El judío errante

El Supremo Comandante Interespacial le ordenó a Ahasvero que se desnudara para examinar su cuerpo longevo y el hombre, en vez de quitarse la ropa, se empezó a quitar los siglos. Al despojarse del siglo 20 aparecieron delaciones, torturas, crímenes, llagas, pústulas atómicas, guerras interminables, campos de concentración y discriminaciones raciales, luego, se desnudó el siglo 19 y en su piel sarmentosa surgieron persecuciones, fusilamientos, masacres, quiebras, hecatombes, terremotos, y otras catástrofes; en el siglo 18, los atónitos ojos de los testigos vieron arrasamientos de pueblos enteros, aguillotinamientos, violaciones, chorros de pus; el siglo 17 mostró quemas de brujas, torturas de siervos, infamias e infidelidades; en el 16 y el 15 brillaron ciudades incendiadas, asaltos a sangre y fuego, hambres, empalamientos, y alguna que otra pequeña estrella entre los pliegues sombríos de la piel; en el 14 se vieron desollamientos, ignominias, epidemias y envenenamientos; en el décimo y noveno; oscuridad total y ritos perversos; en el quinto ya se empezó a ver un poco de claridad; al caer los velos del primer siglo de nuestra era, se distinguió una enorme luz que alumbraba vastos campos, arrasados, matanzas, y degüellos de infantes, flores, pisoteadas, palomas muertas, vísceras llenas de polvo y palpitantes aún. “Basta”, dijo el comandante en jefe, “este hombre es inmortal; déjenle libre para que siga vagabundeando por todas las galaxias”.

Otto-Raúl González
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 609

Otto-Raúl González
No. 105-106, Enero-Junio 1988
Tomo XVII – Año XXIII
Pág. 29

Embarcación de esperanzas…

Los hombres no sabemos seguir el vuelo enigmático y libre del espíritu. Por ello no me burlo de la fantasía de las mentes infantiles, o de la inocencia y exuberante imaginación del demente. La razón le ganó la batalla de la utilidad a la imaginación, pero el mundo que nos dio nos demuestra su —nuestro— fracaso.

El barco diminuto de mi esperanza navegó por la noche estrellada entre danzas de pájaros arrogantes y murmullos de grillos enormes. Las luces de las velas parecían apenas rayos lejanos en una noche de tormenta. Una luna rojiza parecía burlarse de la embarcación de esperanzas que sin embargo seguía subiendo por entre las nubes hinchadas de gozo sexual, llenas de líquidos reservados al mundo. Y yo aquí, esperando, confundiéndome con la multitud y con las cajas y laberintos de acero y cemento de la gran ciudad.

Miguel Ángel Gallo T.
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 684

El cíclope

Las mujeres, con sendos abanicos cortando graciosamente el aire, acostumbraban ver pasar la tranquilidad de la tarde sobre la acera, meciendo la poltrona o arrellanadas en sus sillones, mientras el sol se perdía sobre el horizonte marino, salpimentando la espera con la trivialidad tonificante de la conversación, en las horas pesadas del bochorno que aligera el mesiánico vientecillo “Coromuel”.

Los hombres, con el periódico entre las manos, alternando apenas en la charla, buscan —con pañuelo en ristre— las corrientes del viento o el amable frescor de la sombra de los árboles.

Sentarse en la banqueta —al decir de los vecinos— era todo un rito.

Las sillas para tal rigor llenaban las especificaciones de comodidad y buen gusto para disfrutar, a la vista de la gente, el descanso vespertino que, después de terminar la diaria tarea, al filo de las seis de la tarde del verano, daba alegría y paisaje a las polvorientas calles pueblerinas, surcadas a intervalos por automovilistas ociosos que rompían la serenidad del atardecer.

Motivada por esta necesidad, ahijada del clima de julio y agosto, de septiembre y octubre, las casas tenían, en su mayoría, pórticos concebidos para el exclaustramiento —“porches”— ¡okey! —que permitían salir de puertas afuera en búsqueda de aire.

Los chiquillos, ante la mirada severa de los padres, daban paseos en bicicleta o jugaban al “cani-cani”, “al gato”, a las canicas o a elevar papalotes. Más noche, en el farol de la esquina, encendían su imaginación inventando cuentos de espantos y aparecidos, con la deliberada intención de ponerse los pelos de punta.

