Con Valadés en el Café Chufas

Con Valadés en el Café Chufas

 José de la Colina

 (Un cuento sin ficción, con personajes reales)

En aquel año 1955, tan lejano que hoy parece no haber existido (pero existió, lo juro), Edmundo Valadés y quien esto escribe se encontraron en el café Chufas de la Ciudad de México, una ciudad que ha dejado de existir[1]. Por aquel entonces la gente que leía, asistía a conciertos, iba al cine, hacía o pensaba y discutía de política, participaba en tertulias, trabajaba en editoriales, periódicos y revistas, etcétera, solía encontrarse en ese corazón de la ciudad casi diariamente de tal modo que en la vidita cultural nos conocíamos todos, pero éste no era el caso: Valadés y quien esto escribe nunca se habían encontrado, a pesar de que andaban los dos, más o menos, por los mismos círculos de periódicos y revistas. Sin embargo, resultó que ya se conocían, porque daba la casualidad de que ambos habían publicado en ese año su primer libro de cuentos, ya se habían leído uno al otro y viceversa, cada uno por su lado, y la mejor manera de conocer a un escritor es leyéndolo antes de conocerlo en forma de persona de carne y hueso “con un pedazo de pescuezo”. Por una de esas casualidades que si uno las lee en un cuento le parece enteramente inverosímil, los dos llevaban en el bolsillo sus primeros libros, como revólveres cargados de muerte[2]. Yo ahora no recuerdo qué puse en la dedicatoria del mío, pero en la dedicatoria de Edmundo generosamente se me trataba de “joven maestro del cuento”. Esa tarde entre cafés express y vasos de blanca y fría horchata, con los que tratábamos de combatir un calor totalitario, hablamos de nuestras admiraciones literarias, en las que casi siempre coincidíamos, y claro está que inmediatamente surgió el nombre de ese gran cuentista hoy completa e injustamente olvidado, el armenio-norteamericano William Saroyan, del cual alguna influencia teníamos en más de uno de nuestros cuentos, y coincidimos en que lo que más nos gustaba del autor de un relato tan largo y admirablemente titulado “Como un cuchillo, como una flor, como absolutamente nada en el mundo”,  era su capacidad de hacer del cuento un canto y del canto un cuento, de tomar una anécdota pequeñísima, casi insignificante, y convertirla en una narración llena de vida, de ambiente, en la que casi se podía sentir el frío o el calor de un día en una ciudad, o la voz del amigo encontrado en la calle o del desconocido que en un bar cuenta su triste o alegre aventura cotidiana. Saroyan resultaba para nosotros la ilustración perfecta de eso que ha escrito Jean Paul Sartre en uno de sus libros menos fragorosos y pesados que los otros: “Para que el acontecimiento más trivial se vuelva una aventura, se necesita y basta poner a contarlo. Es lo que siempre atrapa a la gente: un hombre es siempre un contador de historias, vive rodeado de sus historias y de las de otros…” Y aunque esa tarde yo no conocía esa espléndida anotación sartriana, y tal vez tampoco Valadés, no me cabe duda de que eso era lo que creíamos y que en Saroyan nos atraía particularmente la manera cómo el cuento se convierte en canto.

Dio la casualidad de que en ese momento entró en el café, convirtiéndose inmediatamente en un imán para la mirada de todos los presentes, una señora treintañera, de belleza deslumbrante, que caminaba como envuelta en pura música, cimbrándose el alto y esbelto cuerpo como una elástica lanza, sonriendo con señorío angelical que casi borraba la impresión de tristeza que había en su mirada.

—Mire usted esa mujer: a mí me gustaría… —comenzó a decir Valadés, y yo pensé que confesaría un deseo lujurioso tan súbito como comprensible, pero Edmundo era un caballero, muy poco amigo de ese género de expansiones, y lo que iba a decir por otro camino—. Me gustaría saber qué historia entra aquí con ella…

—¿El cuento que todos llevamos dentro, Don Edmundo? —le pregunté.

—Sí, y el cuento que nunca contamos, que ella nunca contará, y que es el que más vale la pena contar, aunque por otro lado nunca acertamos a contarlo bien.

—¿Y cuál sería?

Entre los dos nos dispusimos a imaginarlo. Iba más o menos así, y no me pregunten quién decía qué, porque ahora no puedo separar nuestras dos voces susurradas:

—Viene al café a una cita con su amante, sabe que él o ella van a romper la relación esta tarde, por eso se siente la tristeza en los ojos de ella…

—Sonríe porque siente que esa historia íntima podría adivinársele en la tristeza de sus ojos.

