Tiempo recobrado

El alud se venía sobre él, sin embargo, bastaba un segundo para que se hiciera a un lado y corriera a refugiarse en los roquedales y pasado el peligro llegara a su casa y les contara el incidente y los abrazara jubiloso, tierno, alborozado por haber burlado la muerte, e irían después junto a la chisporroteante chimenea y hablarían hasta muy noche, de lo extremoso de las nevadas de este año, de la finitud de la vida, del amor, de la infancia, de la adolescencia, el encuentro con Flora, su esposa, y los años floridos del noviazgo y las nupcias, las campanas, el órgano, la noche de bodas, y la llegada del niño, Homero, sus primeras palabras, sus primeros pasos, del futuro, del más allá, de la muerte, del paraíso, del infierno, del dolor, de la noche, del sueño, y satisfechos se irían a dormir, tranquilos por la certidumbre de poder continuar sobre el carril de lo cotidiano, sin incidentes perturbadores; un segundo era suficiente, pero…

Pedro Crespo
No. 54, Julio-Septiembre 1972
Tomo IX – Año IX
Pág. 195

A las puertas de Betulia

Uno primero… otro después… lenta… muy len-ta-men-te fue abriendo los ojos. Vio, borrosa, difuminada, a la mujer que se lavaba las manos al fondo de la tienda… Oyó…afuera, no lejos, una muchedumbre, gritaba, eufórica, tal un ejército que ha ganado una batalla… Se sentía ligero, flotante, sin peso… inmersos en la niebla ve que entran dos hombres y se llevan un cuerpo humano que hasta ahora se ha dado cuenta que yacía en el suelo… un cuerpo… ¡un cuerpo!… quiere gritar… la voz se le coagula en la boca… ¡mi cuerpo!… “Ramera, devuélveme mi cuerpo”… Judit, sin escucharle, seguía lavándose las manos.

Pedro Crespo
No. 54, Julio-Septiembre 1972
Tomo IX – Año IX
Pág. 173

Travelling

Camino a lo largo de la playa con aparente indiferencia, aunque en realidad me molesta el hecho de ser observado. Ellos: me irrita verlos, más allá de ese cuadrante que nos separa, sentados en la oscuridad, observando mis actos así tan fríamente, inventando mi destino con tanto desparpajo, mientras yo aquí deshidratándome con este calor de los diablos; trato de ignorarlos, les doy la espalda y me entretengo mirando el horizonte sobre el que me recorto a contraluz, pero no puedo dejar de sentir el cosquilleo de sus miradas; basta, giro rápidamente, los miro fijamente y, decidido a acercarme a ellos, cruzó el umbral; todos se levantan aterrorizados de las butacas y salen corriendo, huyen de mí.

Desconcertado, regreso por donde he venido y reanudo mi caminata, me voy alejando, a tiempo que aparece en la pantalla, en sobre-impresión, la palabra FIN.

 

Pedro Crespo
No. 54, Julio-Septiembre 1972
Tomo IX – Año IX
Pág. 148

Encuentro de vidas

Todo sucedió sin que mediara mi voluntad o mi capacidad de discernir entre la vigilia y el sueño. De repente me descubrí caminando por una ruidosa avenida en busca de algo o de alguien, no sé, me sentía inconmensurablemente vacía. Así vagué por mucho tiempo. Después me recuerdo apoyada sobre la barandilla de un puente tendido sobre un río inefable, los hombres me miraban con libidinosa insistencia; un chico rubio al pasar cerca de mí, dijo un piropo audaz; algo me sucedió entonces, intempestivamente sentí que mi condición de mujer afloraba en mi epidermis como si hasta ahora cobrara conciencia de mi cuerpo, me percaté de mis senos que temblaban y recorrí mis manos sobre mis muslos con obsesiva curiosidad, como quien acaricia un cuerpo ajeno. Ahora estaba en una habitación a media luz sentada sobre un diván gris, con un gato gris en mi regazo, en una casa de campo gris, en una tarde gris, todo me parecía gris y sórdido, estaba triste o aburrida, quería llorar; estrechando el gatito sobre mis pechos me asomé a la ventana: sobre un otero unos chiquillos se afanaban por resistir los jalones de un papalote más grande que el más grande de ellos; al ver a los niños, la angustia cayó aplastante sobre mí y abominé reconocerme una mujer estéril y solitaria, destinada a calmar mis deseos inventando aventuras, quise destruirme y destruir a todos; cuando me di cuenta, era demasiado tarde: había matado al gato en mi crisis nerviosa. Después no sé lo que pasó. Todo se oscureció. De pronto sentí que una mano me acariciaba la nuca, mi pudor me ordenaba rechazarla, pero el placer me desarmaba —¡Oh, Dios, que placer sentir las manos acariciándome la espalda—, y yo sin poder darme cuenta de quién era, por la oscuridad. No he podido dar con las palabras que definan lo que me pasó, pero sueño o realidad celebro que todo haya acabado, pues es terrible encontrarse, sin ninguna explicación, convertida en una mujer… que duda de su cuerpo, que se alimenta de las miradas de los hombres, que deja germinar en su corazón impuros sentimientos, en pocas palabras, saberse una solterona condenada a buscar en el vacío ciertas cosas y a morirse de cierto tipo de hambre. La mano seguía con las caricias indecorosas sobre mi espalda. Es un sueño, supuse, y quería despertar. Las luces se encendieron: supe que no podía despertar porque estaba despierta. ¡Todo había terminado! ¡Qué alivio! Me dieron ganas de maullar de alegría, me contuve con gran dificultad, consideré que no era adecuado, porque la mano seguía acariciándome la nuca y yo me refocilaba oronda sobre los muslos de la mujer, mientras ella decía con un acento triste, como queriendo llorar: “Pobre de mí: condenada a cuidar gatos”.