Las niñas, apuntando con su adolescencia el aire tibio, daban la vuela a la esquina en busca del piropo primerizo, la mirada tentadora del extraño o el silbido enamorado de galanes imberbes que hacían hondas las rodadas de las calles en demanda de la comunicación tierna y amorosa del lenguaje de los ojos.

La romántica pareja impar con las manos novias enlazadas, desaparecieron de la palabra dulce pública, broche de familia y de esperanza, elemento del pórtico doméstico y se fueron al encierro de la sala muda, frente al ojo del cíclope que va cerrando, día con día, el campo de concentración.

La cena se servía en la mesa. Los niños solían hacer su tarea antes de dormir.

Afuera, el viento ha llegado y da de gritos en la soledad de la calle. (¡Qué vergüenza! Mañana mandaré sacudir esos libros. ¿Cómo habrán reunido tanto polvo?)

—Cállense, dejen oír!

—¡Hazte a un lado, niño, no dejas ver!

—“Nuestro siguiente programa…”

Armando Trasviña Taylor
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 684

El nahual

Cuantas veces le platicaron a Juan Panadero de las esporádicas apariciones del Nahual en las tinieblas de los caminos vecinales, no lo creía. Se mofaba de quienes aseguraban la supervivencia de aborígenes que heredaron de sus ancestros las malas artes de la hechicería, capaces de transformarse en un animal generalmente macho cabrío o en greñudo perro de boca descomunal, cuyos ojos despiden en la oscuridad, siniestros fulgores rojos. Tal es el Nahual. Hasta que una noche yendo Juan Panadero solo y su alma, para el poblado de Tehuipango en plena sierra de Zongolica, entre los estados de Veracruz y Puebla, se encontró de manos a boca en una encrucijada con el Nahual en forma de un chivo, parado a mitad del camino impidiéndole el paso y fue tanto el susto del viandante que se quedó mudo. Afirman los brujos zongoliqueños, que recuperará el habla hasta que vuelva a hallar en una sinuosa vereda el Nahual que lo curará de espanto.

Benito Guerrero Páez.
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 684

La vida inútil de Manuel Antonio

Ante Manuel Antonio, la entrada a la mina era como una invitación. O un reto. Se abría oscura y casi redonda semejando una boca llena de admiración, o de terror, por lo que estaba allí próximo a suceder. Es probable que sólo se tratase de un bostezo de indiferencia con que la mina demostraba su total desprecio a la vida humana.

Ante la entrada, Manuel Antonio sabía que tenía que seguir mina adentro hasta localizar al pequeño Tavito, ya que la madre, doña Celia, se lo había pedido con lágrimas en los ojos:

—Manuel Antonio, sólo tú puedes salvarlo. Yo sé que tendrás que exponer la vida, porque el techo de esa vieja mina se te puede caer encima en cualquier momento, con cualquier motivo… Pero tú eres el único que conoce la mina y sé que eres noble; no harás oídos sordos a la súplica de una madre afligida.

Sí, Manuel Antonio conocía bastante bien la mina. Cuando todavía era un adolescente trabajó en ella ayudando a su padre, y cuando se nombró una comisión de trabajadores para que pidiera al patrón gringo mayores prestaciones, Manuel Antonio quiso formar parte del grupo y contribuir, siquiera con su presencia, al logro de algo tan importante. Pero la comisión no tuvo éxito y todos sus componentes fueron cesados sin más. Luego se vino la revolución y Manuel Antonio creyó llegada su oportunidad para hacer algo notable y de utilidad para su pueblo. Así que tomó un fusil y se fue a la bola, pero antes de haber podido disparar un tiro, fue alcanzado en el muslo derecho por una bala de procedencia desconocida, y para Manuel Antonio significó el fin de su intervención revolucionaria.

Ahora, a los sesenta años de edad, se le presentaba una nueva oportunidad de lograr su viejo anhelo de hacer algo importante. Salvar la vida de un niño lo era, ciertamente de modo que no pensó más y avanzó con resolución…

Un estruendo ensordecedor y una nube de polvo que salió por la boca de la mina anunciaron a doña Celia el derrumbe de ésta. Se llevó ambas manos al pecho, como queriendo contener los latidos de su corazón, y sus labios musitaron un “¡Dios mío!” que expresaba toda su angustia y desesperanza. El sonido de unos pies que se aproximaban corriendo la sacó de su estupor y al volver la cara vio a Tavito, que miraba sorprendido hacia la mina.

