Topo

Cava, cava. Se le va la vida en eso. Lleva años cavando ese mismo lugar. Hace su hoyo más y más grande cada vez. No conoce la luz, mucho menos el mundo exterior. Lo único que lo alumbra es una lámpara de petróleo; él sabe que no es eterna, pero no le importa, sus ojos ya se acostumbraron a la oscuridad.

Cava, cava, tiene sus esperanzas puestas en su pala y su pico. Se detiene un momento a recordar la última vez que estuvo en la superficie. Fue cuando alguien le dijo.

—¡Vete al infierno!

Cava, cava. No dejará de cavar.

Francisco J. Sánchez Corral
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 33

Alta fidelidad

Este tipo es un miserable, pensé. Después de la tremenda pelea me odiaría tanto como yo a él. No hay más vueltas que darle, la solución es buscarme otro, creí.

Acto seguido, estaba bajo ochenta kilos de hombre, soberbio, lo mejor, de manos expertas, peludas y suaves, de contoneos precisos, menos exactos, olor exquisito. Los jadeos suplían la música, el ambiente estaba cargado, eléctrico, qué experiencia, yo nunca antes había sentido…, bueno, no así tan…, no sé, intenso. Me tomó de la cintura, me dejó suspendida, como levitando, flotando, mi pelvis enloqueció, mi cuerpo entero se convulsionaba, estaba acabando y no pude evitar gritar Juan, Juan, Juan… Ahí me entró el pavor, me quedé quietecita, era el colmo ser tan mala amante como para andar nombrando a mi estúpido marido al momento del polvito clandestino; pero el espanto dio paso a la ira cuando este condenado empezó a invocar a una tal Betina, qué fraude, qué decepción, qué estafa, todo estaba tan bien. Hasta que fui sacada del trance y abrí los ojos, encontrándome con uno setenta y cinco metros de macho, sudado, pelo negro desordenado y sonrisa enorme, ahí estaba Juan, sin enojos, y yo, Betina, perfectamente estirada entre él y la cama, como bella mariposa de insectario.

Patricia Salgado Middleton
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 154

Qué casualidad

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Sube la marea y nadie se da cuenta por estar comiendo los bocadillos y duro que dale con el vino. Esa ola los va a tapar, adiós toallas y sombrillas, aquí estoy yo sola con ganas de reírme, aguantándome la burla; ¿sabes? sería bueno que estuvieras conmigo, los dos disfrutando de la tarde. Con sus bíceps envaselinados, Hércules me hace ojitos, luego me propone algo, no sabe que me dan asco los atléticos, prefiero un flaco con gafas, tú sabes, ¿qué hacer? sonrío de oreja a oreja y le doy un “go ching your mother”, no sabe qué es ching, ni habla inglés, le da igual y se va pensando que sería bueno aprenderlo para conquistar gringas. Se acerca alguien y me dice hola, caigo en la trampa y contesto hola en lugar de hello, es un flaco con gafas, aunque viéndolo bien no está tan flaco, las gringas escriben en inglés, me dice (brillantemente deduzco que me estuvo espiando); qué escribes Cartas, qué casualidad, yo también estoy solo, te invito una copa, charlamos, por la noche podemos ir a bailar y luego si quieres te muestro algo maravilloso.

Y claro, se te hará extraño que te cuente todo esto, pero fíjate que me la pasaba hablando sola, estaba cansada de la no comunicación, y qué mejor que platicar con alguien, bueno, ya basta de disculpas. Fui con el tío de las gafas a tomar la copa, la noche nos cayó encima charlando, teníamos tanto en común, qué te cuento, nos metimos a una discoteca y bailé mejor que Travolta, aplausos, risas. Salimos de ahí y me mostró algo maravilloso. Por respeto no voy a entrar en detalles. Cuando dejábamos el hotel nos topamos con tu madre. Qué pequeño es el mundo ¿no?

Gabriela Díaz de León
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 153

Ritual del fuego

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Cuando oiga que te acercas a la alcoba, fingiré dormir. De reojo en la penumbra observaré cómo, paso a paso, te irás desnudando, sin prisa. El resentimiento me invadirá en forma de ráfaga de fuego y luchará con mi instinto de mujer, con mi pasión por ti.

Te acostarás, deslizándote suavemente hasta rozar mi costado.

