Los pigmeos

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LONDRES, 29 de octubre. (LATIN-Reuter) —El hombre no desciende del mono sino de los pigmeos de África. En las vastedades selváticas que habitan una raza de éstos, los Efe, al pie de las fabulosas Montañas de la Luna, en Uganda, está el original Jardín del Paraíso, mencionado en los libros del Génesis de la Biblia. Allí se originó la leyenda de Adán y Eva, la entrega de los mandamientos de un mesías, todos los pigmeos. Aún ahora, los hombrecitos de África poseen la clave de la supervivencia física y mental del llamado mundo civilizado: “Haz a la naturaleza lo que desearías que la naturaleza te hiciese a ti”. Es la moral que podrían enseñarnos.

Jean-Paul Hallet, citado en un cable
No. 68, Enero-Marzo 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 217

El regalo

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Entró en su cuarto, jadeando. Sus ojos encandilados por la luz se toparon con un bulto, mejor dicho, alguien ocupando su cama, esperándolo como en los cuentos infantiles, posiblemente ya habían visitado su refrigerador y comido las lascas de jamón. Se acercó a la cama, listo para luchar contra un león agazapado o contra un sicario que aparentaba dormir. Sus ojos, llenos de pasmo, resbalaron por el cuerpo de esa mujer, porque era una mujer dormida en su cama, a él le pareció que estaba vestida con armadura, de antiguo. Sus manos se anticiparon el placer de mondar cebollas, una capa lacrimógena tras otra, de arrancarle hojas a una col hasta llegar al cogollo sin sorpresas, tal vez un gusano verde. Sintió que sus manos se colmaban al abrir muchas puertas, al levantar telones, muchos telones y descubrir columnas, muchas columnas de mármol como piernas, hartas piernas.

El vestido de la mujer estaba recamado de relojes. Diferentes tamaños, colores y formas. Era fascinante, parecía algo vivo, la eternidad, un enjambre de tictacs. En el momento en que sus manos acariciaban una pierna larga, cubierta por una media negra igualmente llena de relojes como amapolas, y un cielo de encajes tapizado de números fosforescentes le ordenaba imperiosamente que diera término al beso con esa su lengua húmeda sobre el muslo negro tachonado de relojes blandos como hot cakes… en ese preciso momento, el león tan temido abrió sus fauces manchadas de sangre y de bostezos, diseminó su pelambre de fuego, destrozando con sus garras paredes enteras, el cielo raso, pedazos de carne de los amantes, dejando jirones de ropa teñidos de púrpura y un montón de chatarra de relojes bajo la luna que entró por el boquete del techo, en esos momentos estallaron las bombas.

Tomás Espinoza
No. 68, Enero-Marzo 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 211

El encuentro

En la estrecha vereda que asciende a la montaña, entre nubes y bruma, se encontraron los dos hombres más puros de la tierra. Uno lleno de amor, pero con el peso de milenios de humillaciones y derrotas. El otro, impregnado de ternura, de determinación de lucha y de esperanza.

—¡Hijo! —exclamó el primero dulcemente.

—¡Compañero! —le respondió el segundo alargándole un rifle. Y después de cruzar una mirada de profunda comprensión, se internaron los dos en el intrincado laberinto de la sierra.

Eduardo López Rivas
No. 68, Enero-Marzo 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 210

Vivencia imaginaria

Yo no sé porque usted, precisamente usted, me mira con esa cara estúpida de desaprobación. No sé por qué en sus ojos fríos se dibuja esa horrenda mueca que me recuerda la muerte. Dígame amigo, ¿por qué ve mal que coma rosas y alelíes? Dígame, enemigo, ¿es usted acaso el anticristo, es agente secreto del infierno o verdaderamente usted no existe? Yo no sé por qué hoy, precisamente hoy, necesita tomarme de la mano y llevarme al abismo de una oscuridad que detesto y que tantas náuseas me ha dado.

Yo no sé por qué usted usa esa bata blanca y fría, por favor, ¿por qué no me deja seguir estrangulando con mis manos cansadas este trozo de espacio que tanto tardé en atrapar? ¿Por qué sonríe y me pasa amistosamente la mano por los hombros y le hace señas a esa joven tan larga? Déjeme continuar con mis rosas y mis átomos. Permítame llorar y recuerde poner en su sitio el satín que se llevó en su maletín tan rígido y tan negro como su propia alma, oh perdón, su psiquis………….