—¿Qué pasó mamacita? ¿Por qué se derrumbó la mina? ¿Quién está adentro?…

—¡Hijito de mi alma! —casi gritó doña Celia, abrazando a su hijo y palpándolo como si no creyera en su existencia— ¿De dónde sales? Creí que estabas adentro de la mina… ¡Oh, creí tantas cosas! ¿Dónde estabas?

—Estaba dentro de la mina mami. Es mi baticueva, ¿sabes?, y tengo una salida secreta por la que me escurro cuando me persiguen mis enemigos —explicó el niño orgullosamente—, Porque has de saber que cuando soy Batman tengo muchos enemigos…

—¡Ay, hijito, que desgracia! ¡Pobre de Manuel Antonio! Murió inútilmente el pobrecito…

Jesús Cisneros Palacios
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 684

La mariposa y el genio

Un día del mes de junio, un día como cualquier otro, a no ser por…
El mundo de los gusanos vio con extrañeza la llegaba de otro gusano, éste no era igual a ellos, era un poco más corto, más grueso, tenía pelo y una pequeña trompa.

Los demás gusanos al verle le rehuían, juzgaban algo diferente, algo que no iba con ellos.

El nuevo gusano cansado de buscar compañía y ser rechazado decidió encerrarse en sí mismo y entonces por su boca empezó a salir un delgado hilo en el que se fue envolviendo hasta quedar completamente cubierto.

… y ahí quedó hasta que hubo madurado, una vez que lo logró rompió su prisión y elevando el vuelo, alejándose de aquellos con quienes vivía pero que no habían sabido comprender que era distinto porque su misión era diferente.

Rafael Fernández Flores
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 683

La última voluntad

Junto a aquél árbol que solía abarcar diversos tonos de color en su follaje, según la temporada, ella se despidió. Siempre sonriente, reflejando y expandiendo una alegría exquisita que le hacía ver sobrenaturalmente hermosa. Y no miento al calificarla así; pues desapareció bañando su recuerdo con un velo fantasmal. A pocos días, fui enterado de su repentina muerte.

Seguí acudiendo al sitio en que la vi por vez última. En primavera, el árbol se vestía de un verde intenso. Creía oír su risa florida.

Tiempo después, me cubría de la lluvia bajo el árbol que sabía de mis angustias y entonces las gotas de agua que llegaban a mí, contábanme acerca de su ternurosa femineidad y recordaba los instantes dichosos en su compañía, que ahora, aumentaban mi dolor.

Cuando las hojas se desprendieron y el aire soplaba, parecía flotar un murmullo llamándome a las ramas desnudas, modelaban en su ritmo contornos que algo de ella asemejaban.

Al cabo de varias semanas, me di cuenta de mi próximo final. Cavé, cavé mucho, despojado de ropas, con agobiante esfuerzo contínuo, cuando las horas recrudecían el frío. La pala, convertida en máquina, apartaba la tierra; toda la energía acumulada en mi vida, estaba en ese instante concentrada en su afán ¡y lo había logrado! Entonces, descubiertas ya las raíces, desfalleciente, me acerqué a ellas y dormí… plácidamente… eternamente.

Su entierro fue fácil, ahí se le cubrió, tal fue su última voluntad.

Raúl Linares
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 683

Insomnio

Padecía espantoso insomnio. Muchas y largas noches había pasado sin poder dormir. Infinitas noches de vigilia lo habían demacrado tanto que su cara tenía la palidez de la cera. ¡Por fin un médico logró hacerle conciliar el sueño! Y cuando logró dormir tuvo un sueño que le hizo despertar sobresaltado: ¡había estado soñando que se dormía y ya no despertaba jamás!

Ricardo Fuentes Zapata
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 682

El sueño

La joven María, en cama con alta fiebre, soñó que se había muerto. Como había sido buena se encaminó directamente al Cielo. En su delirio voló gozosa hasta dar con las puertas del Paraíso, allá en lo alto, muy alto. Sus hojas estaban chapeadas de oro fino, fijadas con bisagras de brillante plata y clavos de esmeralda.

