Nunca la había practicado. Detestaba dejar una moneda en esas manos sucias y aprovechadas que se extienden en los subterráneos. Luchaba por un régimen social en el que la mendicidad no existiera.
Pero allí estaban, cotidianamente, los pordioseros, con su letanía de ballenitas y patas torcidas.
Un día —había bebido dos copas de más— tuvo un impulso inusitado y al pasar junto a una vieja repugnante, sacó un billete de cincuenta pesos y se lo puso en la mano.
—Tenga hermana… —le dijo.
Antes que tuviera tiempo de retirar los dedos, la vieja estiró su garra y lo tomó del brazo.
—¿Por qué me da tanto dinero? —le pregunto—. ¿Qué maldito pecado ha cometido? ¿Pretende conmigo salvar su alma? ¡Nada, nada! ¡Que Dios sea bendito! ¡Tome su plata…!
Y seguía la vieja lanzando improperios.
Él tuvo un momento de lucidez. Retomó sus cincuenta pesos y, agarrando a la vieja de sus trapos, la sacudió como a un muñeco.
—¡Imbécil! ¡Vieja estúpida! ¡Estoy borracho!
Y entonces la vieja, arrugándose como una pasa, hizo la señal de la cruz, recuperó el billete y, desde el suelo, exclamó conmovida:
—¡Ay, perdón! ¡Dios se lo pague…!
Enrique Wernicke
No 71, Enero-Marzo 1976
Tomo XI – Año XI
Pág. 529