El día del fusilamiento

Alamiro dobló en la esquina de la Gran Alameda con Ministro Tohá en dirección al centro de la ciudad. Era aún temprano y llegaría al Instituto antes que el resto del personal, por lo que su paso no era apresurado. El movimiento de Santiago recién comenzaba a manifestarse, aunque cada vez más seguido se escuchaban los motores de los microbuses y camiones. La pequeña metralleta colgaba a sus espaldas no obstaculizando la libertad de movimiento al caminar, pese a que su maletín era bastante voluminoso. Portaba todos los materiales reunidos en tres meses de febril investigación sobre el clima de las provincias del Norte Chico y correspondía, de acuerdo al plan, iniciar la redacción del Informe Preliminar. Le molestaba eso sí, la corbata. Nadie usaba ya la corbata, pero su esposa insistía quién sabe por qué razón, para que él la llevara. Manías de mujer. De todas maneras, llegando al trabajo, se la saca hasta terminar la jornada para regresar impecable al hogar. Efectivamente nadie había llegado todavía. Cuando abrió el maletín recordó abruptamente que ese día era el día del fusilamiento. Dejó todo como estaba y “corrió” hacia la calle. En media hora llegó al zoológico. Una gran cantidad de personas se agolpaban frente a las grandes puertas de la entrada. A duras penas logró presentarse ante la jaula. Tras los barrotes, arrinconados hacia el fondo, mucho más atrás del gran escritorio de caoba, sobre la inmensa alfombra multicolor, con sus impecables uniformes y condecoraciones brillantes, con sus guerreras laureadas, los cuatro generales estaban pálidos. Desde la silla de ruedas el Terriblemente Torturado le ordenó que se formara junto a los otros compañeros. Un grupo de milicianos empujó a los condenados hasta la pared. Alamiro dejó sus muletas en el suelo y a la voz de ¡Fuego! Vació el cargador al mismo tiempo que el resto de los lisiados.

Osorno Cautín
No. 76, Marzo-Abril 1977
Tomo XII – Año XII
Pág. 283