Llegó María volando al Cielo. Las puertas se abrieron acogedoras. Ángeles y Serafines le formaron cariñosas filas. Músicos y danzantes la rodearon haciendo sonar en el baile sus instrumentos sonoros. Las alas de todos se extendían.

Corrió María, ya dentro, a buscarse sitio. Pero el cielo estaba todo él lleno. Hay en la tierra más gente buena de lo que parece. Como la joven se llamaba María indagó dónde se cobijaban las Vírgenes de su nombre. María Magdalena, la Madre de Jesús, precisamente la acogió cariñosa. Su abrazo fue tan apretado que la joven María despertó. Notó que se había acostado con fiebre y que despertaba sana, normal. Se levantó para ayudar a los suyos.

Francisco Azorín
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 682

El extranjero

¿Decís que deseáis saberlo? … De donde yo vengo, ahí, en ese lugar, se da el fruto del árbol del bien y del mal: Comed; aquí he traído algunos: Más tened presente que después de comerlos, tendréis que arrastraros sobre vuestro vientre, por toda la eternidad.

Francisco Álvarez Q.
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 682

El entierro

Definitivamente una mañana soleada y alegre no es conveniente para sepultar a un muerto. La alegría de la vida se filtra materialmente en los poros de nuestra piel y durante el cortejo fúnebre uno no puede pensar más que en vivir. Las caras de los niños que corren por las calles nos llenan de contento a pesar de nuestra pena, y el sol, y el aire, y las flores, y todo, tal parece que se han puesto de acuerdo para robarnos nuestra tristeza. Uno se fume entonces un cigarrillo para tratar sinceramente de apoderarse del dolor, pero todo es inútil. Hasta que una nube compasiva cubre el sol. Entonces la mañana se obscurece y las lágrimas fluyen espontáneamente a nuestros ojos.

Efraín Astudillo Ávila
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 682

Levitación

Había logrado al fin el llamado “milagro de la levitación”.

—¡Pero qué tontos son todos! ¡Tan fácil que es! ¡Y nada de tazas de chocolate, nada de eso! ¡Pero hombre, es mil veces más sencillo! Ese Lewis era un genio. Allí estuvo el secreto, disfrazado. ¡Tantos años y a nadie se le ocurrió usarlo!; solamente se muerde un poco de este lado para subir, luego, para bajar ¡qué fácil!, se le muerde del otro lado. Muy poquito ¿eh?, porque puede uno enterrarse o ira dar hasta el otro lado, con los chinos, ¡ja! Te haré una demostración. Pero no dirás nada; yo y sólo yo voy a hacer negocio con esto, Detenme.

Después de un pequeño mordisco, comenzó a elevarse mientras el otro brincaba de gusto, pisoteando el pedazo de hongo.

—¡Estúpido, bruto, mira lo que haces! —le gritaba agitando los brazos como avecilla sus alas. —¿no te das cuenta? ¡Pronto, dámelo así!

Mordió como un desesperado la torta negra de tierra y hongo, sin resultado.

Gritaba y pateaba mientras el otro le veía elevarse más y más, hasta desaparecer en el azul, como globo de niño.

Nadie le vio bajar, ¡tal vez se haya reventado!

Yolanda Margarita Fernández Ordoñez
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 682

El cafetómano

Cuando se sentía deprimido —que era casi todos los días— se metía al café, a ese ambiente nebuloso, calidoscópico, coloidal, irrespirable, donde cada segundo es una gota de plomo derretido en un ojo.

Y se ponía a oír como las palabras se arrastran confundiéndose en el polvo del tiempo, incoherentes, cacofónicas.

De vez en vez, pedía una taza de café —americano, por favor—, casi inmóvil, porque su imaginación cayó abatida, en su intento de evasión, por las prosaicas imágenes que con la asociación de los sonidos, los olores y las escenas grotescas de los rostros gesticulantes, al llegar en explosiones a su cerebro le paralizan el mecanismo.

Se llena y se vacía el local varias veces y él igual.

Hasta que le metálico ruido de las cortinas, que indican el cierre, lo empujan a la calle —como no queriendo—, liquida su cuenta, se mueve lentamente, con la sensación de que no sabe que hará al salir, si matarse o acostarse con la primer mujer que encuentre.