Tus ágiles manos se toparán con una figura de hielo, sin rendirse. No importa el tiempo que te lleve, tratarás de derretir mi orgullo, ése es tu pasatiempo favorito. Querrás hacerme olvidar, aunque sea sólo por un momento, tu abandono, tu deslealtad; mi dignidad.

Con ternura, un beso; midiendo el terreno, otro.

Al igual que el ciclón a la palmera, me doblegarás; haciendo de cada centímetro de mi piel un acontecimiento. Me sentiré única, me sentiré nueva, me sentiré bella.

En plena ebullición mi sangre te reclamará. Vencida por la inercia, mi cuerpo será un compás abierto marcando el ángulo del infinito. Convertida en el epicentro del terremoto que desgarrará mi geografía, saciaré tu deseo de mí.

Después, nada. Nos envolverá el silencio. Te daré la espalda y fingiré dormir. Encadenada a este rito, a este mito, a esta cama.

Gabriela Almendaro
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 145

Concupiscencia

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Como si una hoja en blanco me rellenara la boca. Mi lengua se mueve lenta, percibe los dientes apenas húmedos de líquido amargo.

Fuera, la piel del rostro se aduerme sobre las sábanas y mis pupilas se dilatan, única señal de vida en los ojos fijos. Mi cuello tenso se relaja al hundir la barbilla en la almohada. Inquietud inofensiva y creciente. Mis hombros sensibles al roce; los senos, al contacto inmóvil de la tela y del recuerdo reciente de la última saliva: es cuando el abdomen, los muslos rígidos por un instante, premonizan movimiento en mis caderas y una furia contenida en la cavidad más femenina de mi cuerpo.

Desprendo la mano de la almohada introduciéndola en texturas sintéticas y cálidas, buscando. Mi propio peso la hace inquirir sin prisa; creándose espacio encuentra el vientre; luego, vello entre mis uñas, carne bajo mis yemas.

En el ansia de penetrar, clavo las rodillas en la cama y mi pelvis espera.

Huele a sábanas y a cuerpo, a cabello deshecho entre los dedos.

Las yemas lúdicas continúan hasta llegar al punto (flujo de mar, prosapia u origen), y el sentido de ser revienta en mí, en mi cuerpo, como lluvia de relámpagos inauditos.


Carolina Luna
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 144

Entrega

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En la tortería que hay junto al trabajo pido una Especial para llevar y un refresco enlatado. Me los ponen en una bolsa. Checo mi tarjeta y paso al mostrador de servicios, la secretaria me da la orden y las llaves de la camioneta.

La torta huele bien, pero nos tienen prohibido comer en horas de trabajo, así que me aguanto las ganas de probarla. Echo la bolsa en la guantera y pongo en marcha el motor para que se caliente. Veo cómo los muchachos bajan con cuidado por la rampa, las ruedas de la camilla rechinan. La caja se inclina por un momento pienso que se les vendrá abajo. Abro la cajuela y deslizan el pesado cajón. Golpetean la ventanilla y se van. Verifico el número de la carga con el de salida. Aseguro la puerta. Al ponerme el cinturón de seguridad siento que mi estómago se retuerce, está haciendo demasiado ruido. Salgo del estacionamiento y en la calle me espera una larga fila de coches que incluye un camión. Vamos despacio y con los faros prendidos. Durante el viaje como la torta y bebo el refresco, mientras se pone una luz roja estiro el brazo y me reclino para abrir el ataúd y deslizar mi mano sobre los pechos de la mujer.

Cruzo la reja y estaciono la camioneta. Abro la puerta trasera para que retiren la carga. Me apoyo en el cofre para fumar un cigarro y con un cerillo retiro los restos de comida de mis dientes.

Citlali Ferrer
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 141

Autorretrato

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Sé que puedo tocar el rostro dormido de mi madre y dibujar su imagen en segundos. Describir la sencillez que tanto admiro den mi padre; y las experiencias al convivir con siete hermanos. Pero yo, ¿quién soy?

Nací en San Gabriel, arcángel y vecino del ánima de Sayula; donde los montes y los cerros embriagan sus entrañas con la sabia de los magueyes. Ahí abro una ventana y me desnudo, avanzo y plasmo a una niña apiñonada de ojos obscuros e inquietos, que siguen el vuelo de las aves y despiertan en un tejabán rodeado de estrellas. Veo unos pies descalzos, que a los cinco años le presumen y le reclaman al río sus zapatos nuevos. Unas manos grandes que juegan con tepalcates y sostienen una muñeca de trapo, manos que hacen del suelo un pizarrón para enlazar las vocales.