(Se apagan las luces y el hombre orina)

Holmes Ocaña González
No. 68, Enero-Marzo 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 209

Las medallas

No nos enseñaban todas las cosas porque podían hacernos daño solamente nos decían aquello que debía guarecernos del penetrante frío de una cárcel o del fingido calor de una prostituta sin pensar que sin ella tendríamos que amanecer con nuestro vicio solitario recitando las lecciones que sobre moral aprendíamos mientras pasábamos por debajo del pupitre la última pornografía callejera o mirábamos a través del hueco de la cerradura a la mucama que se desvestía aligerando el tamaño de los senos de los pedazos de toilette que contenían al tiempo que leía en el periódico de la semana anterior el asesinato de un estudiante por la policía sin que nuestros ojos pudieran descansar cuando su regordete cuerpo nos mostraba lo que la naturaleza le había donado con prodigalidad hasta que la destemplada voz del discípulo de santo Tomás nos despertaba para hacernos formar en fila y escuchar después de la bendición las palabras que cada semana repetía antes de salir del colegio a pasear loma arriba repartiendo los mercados que evitarían que la chusma se levantara como en aquel abril en que incendiara inmisericordemente los gobelinos persas de la rectoría y robara las medallas que acreditaban al equipo de golf del colegio como el mejor de la capital durante nueve años consecutivos.

Luis Darío Bernal Pinilla
No. 68, Enero-Marzo 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 207

La muerte viaja a caballo (cuento al estilo del Far West)

El abuelo sintió que la muerte se aproximaba. Entonces se armó con su gastada escopeta. Parapetándose tras la ventana. Entre los alisos, por el pedregoso camino paralelo al río, surgió el jinete en un frenético galopar. Traería el polvo y la sed y el sudor y el hambre de una larga jornada. Cuando estuvo a tiro de escopeta, el abuelo apretó los dientes y disparó. El caballo se paró en seco. El jinete se llevó las manos al pecho, se dobló lentamente y cayó mordiendo el polvo, de espaldas al sol. Corrimos a recoger al caído. Mi tío, con la sucia punta de la bota volteó de un golpe el rostro del jinete, y en la tarde de verano, de frente al sol, brilló la destrozada cara del abuelo.

Ednodio Quintero
No. 68, Enero-Marzo 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 198

Dante

Sentado de costado, Dante se pasó una mano por sus cabellos y con la otra tamborileaba sobre la mesa de la cocina. Todo su aspecto decía de cansancio, de agobio. Veía al piso con la mirada fija del obseso.

—Dale, pibe… contame todo… es mejor que hablés ahora. Eso lo tiene en cuenta el juez, ¿sabés?… mirá, pibe, que es mejor… ¿Y? ¿Qué hacemos, pibe, hablaás? —el oficial suspiró profundamente desalentado— ¿me escuchás? ¡Dale pibe, dale!

¿Hablar? —pensó Dante— ¿para qué voy a hablar?, si está todo dicho y hecho, ¿cuántas veces quise hablar?; mil veces y ¿quién escuchó, quién? Nadie. ¿Para qué hablar?. Cuántas veces le dije al viejo que no tomara más —no tome papá, no tome— y que le iba a ser malo, que iba a pasar una desgracia. ¿Y me escuchó? No. ¡Qué va a escuchar! Y todas las veces que hablé fueron iguales, no sirvieron de nada. El siguió tomando y cada vez más, y fajando a la vieja cuando llegaba en curda, y yo encerrándome en la pieza para no escuchar los gritos de la vieja y escuchando igual —No te metás, decía ella, encima de la paliza lo defendía—… eso nunca lo entendí ¿Por qué lo hice? ¡qué sé yo por qué! No sé y no me importa el porqué, lo hice y basta, ahora es igual. Total, se me viene encima la cárcel, y ¿qué me importa?. Iba a pasar, yo sabía que iba a pasar y pasó, ¿viste? Pasó. Lo que sí… si la vieja no se cruza… ¡qué macana!, hubiera sido diferente…

—Esos son todos iguales —se impacientó el oficial— ¡mierda!

… si la vieja no se cruza —pensaba Dante— justo de lante, justo delante del cuchillo… era para él y ella se viene a cruzar…

Alberto Ruiz
No. 68, Enero-Marzo 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 197

La cita inesperada

Me había dicho que no volveríamos a vernos; que era la primera y la última vez. Que era peligroso. Lo decía sutilmente, como silbando las palabras. Yo tenía la certeza de que estaba mintiendo, o que con esa determinación decía lo contrario; estaba seguro porque mientras me hablaba apretaba mis manos, silabeando.

Al siguiente día, en la noche, cuando la velaban, una de sus íntimas amigas me susurró al oído: “Fíjate que hoy, precisamente hoy en la tarde, ella me había dicho que mañana en la noche tendría una cita contigo”.

Pablo Santillán Ledesma
No. 68, Enero-Marzo 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 192

Golpeando la magia

Se acomodó sobre la silla. Sus piernas se retorcieron formando nudos de madera. De sus brazos brotaron ramas y los pájaros de porcelana se posaron en ellas.

Cuando quiso hablar su boca se volvió hueca y el aserrín hacía cosquillas en el paladar. Recordó lo que acababa de decir en la fiesta:

“Nuestra creatividad no tiene límites”

Y las nuevas hojas se removían al compás de su mágica excitación.