Teresa Osorio
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 681

Cuento para cuento

El primer hombre vino y se sentó para tomar asiento. Luego los demás llegaron para lo mismo. El primer hombre dijo que comenzaba la reunión para iniciar la reunión. Enseguida alguien propuso proponer un orden que ordenase la discusión. Otro discrepó para discrepar en que no se podía hacer lo que no se podía. Entonces se originó un debate para debatir. El primer hombre hizo sonar la campanilla para que sonase. Y todos quedaron de acuerdo en quedar de acuerdo. Se levantaron para dejar el asiento y salieron con esa finalidad. Un periodista que llegó corriendo para llegar apresurado, interrogó para preguntar al señor gobernante que gobernaba para gobernar. Le contestaron para responderle que ya se había resuelto resolverse la ley para legislar que deja satisfechos a los satisfechos, pobres a los pobres, y se dio por terminada la conmoción para darla finalizada.

J. Poniachik
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 681

Un recuerdo

Una vez, me acuerdo, un señor loco se me acercó, iba yo a la tienda de la esquina a comprar creo que refrescos para la casa, cuando se me acercó y me dijo: “Toma”, y me dio mil pesos. Yo era escuincle, y el tendero fue el que contó el dinero y me dijo que eran mil pesos, y llamó un gendarme, y entre los dos me asustaron y se quedaron con el dinero. Ahora, ya grande, me acuerdo de lo que me pasó y quisiera saber qué me pasó y quisiera saber qué es lo que Dios me quiso dar a entender con eso. Quien sabe.

A veces hasta se me va el sueño.

(No se cita al autor)
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 681

El llamado

El teléfono sonó ocupado, y ocupado, y ocupado…

¿Estaría descompuesto?

No: luego llamó, y llamó, y llamó.

Ya nadie respondió.

Traigo un nudo dentro de mí.

Pancrasio Gordillo

(Nom de plume)

Domicilio conocido.

Tercer planeta.

Sistema Solar.

Vía Láctea.

P.S.: si me saco el premio, señor Valadés, déselo a la primera criatura que se encuentre en la calle, que sea menor de 10 años.

(No se cita al autor)
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 681

Frente a una imagen

A Patricia y Fernando

La experiencia de la noche pasada le decía a Daniel que no debía cruzar más el amplio patio de la vieja mansión.

Tenía la necesidad imperiosa de hacer lo más corto posible el camino a casa. Parado frente al gran solar pensaba lo largo que le resultaría hacer el rodeo hasta la esquina y llegar a la puerta de su casa.

También pensaba en lo que le esperaría si tomaba por el camino más corto. Se pasó varias horas pensando. Recordó que la noche anterior, al cruzar el solar que estaba frente a de él, le había salido al paso el hijo idiota de los dueños de ese montón de ruinas.

El camino más largo y seguro le parecía demasiado pesado y sin embargo, parado enfrente del solar, seguía indeciso.

El sol surgió y con él, los ruidos de la gente que se dirigía a su trabajo, sin embargo la indecisión seguía en él.

Por fin corrió con toda rapidez por el solar de la casa vieja. Detrás de un gran árbol le salió a su paso el idiota con los ojos saliéndose de sus órbitas, la boca abierta dejaba escapar entre sonidos guturales una baba que corría hasta el mentón. Daniel se paró en seco y un nudo le obstruyó la garganta. Era una grande y horrible imagen que parada frente a él le hacía de nuevo sentir la experiencia pasada.

Quiso dar vuelta y salir del lugar pero otra vez la indecisión volvió a invadirle. Al frente, el idiota que cerraba el paso, y el camino más largo a su casa hacían que Daniel se mantuviera estático. Por fin, a pesar de la repulsión que le causaba aquel ser, decidió sentarse en el suelo a esperar. El idiota hizo lo mismo y mirándose ambos los ojos, quedaron uno frente del otro.

Venancio Machado Lamas
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 678

Regresión

Había tenido una bella figura, como correspondía a su manera de ser, cuando vivía apegado a los más altos ideales.

Ejercía la vida espiritual no solamente con pensamientos y palabras, sino con hechos y todo cuanto hacía estaba de acuerdo con sus elevadas reflexiones. En él era imposible la menor falta de correspondencia entre las ideas y los actos. La modelación exterior estaba siempre en exacta armonía con su interior.

