vi la ventana. Me acerqué despacio, muy despacio. Afuera, bajo la lluvia, ella y mis amigos juegan a espiarme.

Martha Cerda de Ruiz
No. 96, Enero-Febrero 1986
Tomo XV – Año XXI
Pág. 167