—Trae bajo el brazo un paquete, alguna prenda que habrá comprado en El Palacio de Hierro, su pretexto para venir al Centro de la Ciudad, un pretexto para ella misma antes de que lo sea para su marido…

—Un marido que de ella sólo ve la belleza y no comprende nada…

—Es la primera vez que entra en este café, eso se nota en la manera de mirar alrededor, y la tristeza de la mirada se debe a que ella ha llegado tarde y no sabe si no lo ha encontrado a él por eso o porque en realidad él no ha acudido a la cita…

—Se sienta ahora, y pide un old fashioned, sin advertir que esto no es un bar, y que lo más que podía pedir es una cerveza, y eso en el caso de que pida alimentos…

—El mesero que se acerca a servirle esta visiblemente perturbado por la belleza de la mujer, y se cambia la servilleta de un brazo al otro…

—El hombre que ella espera nunca llegará…

—No, nunca llegará…

—¿Y si ha llegado ya? ¿Si es uno de nosotros? Usted o yo…

—Lo que está llegando ya, y ella no lo sabe, y nosotros apenas hemos comenzado a intuirlo, es el cuento…

—Un cuento que podría titularse a la manera de Saroyan…

—“Con una mirada triste, con una sonrisa, y con toda la tristeza del mundo…”

—Habría que escribir ese cuento.

—¿Quién? ¿Usted o yo?

—Los dos, cada uno por su cuenta, a su modo. Y luego publicarlos juntos.

—Prometido.

—Prometido.

Nunca lo escribimos, pero quizá sea mejor así, porque tal vez los dos, Edmundo en el más allá y yo en la patria de acá abajo, estamos secreta, silenciosamente, infinitamente, escribiéndolo juntos[3].

[1]Ha sido abominablemente sustituida por la actual Smógico City, capital de la asfixia y el crimen organizado y desorganizado.

[2]Los dos libros llevaban la palabra “muerte” en sus títulos: Valadés, La muerte tiene permiso; De la Colina, Cuentos para vencer a la muerte.

[3]Por lo demás, yo volví a ver unas cuantas veces a la hermosa, siempre solitaria allí en el café, y pienso ahora que su sonrisa se debía a que sentía que nunca le escribiríamos su cuento.

José de la Colina
No. 143-145, Abril-Diciembre 1999
Tomo XXX – Año XXXV

La tumba india

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Había una vez un maharajá en Eschnapur que amaba con locura a una bailarina del templo y tenía un amigo llegado de lejanas tierras, pero la bailarina y el extranjero se amaban y huyeron, y el corazón del maharajá albergó tanto odio como había albergado amor, y entonces persiguió a los amantes por selvas y desiertos, los acosó de sed, los hizo adentrarse en el reino de las víboras venenosas, de los tigres sanguinarios, de las mortíferas arañas, y en el fondo de su dolorido corazón el maharajá juró matarlos, porque ellos lo habían traicionado dos veces, en su amor y en su amistad, y por ello mandó llamar al constructor y le dijo que debía erigir en el más bello lugar de Eschnapur una tumba grande y fastuosa para la mujer que él había amado…

Y entonces el constructor dijo: “Señor, siento que la mujer que amais haya muerto”, pero el maharajá preguntó: “¿Quién dice que ha muerto? ¿Quién dice que la amo?”, y el constructor se turbó y dijo: “Señor, creí que la tumba sería un monumento a un gran amor”, y entonces contestó el maharajá: “No te equivocas: la tumba la construye ahora mi odio. Pero cuando pasen muchos años, tantos años que esta historia será olvidada, y mi nombre, y el de ella, la tumba quedará sólo como un monumento que un hombre mandó construir en memoria de un gran amor.

José de la Colina en “La tumba India”
No. 1, Mayo 1964
Tomo I – Año I
Pág. 88

Marca «La ferrolesa»

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Acaso divertida, acaso tenebrosa es la historia de aquel antifranquista español transterrado en México hacía muchos años que al enterarse de la muerte del odiado Caudillo generalísimo Francisco Franco corrió a su casa a celebrar el feliz suceso con la botella de vino y la lata de sardinas auténticamente españolas que había comprado con el fruto de sus ahorros precisamente para tan magna ocasión y que después de descorchar la botella y empezar a abrir la lata fue descubriendo con espanto que en ella se encontraba en perfecto estado de conservación gracias al aceite de oliva la diminuta momia de un viejecito en uniforme militar de gala y con la bandera tradicional española cruzada al pecho y un rostro que no por conocido era menos detestado.

José de la Colina
No. 125, Enero-Marzo 1993
Tomo XXII – Año XXVIII
Pág. 59

Con nocturnidad

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El gran escritor tenía el reconocimiento de todos los críticos nacionales y extranjeros, pero vivía atribulado porque había uno que se especializaba en analizar severamente cada nuevo libro suyo, detectando todos los defectos y los secretos de elaboración como si hubiera tenido acceso a sus originales y borradores. Y por mucho que el gran escritor investigó tratando de desenmascarar a aquel enemigo, nada logró, salvo amargarse la vida. Murió sin aclarar el misterio. Y su implacable crítico moría al mismo día, a la misma hora, en el mismo cuerpo del escritor, que padecía de sonambulismo y que en las noches se levantaba dormido y se sentaba a escribir aquellas minuciosas y crueles críticas.

