La caridad


Nunca la había practicado. Detestaba dejar una moneda en esas manos sucias y aprovechadas que se extienden en los subterráneos. Luchaba por un régimen social en el que la mendicidad no existiera.

Pero allí estaban, cotidianamente, los pordioseros, con su letanía de ballenitas y patas torcidas.

Un día —había bebido dos copas de más— tuvo un impulso inusitado y al pasar junto a una vieja repugnante, sacó un billete de cincuenta pesos y se lo puso en la mano.

—Tenga hermana… —le dijo.

Antes que tuviera tiempo de retirar los dedos, la vieja estiró su garra y lo tomó del brazo.

—¿Por qué me da tanto dinero? —le pregunto—. ¿Qué maldito pecado ha cometido? ¿Pretende conmigo salvar su alma? ¡Nada, nada! ¡Que Dios sea bendito! ¡Tome su plata…!

Y seguía la vieja lanzando improperios.

Él tuvo un momento de lucidez. Retomó sus cincuenta pesos y, agarrando a la vieja de sus trapos, la sacudió como a un muñeco.

—¡Imbécil! ¡Vieja estúpida! ¡Estoy borracho!

Y entonces la vieja, arrugándose como una pasa, hizo la señal de la cruz, recuperó el billete y, desde el suelo, exclamó conmovida:

—¡Ay, perdón! ¡Dios se lo pague…!

Enrique Wernicke
No 71, Enero-Marzo 1976
Tomo XI – Año XI
Pág. 529

Arquitectura


Discutíamos de arquitectura. Un audaz había puesto por el suelo las últimas construcciones soviéticas; le respondía un estudiante que leía a Le Corbussier. Intervino un tercero y citó el Rickefeller Theater.

Invocamos lo racional. Y alguien nos llamó a sosiego.

Cada uno fue enunciando sus pretensiones: un hall, tres dormitorios, una sala de juego. Dos baños, cocina, antecocina y lavadero. Otro agregó calefacción. Y después, aire acondicionado, la heladera, el jardín, una pileta con trampolín…

Y de pronto nos calló el viejo don Juan:

—La casa que yo les digo… —miró en redondo y reclamó silencio, imperiosamente—: ¡Déjenme hablar!

Era el mayor, el más pobre, el más humilde de la mesa. Y yo grité:

—¡Déjenlo hablar!

Y entonces dijo:

—La casa tiene un portón. Y en el portón un timbre. Suena el timbre. Voz que grita: ¡aquí venimos a comer asado! Pero… ¡no te calientes! Traemos la carne y el vino. ¡Está todo solucionado!

Enrique Wernicke
No 71, Enero-Marzo 1976
Tomo XI – Año XI
Pág. 523

Cariño filial


Vivía asediado por un serio complejo, se sentía distinto de los otros, una especie de monstruo disimulado en el alegre y bondadoso rebaño humano.

Lo cierto es que no amaba a su padre y, aparentemente, lo detestaba. Pero también es cierto que nadie lo quería. El tal padre era un borracho, jugador y mentiroso, que pegaba a su mujer y robaba el sueldo de sus hijos. Sin embargo, Julián no aceptaba su destino y, sobre todo, no se aceptaba así, sin cariño filial, como lo tiene todo el mundo.

—Yo no sé, hermano —me decía— pero de algún modo lo quiero. Claro que…

Callaba el fin de la frase.

* * *

Un día, el badulaque —me refiero al padre— enfermó y, con prisa inusitada, empeoró, comenzó a boquear y se murió.

El hijo le compró un mísero cajón de madera terciada, lo llevó en un furgón al cementerio y lo enterró sin una flor.

Días después, en una charla casual, me comentó:

—Por fin, ché, por fin. Se me acabó el complejo. ¡Ya descubrí cómo quería a mi padre!

—¡No digas! ¿Y cómo lo querías?

—¡Lo quería muerto! ¡Bien muerto!

Me palmeó la espalda y se alejó silbando.

Enrique Wernicke
No 71, Enero-Marzo 1976
Tomo XI – Año XI
Pág. 521

Confesión


Yo tenía una amante fea y empezaba a aburrirme de ella. Pero durante aquel verano había llovido mucho y el jardín estaba precioso. Las plantas me consolaban, y los días se me iban sin pensar demasiado.