Una ráfaga de viento recorre los caminos; es la niña que acompaña a los pájaros hasta la ciudad; busca su campo y cielo, crece, y dirige a los pequeños de primaria; vestida de blanco se entrega y atiende a los enfermos.

Se perfuma de azahares; su vientre enciende tres luces, trece años es esposa. Acude a los tribunales, firma en el frío su divorcio. Regresa a su pizarrón y busca su derrotero.

Marycruz Estrella
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 139

El viaje

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Cuando Laura echó marcha atrás en su memoria encontró muchos detalles que eran clara evidencia de la situación de Julio.

Aquella llamada misteriosa de una amiga que le prevenía de la enfermedad que él padecía, aquellas extrañas reacciones de su prometido en determinadas circunstancias, no pudieron hacerle pensar que había algo especial en su comportamiento.

Ella siguió adelante hasta ver realizado su deseo. El viaje de bodas había sido cuidadosamente planeado: lugares interesantes, visitas a museos, iglesias, conventos; sitios siempre viejos llenos de historia y de misterio.

La devoción de Julio por aquellos lugares parecía extraordinaria; hablaba todo el día del arte clásico nunca más superado. Las contínuas visitas a diversas iglesias y monasterios impregnaba el ambiente de un sutil pero ineludible misticismo en el que Julio parecía estar inmerso.

Pasaba largos ratos meditando sobre la naturaleza de las cosas; el bien, el mal, las debilidades humanas lo preocupaban demasiado.

Tal parece que hubiera querido encontrar de un solo golpe la respuesta a todas las interrogantes y cuestiones que desde siempre lo inquietaron.

Sus inquietudes y reacciones antes las situaciones cotidianas eran inexplicables. Sus temores se agudizaban y las medidas de precaución eran extremas: la vida representaba un gran peligro.

Pasadas tres semanas de viaje el aspecto de Julio se había transformado. El rostro demacrado revelaba su existencia atormentada.

Habían iniciado un viaje juntos del que Julio nunca más regresó.

Judith Maldonado
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 136

Recuerdos en mecedora

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El sonido monótono del ir y venir de la mecedora era casi lo único que se escuchaba en la calle. A lo lejos, como en un segundo plano, se oían los graznidos de los tordos anunciando la noche.

Rosaura se mecía en la terraza tratando de engañar al calor, que, ni por la hora parecía dispuesto a disminuir. Sabía que debía recordar algo importante, algo que estaba ahí, casi a la vuelta de algún rincón de su memoria. Desde temprano se despertó con la sensación de que debía preguntar algo a su hermana que, parada cerca de un pilar, atisbaba la esquina para ver quién regresaba del rosario.

Frunciendo el ceño hizo un nuevo esfuerzo y decidió dejar que el recuerdo se abriera paso a través de sus años. Tomó su tejido y empezó a hilar puntadas caprichosas para una blusa que llevaría al bazar de Semana Santa. Sus dedos recorrieron el hilo una y otra vez.

De pronto el vaivén cesó y con el mismo sobresalto de quien acecha una sombra de reojo a las seis de la tarde, recordó.

Radiante volvió el rostro hacia su hermana y ansiosamente preguntó:

—Adela, ¿cómo se llamaba papá?

Xochitl De San Jorge
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 135

El xerofonodonte

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Tenía, como cualquier otro, aspiraciones y retrocesos, inclinaciones y desviaciones, diferencias y consecuencias, cavilaciones e intenciones, altas y bajas, negativas y aportaciones, simpatías y definiciones, palpitaciones y desesperanzas, perspectivas y sospechas, logros y avances, circunspecciones y expectativas.

Pero lo que no tenía era una cola.

No pudiendo soportarlo encaminó su destino: tomó mucha cocacola, dé de cola de caballo, un colicoli y un colaborador. Comió colación y colada. Se puso coladera y una coleta. Se untó colágena y colirio. Buscó un colambre y un colador. Sembró colinabo, coliflor y cola de zorro.

Compró una colanilla, un colapez y un colibrí.

Exhausto y frustrado enfermó de colitis y se colapsó.