La fascinación de los placeres inmediatos y la paulatina pérdida de la fe en los fines remotos e improbables, contagiado además por la felicidad que rinde la buena fortuna, motivaron la modificación de aquel orden. Se fue transformando.

Todo mundo podía ver cómo a cada suplantación, se operaba también un cambio exterior. Primero perdió su hermosa esbeltez y sus pasos se hicieron pesados. Luego oscurecieron sus ojos y se poblaron sus cejas. En la etapa siguiente sus brazos crecieron y sus espaldas se cubrieron de pelo. Poco después asomaron enormes colmillos entre sus belfos y luego tuvo que andar a gatas. Finalmente, cuando dejó de creer en Dios, perdió el lenguaje.

Eugenio Trueba
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 677

El viaje

Se miró en el cristal de la ventanilla. Los árboles y los postes, árboles muertos, desfilaban en una carrera veloz. El traca-traca del ferrocarril lo fue adormeciendo. Sus ojos claros, verdes o azules según su estado de ánimo, se ocultaban tras los párpados.

—Me faltan tres horas para llegar —escuchó que pensaba. Y se sumió en un sueño inquieto.

A ratos recobraba la conciencia. Como iba solo en un camerín no se avergonzaba de haberse dormido. La revista que llevaba estaba en el suelo alfombrado. El nudo de la corbata se encontraba descentrado y sus ojos estaban enrojecidos.

—Debo llegar. Debo llegar —era un resto de conciencia lo que lo mantenía despierto.

—Me esperan. De seguro María se encuentra en la estación. Y los niños. Ah, la vieja Andrea que me cuidaba de pequeño. Porque yo fui niño. Y corría. Y amaba la lluvia —recordó que tenía sed y se mojó los labios.

—El cristal es irrompible —prosiguió cambiando de tema, —y las paredes tan suaves, tan acogedoras —intentó moverse pero no pudo hacerlo.

—De seguro estoy dormido y todo es producto de la imaginación.

En el exterior el sol hería más que calentaba. Calcinaba las pequeñas hojas de la milpa que no crecería nunca.

—Debo llegar —insistió— debo llegar. Los niños me esperan para jugar. La casa con los corredores largos, y esas habitaciones altas y ventiladas— miró el cubículo donde se encontraba.

—Aquí me siento preso —cerró los ojos y durmió. De vez en cuando su lengua seca trataba en vano de mojar los labios.

Durmió hasta llegar a la estación. Ahí se abrió la puerta del camerín. Entraron dos hombres vestidos de blanco y tomándolo uno de cada brazo lo sacaron al pasillo. En el patio de la estación una camioneta pintada de blanco con un letrero en negro “Sanatorio de recuperación mental”, esperaba.

Amalia Álvarez González
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 676

Una misión difícil

Cuando me di cuenta de las averías del adaptador era demasiado tarde para volver, de manera que mi viaje —tan costoso— podía resultar inútil.

Sería muy difícil explicar científicamente lo que es un adaptador y baste decir que en vista de que los seres racionales, no obstante ser esencialmente iguales al hombre, se encuentran distribuidos en construcciones muy diversas, para medio entenderse con ellos fue necesario inventar un aparato adecuado a tal propósito. No se trata precisamente de un intermediario ni de un traductor. Eso no bastaría. Más bien es un reductor de diferencias materiales a fin de que los órganos —tan poco parecidos— que sostienen la razón de unos y otros puedan condicionar un elemental entendimiento. En otras palabras, el adaptador hace artificialmente similares los distintos vasos que contienen la facultad de reflexión de ellos y de nosotros, los humanos. Eso es todo.

No tuve más remedio, una vez que mi nave arribó a aquel remoto mundo, que tratar de valerme por mí mismo. Tendría que actuar sin mi organismo, ya que no me servía de nada. Después de largos y penosos esfuerzos, lo logré. Mi razón quedó totalmente desprendida y apta para una regular comunicación.

Sería poco sincero si omitiera que no me proporcionó tanta satisfacción el haber cumplido las misiones del viaje, cuanta aquella experiencia del pensamiento liberado.

Eugenio Trueba
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 674