¡Ah!,… sucedió hace tantos años, que ya más bien creo que lo que voy a contar es sólo un cuento ¡Já!, pero es tan cierto que aún siento su mano sobre mi pelo y su gélida mirada sobre mis ojos infantes. ¡Qué personalidad la suya! Era alto, más bien grueso, cabello erizado y ojos color pantano tamaño almendra. Hacía uso de un lenguaje rebuscado que a duras penas yo captaba y sólo en las noches de intensa niebla me visitaba. No quería ser visto por nadie. La última noche que lo vi se sentía cansado, le pesaban los labios… —Si te decides y aceptas mi proposición, serás dueña de un dulce castillo, tendrás además de lo que desees esta capa mía, de terciopelo suave y negro que tanto admiras…
—Todo eso lo quiero, pero sobre todo el trinche bordado de rubíes.
—Pides demasiado.
—Si no tengo el trinche, no acepto nada.
—¡Imposible! Pero óyelo, toda tu vida serás una mediocre humana, ¡Por todos los rayos que sí!.
—No acepto.
Salió despidiendo chispazos dorados por las pupilas, espumándole la boca, diciendo incoherencias que no logró recordar.
Platiqué con mi abuela a la mañana siguiente. Le conté lo del extraño que me invitaba a su reinado lejano:
—Así que opté por no hacerle caso, hasta que regrese y se decida a darme lo que le pedí.
—Bendita tu terquedad de la que tanto renegué, gracias al cielo, mil veces; ¿No comprendiste, querida niña, que ese extraño no era un ser humano?
—¡Caray!, a lo mejor es por eso que le veía yo esa cola tan larga ¿no?…
Martha García Torres Arrioja
No. 46, Noviembre 1970
Tomo VIII – Año VII
Pág. 91