Un día, al acostarse, Xero se dio cuenta de que en la parte baja y posterior de su cuerpo empezaba a brotar una pequeñísima cola. Su alegría fue tan grande que se sintió el xerofonodonte más exitoso sobre la tierra. Cenó champaña, caviar y todo tipo de quesos exóticos. Se tomó unas vacaciones en Europa y el Medio Oriente. Se compró un yate en Acapulco, una casa de campo en Tapalpa y una membresía en el mejor club deportivo de la ciudad. También un carro del año, una moto último modelo, unos lentes para el sol, una antena parabólica y una suscripción al Newsweek, aunque no sabía inglés.

Eran las diez de la mañana de un domingo soleado cuando Xero abrió los ojos y todavía medio dormido intentó salir de su cama para ir al baño. No pudo. Miró sorprendido el tamaño de su cola. Había crecido tanto y era tan pesada que no le permitía moverse. No supo si en realidad su cola había crecido o él empequeñeció.

Quiso correr, pedir auxilio, pero se quedó quieto observándola larga y fijamente. Entonces creyó ver que ella le sonreía burlona. Xero comprendió que ahora era sólo un pequeño retoño que su cola había deseado tener.

Adriana Chávez
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 124

El motivo

136-137 top

De nuevo te descubro frente al espejo cuando apenas amanece; has saltado de la cama creyéndome dormido, ignorando por completo que me encuentro aquí. Tan ausente te encuentras, tan ensimismada, en eso que se ha posesionado de ti, arrancándote de mi propia posesión, que por primera vez me siento desplazado.

Desnuda, a contraluz frente a la ventana, te estiras en un obstinado ritual de tu cuerpo y tu perfil me muestra el motivo que lentamente me ha ido sacando de ti: tu vientre con cinco meses de una nueva vida en su interior.

Deslizas las manos por esa inflamación que te hace brillar los ojos, enfatizando la plática que lleva no sé cuánto tiempo, la melancólica conversación hacia tu interior, el estrecho diálogo entre tu hijo y tú.

Acaricias la imagen de tu rostro en el espejo y con dulzura la reconoces tuya; sonríes, ganándole la batalla a la perseverante extraña que ocupaba tu lugar. Algo se mueve en tus entrañas reclamando atención inmediata y te pierdes en la observación de las señales de vida que un misterioso inquilino insiste en enviarte.

La fuerza que emanas ahora, contradice la ternura de tu mirada y la quebradiza delgadez de tu cuerpo que inspiraba los más recónditos deseos de protección; y ¡qué ironía!, en estos momentos eres tú quien protege.

Reparas en mi presencia y me sonríes con la picardía de una niña que se ha descubierto a la mitad de una travesura. Eres la vida misma y me has sonreído. El sentimiento de abandono se sacude junto con la modorra y me haces tu cómplice: “Está pateando, ¿quieres sentirlo?”

Tomas mi mano entre las tuyas, la paseas por tu vientre y nos perdemos en la observación de las señales de vida que el misterioso inquilino insiste en enviarnos.

Maritza Oropeza
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 118

Refugio contra la tormenta

136-137 top

Afuera, la noche se extendía… Rodaba entre los árboles, las piedras y los alacranes…

Adentro, la luz de la lámpara de buró, el calor anaranjado de la chimenea…

Más adentro, la cama: disponible y limpia.

Afuera, el cielo era todo nubes chispeantes y húmedas.

Adentro, Eduardo y Samira tenían los ojos fijos en el fuego. Él vestido con pantalones y camisa de mezclilla; se quitó los tenis y los aventó a la orilla del cuarto de hotel.

Más adentro, ella dejó caer la bata al piso y se tumbó sobre la cama vestida únicamente con un collar largo de perlas.

Afuera, el cielo lamía una tormenta en el vientre de la noche.

Adentro, Eduardo puso sobre el hombro de Samira la mano caliente de sus veinticinco años.

Más adentro, la joven admiró el brazo grande y moreno en contraste con su piel blanca.

Imaginó que su cuerpo entero cabía dentro de aquella mano…

Afuera, el cielo y la noche gemían en un abrazo que se escurrió por las paredes del hotel, los árboles, las piedras… Un abrazo que mojó a los cristales temblorosos de las ventanas.

Adentro, Eduardo pasó su mano rápidamente por la cabellera de su esposa.

Más adentro, ella sorbió con sus ojos cafés la imagen de Eduardo y luego los cerró para desnudarlo.

Afuera, la noche sembró charcos a sus pies.

Adentro, Eduardo dio un beso en la frente a Samira, mismo que ella con su pensamiento arrastró hacia la nariz, más abajo humedeció sus labios, dibujó su barbilla, saltó al cuello con su memoria y lo detuvo entre los senos. “Ahorita regreso. No me tardo”, le dijo él.