Pero, de un golpe, uno de los invitados arrancó una rama del árbol para llevársela de regalo a su hijo pequeño: “Porque es un árbol que crece en las salas de las casas” —dijo a los demás invitados—.

Magdalena Sofía
No. 68, Enero-Marzo 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 191

El espectador siempre tiene la razón

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Una bailarina que practicaba en público el desnudo total, llevada por un exceso de entusiasmo dejó caer un seno en el escenario. Luego invitó al más curioso de los espectadores a mirar por ese ojo prohibido. En el fondo de la pieza estaba tejiendo una señora de edad de aspecto respetable. Afuera llovía sin consuelo y hasta se escuchaba un piano triste, blando, sonado muy bajo, suave como si tuviera frío, lo que no era efectivo.

Alfonso Alcalde
No. 68, Enero-Marzo 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 189

Cambio cualitativo

Tras largos milenios de incesante esfuerzo, el hombre llegó a ser perfecto. Y quedó estático, en la arrobada contemplación de lo infinito, a través del potente telescopio de sus sentimientos. Más en la abstracción de la lente emotiva, la luz de una idea alcanzó a cruzar como una estrella fugaz y recomendó la lucha. El hombre perfecto había adquirido consciencia de ser un ángel demasiado imperfecto.

Eduardo López Rivas
No. 68, Enero-Marzo 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 188

Génesis 28:12

“Y soñó, he aquí una escala que estaba apoyada en la tierra y su cabeza tocaba en el cielo: y he aquí ángeles de Dios que subían y descendían por ella”. Con lo cual, afirmó el escéptico, queda demostrado que las escaleras eléctricas ya estaban inventadas…

Ricardo Fuentes Zapata
No. 68, Enero-Marzo 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 185

Balada de las hojas más altas

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Nos mecemos suavemente en lo alto de los tilos de la carretera blanca. Nos mecemos levemente por sobre la caravana de los que parten y los que retornan. Unos van riendo y festejando: otros caminan en silencio. Peregrinos y mercaderes, juglares y leprosos, judíos y hombres de guerra pasan con presura, y hasta nosotros llega a veces su canción.

Hablan de sus cuitas de todos los días, y sus cuitas podrían acabarse con sólo un puñado de doblones o un milagro de Nuestra Señora de Rocamor. No son bellas sus desventuras. Nada saben, los afanosos, de las matinales sinfonías en rosa y perla, del sedante añil del cielo en el mediodía, de las tonalidades sorprendentes de las puestas del sol cuando los lujuriosos carmesíes y los cinabrios opulentos se disuelven en cobaltos devaídos y en el verde ultraterrestre en que se hastían los monstruos marinos de Böcklin.

En la región superior, por sobre sus trabajos y anhelos, el viento de la tarde nos mece levemente.

Julio Torri
No. 68, Enero-Marzo 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 181

El ahorro siempre beneficia a los moribundos

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En un mismo tren van dos pasajeros desconocidos que tienen igual identidad, la misma cantidad de vivencias y pavores, similar estatura y rostro. Cuando se produce el choque a la altura de la estación Las Tralcas, las dos imágenes —como es obvio— se juntan. Sólo el pasajero que venía en primera clase queda un poco descentrado del molde original. El resto coincide en todo de tal manera que el sacerdote al darles la extremaunción se ahorra la ostia, lo que no es poco decir,

Alfonso Alcalde
No. 68, Enero-Marzo 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 179

A distancia

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Esto me lo dijo el Pipe. Dice que le pasó a un vecino de Monte Grande. Que era veinticuatro, y que él estaba en eso de los puercos y ese vecino iba para casa de un familiar a una fiesta. Por el camino por donde él iba, a una distancia cerca, también iba caminando una mujer muy gorda, gordísima, que llevaba un vestido morado con muchos remiendos de colores. Dice que llevaba un pañuelo amarillo en la cabeza y que iba descalza. Y dice que se movía despacio. Y dice que trató de alcanzarla por el camino porque le llamó mucho la atención una mujer tan rara, y para verla bien, porque dice que parecía que llevaba los dedos pintados de colores, apuró el paso. Pero dice que en seguida notó que sin cambiar la mujer el paso, la distancia no disminuía. Corrió para alcanzarla. Ella seguía caminando lentamente y él llegó a su destino. Y óigame, dice que la mujer siempre estaba a la misma distancia.

Manuel Cofiño López
No. 68, Enero-Marzo 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 175

Praxis

Se desperdicia mucha fuerza vital cuando dejamos a los sonámbulos realizar sus actividades sin perseguir una finalidad constructiva.
Por eso en la población de Sigmunda se estableció el Instituto Programador para alimentar de trabajadores nocturnos al Centro de Producción, el cual los aprovecha sin otro gasto que el de un hipnotizador que mantiene dormidos y activos a esos sonámbulos amaestrados.

José Barrales V.
No. 68, Enero-Marzo 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 174