José de la Colina
No. 114-115, Abril-Septiembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 265

Retorno

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Después de tantos años de aventuras, Ulises retorna a Itaca, avanza hacia su casa en la noche, se asoma por una ventana al interior y ve a Penélope que, sentada de espaldas a él, teje su lápiz con figuras.
Y después de considerar en silencio la hermosa, tranquila escena de felicidad hogareña que la mujer ha representado en la tela, Ulises, de puntillas, desanda el camino, vuelve a la playa y a la nave, se embarca y se pierde en el oscuro mar rumoroso.

¡Ah, ese Ulises en pantuflas y contento, ese Ulises ya un poco calvo y gordo, que estaba tejiendo la astuta Penélope!

José de la Colina
No. 114-115, Abril-Septiembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 241

El minotauro, o “Yo también soy los clásicos, u Homenaje a Borges


Otra leyenda cuenta que el héroe, llegado al centro del laberinto, no encontró ningún minotauro y que durante años y más años dio vueltas y más vueltas y finalmente murió allí dentro, pues el Laberinto era sólo el otro nombre del Minotauro.

José de la Colina
No. 88, Septiembre- Noviembre 1983
Tomo XIV – Año XIX
Pág. 72

Retorno

Tras arduas buscas, un aviador lo percibió a la mitad del desierto. En el viaje de retorno fue hundiéndose en el silencio, con la mirada perdida bajo los párpados inmóviles aún blanqueados de arena. Se mantuvo indiferente a los gritos de alegría, los abrazos y las caricias de los suyos, a las preguntas de los periodistas, a los lampos de los fotógrafos. Tardó algún tiempo en adaptarse a la —como suele decirse— vida común y corriente, y a la ciudad, y a los trabajos y los días, y al acto conyugal y al futbol por televisión. A veces, solo, en la alta noche, se enfrentaba al espejo de la salita hogareña, no para mirarse, sino para contemplar el solitario horizonte de arena y cielo y luz que veía extendido a sus espaldas, y se preguntaba si su exilio duraría toda la vida.

José de la Colina en Espejismos
No. 75, Enero-Febrero 1977
Tomo XII – Año XII
Pág. 138

José de la Colina
No. 89, Enero-Febrero 1984
Tomo XIV – Año XIV
Pág. 145

Espejismos. Una pasión en el desierto.



El extenuado y sediento viajero vio que le hermosa mujer del oasis avanzaba hacia él cargando un ánfora en la que el agua danzaba al ritmo de las caderas.
—¡Por Alá —gritó—, dime que esto no es un espejismo!
—No —respondió la mujer, sonriendo—. El espejismo eres tú.
Y en un parpadeo de la mujer, el hombre desapareció.

José de la Colina
No. 74, Octubre-Diciembre 1976
Tomo XII – Año XII
Pág. 48

José de la Colina
No. 89, Enero-Febrero 1984
Tomo XIV – Año XIV
Pág. 176

Del quinto evangelio

Después de que el diablo llevó a Jesús a una altura del desierto y le mostró el fastuoso panorama de los reinos de este mundo, el nazareno quedó admirado de la imprevista ingenuidad de su tentador, que pretendía (como hoy diríamos) apantallarlo con una vulgar ilusión óptica producida por la reflexión total de los rayos luminosos y por la diversas densidades de las capas de aire, y dijo:

—Me decepcionas, pobre diablo. El fenómeno es conocido con el nombre de espejismo. ¿No tienes algún truco mejor, por ventura?

José de la Colina, de “Espejismos”
No 78, Julio-Agosto 1977
Tomo XII – Año XIII
Pág. 541

José de la Colina
No. 89, Enero-Febrero 1984
Tomo XIV – Año XIV
Pág. 209

Magias de la miopía


Mi amigo era miope y como por coquetería donjuanesca se negaba a usar lentes le pasó que una mañana que iba por la calle advirtió de pronto en el suelo y al lado suyo una cosa blanca y larga y ondulante que fluía como un arroyuelo de leche y esto despertó su curiosidad y se puso a seguir tan curioso fenómeno y así recorrió y cruzó calles y más calles y finalmente entró bajo una gran puerta a un enorme ámbito en semioscuridad donde brillaban pequeñas luces en medio de una música majestuosa y allí aparecía concluir aquel fluir de lo blanco que ahora se alzaba vertical y tomaba la forma de una figura femenina que lo cogió de la mano al tiempo que sonaba una grave y solemne voz que decía:
—Os declaro marido y mujer.