Más adentro, la muchacha le preguntó al marido viéndolo ponerse los tenis y la chamarra: “¿A dónde vas? Está lloviendo.” A lo que él respondió: “No me tardo, linda. Voy a ver si consigo una televisión, aunque sea chiquita, para ver el partido de futbol y no aburrirnos”.

Gabriela Marentes Garza
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 110

Carta a Dios

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Dios, soy Sili. Quiero pedirte perdón por todas las cosas horribles que he hecho desde el día que comulgué. Perdóname por escuchar las groserías de Rosa, por haber espiado al suizo, por verle su sexo a Daniel y por desnudarme en la azotea y tocar mi cuerpo. Sé que son cosas malas, pero no entiendo, Diosito, por qué son tan bonitas.

Estoy triste porque ya no podré comulgar nunca, pues el padre no me va a perdonar tantos pecados, además de que ni siquiera me atrevo a contárselos. Ahora tú y yo vamos a estar separados. Ya no aspiro a ser buena como Sab, ahora voy a ser una niña triste porque mi alma no está limpia y tú no puedes perdonarme. Aunque si quisieras sí podrías perdonarme, sin que los curas se enteren, pero yo no lo voy a saber porque tú no hablas, ni escribes, ni te apareces.

Quiero decirte, Jesús, que pienso mucho en ti y que sí me arrepiento. Por favor, te lo ruego, perdóname. Ya no te prometo ser buena porque eso es imposible. Tú te das cuenta de que sin querer cometo pecados y que sufro por eso. Mira, te prometo rezar, ir a la iglesia y amarte mucho, mucho.

Diosito, no hubieras inventado a los sacerdotes; mejor hubieras hecho una fuente en donde nacieran solitas millones de hostias y todos los que nos arrepentimos y creemos en ti fuéramos a comulgar. Qué padre sería que sólo tú oyeras mis pecados y que me perdonaras sin ponerme penitencia ni castigos; que me perdonaras sólo porque me quieres y yo te quiero y somos amigos. Pero como no es así y tengo que confesarme con esos señores, pues me quedo lejos de ti, triste, muy triste.

Silvia Castillejos
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 109

Encuentro

136-137 top

Un hombre camina a mi lado, no lo sentí llegar. Me habla de ciudades que no conozco, toca mi brazo derecho, yo sonrío sin comprender por qué, pues muchas de sus palabras me suenan extrañas. De pronto, pasamos por una esquina y la luz de una ventana iluminada me permite ver sus facciones: es muy joven, creo conocerlo pero cuando estoy a punto de recordarlo se despide; lo veo alejarse en la oscuridad entonces me doy cuenta de que debe ser muy tarde y vuelvo sobre mis pasos, aunque no sé para qué.

He caminado algunas calles y recuerdo su nombre, su voz; y la tibieza de su beso en mi mejilla al irse vuelve a mí, es lo único que tengo ya de él, eso y sus palabras quizá sin sentido, pero el tono de su voz será lo más preciado para mí desde ahora.

¿Qué hice antes de caminar por aquí? No sé. Creo que desde que existo camino por esta calle; ha cesado la lluvia y quizá pronto amanezca. Ya no tengo frío. Alguien se acerca. Me cubre con una manta seca y dice dos palabras que no entiendo.

Caminamos en silencio. La calle es tan larga.

Le hablo de mi padre y sonríe, dice: “Sí, así es la muerte.”.

Guadalupe Ángeles
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 105

Alma y media

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Desde que papá murió, mamá fue empequeñeciendo por dentro, sin que nadie lo notara, pues mientras más chiquito se le hacía el espíritu, más hambre le daba. La gente decía: qué saludable estás, por no decirle gorda. Mamá agradecía el cumplido con una sonrisa angelical y una vocecita que le salía del estómago, como si estuviera sentada dentro de su propia barriga, viéndose comer. Por esos días se le empezaron a voltear los ojos porque ya no alcanzaba a asomarse por ellos hacia afuera. También quedó sorda, no le llegaban los sonidos por más que gritáramos. Sin embargo, continuaba comiendo. Entonces los brazos comenzaron a quedarle grandes, parecían las mangas de un suéter colgado en el tendedero. Nosotros aún no sospechábamos nada, aunque era extraño que mamá, que antes era la primera en reír de un chisteo empujarnos por la vida como si fuéramos carretillas, estuviera tan silenciosa y sólo de vez en vez balanceara un pie, como diciendo no. Por eso nos enteramos. Mamá nunca decía sí a nadie. Acerqué mi boca a su pie y susurré: mamá, ¿me oyes? Una débil patadita fue la única respuesta. Luego mamá dejó de mover el pie. Quise quitarle el zapato, que le quedaba apretado. Era un zapato de cintas que se resistían a ser desanudadas. Cuando por fin logré descalzarla era demasiado tarde, la media estaba vacía.

