Entró en su cuarto, jadeando. Sus ojos encandilados por la luz se toparon con un bulto, mejor dicho, alguien ocupando su cama, esperándolo como en los cuentos infantiles, posiblemente ya habían visitado su refrigerador y comido las lascas de jamón. Se acercó a la cama, listo para luchar contra un león agazapado o contra un sicario que aparentaba dormir. Sus ojos, llenos de pasmo, resbalaron por el cuerpo de esa mujer, porque era una mujer dormida en su cama, a él le pareció que estaba vestida con armadura, de antiguo. Sus manos se anticiparon el placer de mondar cebollas, una capa lacrimógena tras otra, de arrancarle hojas a una col hasta llegar al cogollo sin sorpresas, tal vez un gusano verde. Sintió que sus manos se colmaban al abrir muchas puertas, al levantar telones, muchos telones y descubrir columnas, muchas columnas de mármol como piernas, hartas piernas.
El vestido de la mujer estaba recamado de relojes. Diferentes tamaños, colores y formas. Era fascinante, parecía algo vivo, la eternidad, un enjambre de tictacs. En el momento en que sus manos acariciaban una pierna larga, cubierta por una media negra igualmente llena de relojes como amapolas, y un cielo de encajes tapizado de números fosforescentes le ordenaba imperiosamente que diera término al beso con esa su lengua húmeda sobre el muslo negro tachonado de relojes blandos como hot cakes… en ese preciso momento, el león tan temido abrió sus fauces manchadas de sangre y de bostezos, diseminó su pelambre de fuego, destrozando con sus garras paredes enteras, el cielo raso, pedazos de carne de los amantes, dejando jirones de ropa teñidos de púrpura y un montón de chatarra de relojes bajo la luna que entró por el boquete del techo, en esos momentos estallaron las bombas.
Tomás Espinoza
No. 68, Enero-Marzo 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 211