Cuando llegó el otoño, despaché a la fea. Quedé solo un tiempo y, luego, volví a casarme. Era la tercera vez que intentaba la convivencia formal.

No hay experiencia vital más aleccionadora que cambiar de mujer. La vida es cruel, dicen.

Bueno, ya está. Hace tres años que vivo con una muchacha más estúpida que muchas otras. Y no sé como desprenderme de ella. ¿La mato? ¿la tiro a la calle? ¿abandono todo y desaparezco?, me pregunto todos los días.

Pero también me pregunto quién ganará la octava carrera del domingo. Es que la vida es una sola pregunta sin respuesta.

Paciencia. Hay que creer en la providencia. Tal vez un día de éstos, cuando suba a colgar ropa, se cae de la azotea.

Azotea, azotea… ¡cómo no se me ocurrió antes, maldita sea!

Enrique Wernicke
No 71, Enero-Marzo 1976
Tomo XI – Año XI
Pág. 517

Enrique Wernicke

Enrique Wernicke

(1915 / 1968)

 

[1]Poeta, dramaturgo, periodista y escritor argentino, nació en Buenos Aires en 1915 y desarrolló a lo largo de su vida diversos oficios (agricultor, titiritero, publicitario y fabricante de soldaditos de plomo).

Habitante de la ribera, en ella ambienta buena parte de su obra inspirada en la realidad cotidiana y la experiencia vivida. Durante toda su vida fue adicto al alcohol, hábito que nunca abandonó y que no le impidió desarrollar una obra homogénea y valiosa.

Integrado a la intelectualidad de los 50 y 60, su trabajo mereció diversos galardones: Premio Municipal de Literatura 1940 con Hans Grillo, Faja de Honor de la SADE 1947 con El señor cisne, Premio de la Dirección de Cultura de Buenos Aires 1955 con su magnífica La ribera, Premio Nacional de Literatura (póstumo) con El agua (1968).

Otras obras: Palabras para un amigo (1937), Función y muerte en el cine ABC (1940), La tierra del bien-te-veo (1948), Chacareros (1951).

También incursionó en la poesía: El capitán convaleciente y otros poemas distintos (1938) y el sainete: Sainetes contemporáneos (Mejor autor 1963, porla Asociación Críticos Teatrales).

Juan Carlos Castagnino y Carlos Alonso ilustraron algunos de sus libros. Su literatura define un estilo personal basado en la descripción agria y seca de personajes vulgares que tiempo después, a partir de Raymond Carver, sería llamado minimalismo.

Aún se halla inédito un diario de mil quinientas páginas conocido en forma fragmentada, en el que expresa con acritud la soledad que lo rodea, su adicción a la bebida, la sensación de fracaso y sus fantasías de suicidio. El título del diario, Melpómene (Musa de la tragedia) es una alusión clara al contenido.

Con esa misma crudeza dejó obras teatrales memorables alejadas de cualquier otra pretensión que no sea poner el alma en ella desprovista de toda veleidad estética pero saturada de verdad.

Murió en Buenos Aires el 30 de agosto de 1968.

 

Amor


Llega mi hermana corriendo y me dice:

—¡Qué has hecho! ¡Todo el mundo lo sabe! ¡Le has enseñado el amor a una pobre chiquilla ingenua y ahora la tonta se lo ha contado a su madre!

—¡Qué espanto! ¡Ayúdame hermana querida!

Ya me parece escuchar los chismes del pueblo entero, las palabras del cura condenando mi alma, el llanto de la pequeña y la absurda recriminación de mi conciencia.

—¡Debes huir! —dice mi hermana.

—¡Huiré! ¡Sí, huiré mañana mismo! Pero esta noche me he citado con ella y no puedo negar a mis esperanzas. ¡Comprende, hermana! ¡Comprende! ¡Nuestro amor necesita un nuevo encuentro!

Mi hermana medita unos segundos y sentencia con voz resignada:

—Bien, será el último…

Pero ni ella ni yo sabíamos entonces que el amor pide siempre un nuevo paso. Noche tras noche fui postergando el viaje hasta que huyó el amor.

Huyó el amor y yo me quedo.

Enrique Wernicke
No 71, Enero-Marzo 1976
Tomo XI – Año XI
Pág. 515