Martha Cerda
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 102

Siglo XXI

136-137 top

Ángeles de alas manchadas hurgan en altares de latas vacías alimentos procesados por larvas.

Coleccionan, en la tierra fértil de bacterias, lunas rotas, soles no eclipsados y cucharas de peltre muertas en el combate de la noche con el día. Sus rostros yacen junto a tubos rotos y a materiales tóxicos que los reflejan. Una muñeca mutilada lee en la basura: omisión de los derechos humanos.

Claudia Palencia
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 101

¿Culto al mal?

136-137 top
Ya no hay duda de que los grupos de los autodenominados “científicos” que vivieron en la época del que, aún no hemos podido descifrar por qué, se llamaba a sí mismo Homo sapiens sapiens, eran poco apreciados en la sociedad. Hasta ahora supimos que esto se debía sólo al hecho de que lugar de trabajar se dedicaban a pensar, y todavía se quejaban porque se les pagaba poco por ello; sin embargo, recientes hallazgos muestran que dichos grupos, que eran especies de cofradías secretas a las que sólo unos cuantos iniciados tenían acceso, estaban llenas de sádicos.

Lo anterior se deduce del sorprendente descubrimiento de que algunos de los “científicos” competían unos con otros en loca carrera por describir enfermedades, con el único propósito, hasta donde se sabe, de ponerles su nombre —síndrome de Stokes y Adams, epilepsia Jacksoniana, mal de Parkinson—, como queriendo permanecer a lo largo de la enfermedad y aun después de muertos, carcomiendo a los hombres. Se piensa que esta extraña costumbre podría ser también un culto a la depravación, ya que daban su nombre, igualmente, a los agentes causantes del mal —bacilo de Eberth, parásito de Laveran, bacilo de Yersin—. Nos quedamos estupefactos ante algunos casos como el de un tal Koch, que no satisfecho con proponer que el bacilo de la llamada tuberculosis —una de las enfermedades que acabó con el sapiens sapiens— llevara su nombre, lo reclamó también para el agente etiológico de una tal conjuntivitis infecciosa. No puede asegurarse todavía pero, al parecer, incluso un santo —que de acuerdo con los criterios del Homo sapiens tendría que haber sido un varón extremadamente bondadoso— de nombre Vito, pertenecía a este grupo de perversos.

Ana María Carrillo
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 98

Justificación

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—Pues sí doctor, ya sé que abandoné la Terapia sin avisarle; pero es que pensé que ya estaba todo arreglado. ¿Recuerda que pasamos dos años tratando de resolver mi complejo? Pues cuando ya casi lo logramos sucedió que me enteré de que había sido adoptado. ¿Se imagina? Yo estaba feliz, hice mil preparativos y planes, por eso no regresé; pero cuando le propuse matrimonio a la que yo había creído mi madre, me explicó que tuvo que tramitar la adopción, únicamente para justificar ante la sociedad que no era madre soltera.

María Guadalupe Rangel
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 97

Mujer secreta

136-137 top

El tiempo —demasiado corto— de amalgamar y ya te alejas. Quédate un poco más, quédate… Es inútil insistir. Te levantas, te apuras. En tu mundo, sólo hay un lugar para mi silencio. Te escucho hablar del trabajo, de lo que conviene hacer. ¿Cómo podré tener la última palabra cuando la primera aún se me escapa? ¿Por qué volví? Nunca me darás lo que necesito. Tengo en mi contra la tradición milenaria de las mujeres que se conformaron con poco y se siguen conformando, el acuerdo tácito posa sobre ellas su chador. La culpa es de él, la culpa es de ellas. Pierdo la cabeza tratando de conocerte. ¡La culpa es del mar!

Nancy R. Lange
Número 136 – 137, julio-diciembre 1997
Tomo XXIX – Año XXXIII
Pág. 95