José de la Colina
No. 116, Octubre – Diciembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 423

El club de los despectivos


Situado detrás de la estación de Austerlitz, este club reunía socios despectivos. Las reuniones eran los lunes y se desarrollaban en un profundo desprecio. El procedimiento era siempre más o menos el mismo: el Presidente lanzaba una mirada despectiva sobre los socios; éstos lo miraban riendo burlonamente, o le volvían ostentosamente la espalda, o escupían al suelo. El Presidente alzaba los hombros y leía muy rápidamente y sin cuidado un texto trivial que luego arrugaba entre las manos. Estas reuniones no podían durar más de unos minutos a causa de la hostilidad que no cesaba de crecer entre los socios, a quienes sólo un mutuo desprecio les impedía pelearse. La situación no podía durar y, en efecto, sólo duró cuatro años, que no es poca cosa.

Chaval (traducción de José de la Colina)
No. 116, Octubre – Diciembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 370

El doble


El elegante señor Pelham combatía contra un doble infernal, un ser maligno que tomaba su forma, imitaba su lenguaje, adoptaba sus costumbres, lo sustituía en actos públicos, en todos los lugares, incluso en su domicilio. Deseando suprimir a ese reflejo suyo, el señor Pelham decidió un día realizar un acto anormal, que rompiera con la rutina de sus costumbres y fuera al mismo tiempo tan menor que pudiera escapar a la sagacidad sobrenatural del doble. Compró una corbata chillona, de diseño y colores atroces, se la anudó valientemente y entró en su propia casa, donde sabía que lo esperaba el doble sin esa horrible corbata de la que no podría haber otro ejemplar. Este iba a ser el triunfo del atribulado señor Pelham. La confrontación entre los dos adversarios ocurrió ante el mayordomo del señor Pelham, un hombre que lo había servido cerca de treinta años, y que, desconcertado, no acertaba a distinguir quién era el amo falso y quién el verdadero. Entonces el impostor asestó un argumento aplastante, en la forma de esta pregunta dirigida al sirviente:

—¿Me has visto alguna vez, James, llevar una corbata tan vulgar?

Anthony Armstrong (Versión resumida por José de la Colina)
No. 116, Octubre – Diciembre 1990
Tomo XIX – Año XXVII
Pág. 366

José de la Colina

José de la Colina nació en Santander en1934, en una familia de marineros, albañiles y tipógrafos, su padre era cajista de imprenta y militante anarcosindical enla CNT. De ese señor hereda la pasión por las letras. Así se refiere De la Colina a sus años de formación en una entrevista reciente con Fernando García Ramírez:

[…] cuando yo dejé la primaria, cursada en el colegio Madrid, sólo soporté un año de prevocacional en el Politécnico. Y empecé a desertar de las aulas, a vagabundear por la ciudad de México (que no era entonces la impaseable Esmógico City). Leía paseando, me metía a los cines, y eventualmente, más tarde, hacia finales de los años cuarenta, empecé a actuar y escribir en programas de radio para niños y adolescentes […] No tengo secundaria ni preparatoria ni, mucho menos, Facultad de Letras, Soy, ahora bien o para mal, autodidacta. Mi universidad fue la lectura.

Se sabe también que, luego del destierro, fue recluido con su familia en un campo de concentración en Francia, en Argèles-sur-Mer. Desde 1955, en que José de la Colina entra en fuego con Cuentos para vencer a la muerte, en la colección Los Presentes animada por Juan José Arreola, hasta la corriente actualidad, De la Colina no ha dejado de ensayar y de experimentar, probar, improvisar y renovar las variedades genéricas y formales, técnicas y prosódicas del cuento, la fábula y toda suerte de hormas y cuerdas que admite el género.

José de la Colina es narrador (Ven, Caballo girs, La tumba india, Tren de historias, El álbum de Lilith, Portarrelatos); ensayista (Miradas al cine, Libertades imaginarias); integrante de los consejos de redacción de Revista Mexicana de Literatura, Plural y Vuelta, entre otras publicaciones; subdirector de Sábado, de Unomásuno, columnista en Letras Libres y ex coordinador de El semanario Cultural, de Novedades. También es traductor y crítico literario y de cine. Ha recibido el Premio Nacional de Periodismo Cultural y el Premio Mazatlán de Literatura, y es miembro del Sistema de Creadores de Arte. También fue director, alternando con Juan Antonio Ascencio, de El cuento. Revista de imaginación después de la muerte de Edmundo Valadés en 1994.[1]


[1] Tomado de Castañón, A., “José de la Colina: Fiesta de la prosa en el mundo” en De la Colina, J. Traer a cuento. Narrativa (1959-2003). México, F.C.E., 2004., y Perucho, J., “Estelas del cuento brevísimo en México. José de la Colina” en Dinosaurios de papel. El cuento brevísimo en México. México, Ficticia-UNAM, 2009.