Pedro Crespo
No. 53, Mayo-Junio 1972
Tomo IX – Año IX
Pág. 90

Mutación

Y sucedió que un día el hombre encontró en su recámara un horrible monstruo, pero venciendo el miedo y la repugnancia se fue acercando a la extraña criatura y cuando la tuvo al alcance del puño, tan cerca que pudo escuchar la respiración jadeante y sentir su pestilente hálito, asestó un terrible puñetazo en la cara de la bestia. Y vio desaparecer al monstruo convertido en una multitud de pedacitos de espejo.

Pedro Crespo
No. 52, Abril 1972
Tomo VIII – Año VIII
Pág. 782

La destrucción por el fuego

Al ver la llama viniendo hacia mí, tuve la certeza de que inexorablemente empezaría mi destrucción y que todo lo que hiciera por evadir la determinación de una voluntad superior, sería inútil. (Y eso en el caso de que hubiera podido hacer algo). Creo que mi final lo sabía desde siempre, mucho antes de que me sacaran de la celda en donde me hallaba recluido con mis semejantes. Es triste saber su propio destino y no poder evitarlo. Triste sentir el fuego consumiendo mi cuerpo, avanzando gradualmente, y mi voz flotando en volutas de humo y mi cabeza aprisionada en un cepo blando y férreo al mismo tiempo… Ya es demasiado tarde; nadie, menos ahora que se acerca la hora de la abolición definitiva, puede evitar la extinción por el fuego a la que fui condenado desde el principio y conmigo todos los que fuimos sentenciados a consumirse prendidos a unos labios. Todos los que como yo son eso: un cigarro. Un cigarro. Nada más.

Pedro Crespo
No. 52, Abril 1972
Tomo VIII – Año VIII
Pág. 774

Un marciano en el desierto

Soy un marciano perdido en el planeta tierra. Por deficiencias cartográficas vine a dar a este desierto tibio y resbaladizo sobre el que camino ahora. No sé dónde estoy y el cansancio me agobia. ¡Maldita la hora en que se arruinaron mis aditamentos de levitación! La temperatura está subiendo y un vapor denso me sofoca. He caminado tanto. El bochorno me da ganas de dormir y estoy a punto de hacerlo pero un terremoto me sobresalta. Solo son unos segundos; me tranquilizo; todo vuelve a la normalidad. Continúo caminando… He perdido la noción del tiempo… Tengo la sensación de haber caminado miles de años luz… y ni rastro de ningún terrícola. Empiezo a perder toda esperanza. Quizá la raza humana se ha extinguido y pienso que también el planeta está a punto de extinguirse, pues durante todo el trayecto ha habido temblores y ruidos extraños que vienen posiblemente del centro del planeta.

Ahora estoy sentado a la orilla de un cenote. Receloso me acerco para atisbar: es profundo, despide ciertas emanaciones cálidas, me infunden pavor, pienso retirarme cuando siento que el piso se mueve y el extraño pozo se abre y se cierra a tiempo que escucho que de su interior salen las palabras: “querido, aquí, junto a mis labios, tengo un insecto; mátalo pronto”. Y yo, que no sé que así les llamen a los marcianos acá en la tierra, me quedo esperando muy cerca del hoyanco, hasta que un salvaje golpe me hace comprender mi estupidez.

Pedro Crespo
No. 52, Abril 1972
Tomo VIII – Año VIII
Pág. 741

Hubo una vez un rey

El enemigo estaba en las puertas de tu fortaleza y yo te llevaba de un lugar a otro con la debilitada esperanza de salvarte. Las torres de tu alcázar se desmoronaban con el fragor de la caballería enemiga, en un rincón la reina herida agonizaba y tú, rey inútil, rey pusilánime, marginado del campo de batalla temblabas como mujercita acobardada solicitando concesión por abdicar. Dos posibilidades se te ofrecían: Hacia adelante las fuerzas enemigas, hacia atrás el precipicio, la nada. Dos posibilidades que redujiste a una sola determinación: esperar sin hacer algo. Pero, quizás soy demasiado severo contigo; no eres cobarde realmente; cuando más un tipo abúlico, una veleta sin voluntad. Porque analizando serena e imparcialmente, ¿quién orilló todas tus tropas a la derrota?, ¿quién las dispersó antes de ofrecer pelear?, ¿quién permitió que ese cuaco de azabache le pateara el rostro a la reina? Lo confieso: fui yo. Mía es la culpa, lo reconozco, pero no tiembles, miedoso rey, se valiente, no seas cobarde siquiera en el lapso que te queda antes de la embestida final.

No me hagas caso, no quise ofenderte. Perdóname, rey; soy un idiota, rey blanco. Sí, soy un idiota que no sabe jugar ajedrez, aquí llega el jaque mate, ganaron las negras, la partida acabó.

Pedro Crespo
No. 52, Abril 1972
Tomo VIII – Año VIII
Pág. 725

El viaje prematuro

Un grupo de marcianos lo torturaban. A los marcianos no les gustan los intrusos. Todos son portadores de ese extraño virus (extraño para los marcianos, claro) que se conoce con el nombre de Mal. Y no les gusta por los múltiples problemas que acarrearía si lograra cundir entre ellos: que si antídotos, que si hospitales, etc. Por esto lo torturaban. Por eso le destrozaban la piel: posiblemente para incinerarlo después. Y él gritaba de dolor y de miedo, pero su voz se quebraba con el tremendo ruido que los marcianos hacían con sus bocas metálicas, se apagaba por el ruido de sus voces… de sus vo… ¿de qué?… ¿Qué ruido?… “el ruido de esta maldita nave que no arranca todavía de la tierra”.

Pedro Crespo
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 657