Los arnadios

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Los arnadios no son más importantes que los nijidios. Muy menuditos.

Pongo juntos a los bevinos, los suvgatos y los arnavases. Parece ser que se diferencian entre sí. Es posible. Prestando mucha atención. Son escépticos, evitan cuidadosamente la grandeza (y la de los demás no les impresiona salvo para hacerles reír, con esa risita seca de la cerilla al encenderse).

Sus mujeres son pequeñas, burlonas, como para no provocarlas, en una palabra: unas pizpiretas.

Darles una buena paliza, a todos y a todas, sería muy placentero. Es un pueblo donde el entusiasmo es imposible.

Henri Michaux
No. 90, 1984
Tomo XV – Año XIX
Pág. 270

Henri Muchaux
No. 103 – 104, Julio – Diciembre 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 425

Los omambuses

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Entre los pacíficos omambuses, una vez cada dos años, hay un reparto de mujeres. Es ése un día de gran alivio para muchos hombres. En ese mercado de mujeres se oyen más verdades útiles y crueles que en un mercado de jovencitas. Forzosamente.

El mercado está en Ornagis, una ciudad en forma de oruga, situada sobre una colina. Una sola calle serpentea de arriba abajo. Por lo tanto, un hombre atento que mire a la izquierda para subir y a la derecha para bajar, una vez de vuelta a la puerta de la ciudad, esta seguro de haber visto a todas las omambusas disponibles ese año

Henri Michaux
No. 90, 1984
Tomo XV – Año XIX
Pág. 247

Henri Michaux
No. 103 – 104, Julio – Diciembre 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 345

De su noche de gran triunfo

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Ligera, soprano ligera. Carmen María Peláez parada en el escenario para cantar su noche de gran triunfo. El empresario de bigote de aceite y zapatos charolados lo ha garantizado: Garamba, Carmen, gran gala de Beras. Carmen María, coruscante y joven, cegada por las luces del proscenio, canta. ¡Ah, canta, canta, Carmen, canta! Y Carmen muge y trina y se desgarra. Y con el último acorde estalla la cálida salva de aplausos. Carmen María se inclina, saluda envuelta en la ola cálida, se alza. Las luces disminuyen, cede el espeso muro de sombra. La boca enorme del vasto teatro vacío y el empresario, muerto de risa, que da vueltas a monstruosa araña, al monstruoso aparatito de aplausos. Carmen María quiere escapar, pero se encuentra aprisionada en la reciedumbre de los huesos. Se mira y es una espantosa anciana.

Eliseo Diego
No. 65, Junio-Julio 1974
Tomo X – Año XI
Pág. 623

Eliseo Diego
No. 90, 1984
Tomo XV – Año XIX
Pág. 285

Tratemos de seguir


Además de ir con las manos atadas, voy también sin pies, aunque no sea nada nuevo para mí. Toda la gente que conozco tiene pies y, según dicen, es bastante cómodo para caminar, pero yo no hallo otro medio más confortable para hacerlo que posar mis muñones en el delicioso asfalto de la calle. Y les aclaro esto, no precisamente porque tenga mucha importancia, sino porque forma parte de mi extraña existencia. Sé igualmente que Ulises no tenía pies. He hablado con el viejo Homero en sueños, y siempre me comenta su confusión al intentar colocarse los coturnos. Ustedes se preguntarán por qué tanto empeño en guardar secretos, si se trata precisamente de aclarar la situación. Yo les diré que los secretos aclaran las cosas. Una tarde Penélope caminaba por el parque, cabizbaja. Nosotros, Homero y yo, la vimos. No quería hablar con nadie. Dijo que guardaba muchos secretos. Al fin pudimos darnos cuenta de que sus secretos éramos nosotros mismos. Todo se aclaró. No sé si realmente han llegado a entenderlo. Es un secreto.

Gabriel Jiménez Emán

No. 86, Marzo-Abril 1981
Tomo XIV – Año XVI
Pág. 612

No. 90, 1984
Tomo XV – Año XIX
Pág. 266

El día en que el verde se volvió guinda

Un día el verde decidió ser guinda, a todo el que lo saludaba: “Buen día, Señor Verde”, lo corregía: “Oiga, yo soy el Señor Guinda”. Al principio todos se sorprendieron. “¿El Señor Verde es Guinda? No, es Verde” se aseguraban.

Pero al pasar los días y seguir diciendo el Señor Verde lo mismo, muchos empezaron a sonreír, otros incluso a burlarse. “Este Señor Verde está mal de la cabeza, mira que decir que es Guinda…”

Por los campos y bosques, por las ciudades y pueblos, el señor Verde se anunciaba: “El Señor  Guinda, para servirle”. Tanto fue su insistir que algunos ignorantes y otros ingenuos comenzaron a aceptarlo como cierto. “Señor Guinda, te digo; no es Verde sino Guinda”. Así estos empezaron a propagar más y más entre sus poco inteligentes amigos que el Verde es Guinda. Al rato, los medios letrados comenzaron a dudar de sus conocimientos. “Bueno, tal vez estábamos mal informados; en realidad cualquiera puede ver que el Verde, Guinda es”.

Los árboles se rebelaron: “Es injusto, somos verdes no guindas”. A los que los secuaces del Señor  Verde respondieron quitándoles sus hojas.

Los arbustos gritaron: “Queremos ser verdes, no guindas”, pero por comodidad y por temor al final, todos aceptaron que el verde es guinda.

Todos, claro, menos el Señor Verde que, sonriendo muy para sí, sabía que él era azul.

Golde Cukier
No. 90, 1984
Tomo XV – Año XIX
Pág. 334

Uno más

Lo único realmente importante que Amonis hizo en su vida, fue nacer.
Cuando murió, pues, nada sucedió en el mundo, ya que habiendo nacido muchos hombres después de él, su desaparición no le importó a nadie.
Entonces levantaron un monumento a su memoria desconocida, y grabaron en él estas palabras: “La humanidad a nadie, por no haber sido nada.”
Y en verdad, lo terrible fue que también después de su muerte, siguieron naciendo muchos otros hombres.

Jorge Masciángioli
No. 90, 1984
Tomo XV – Año XIX
Pág. 331

La bailarina y el seno


Una bailarina que practicaba en público el desnudo total, llevada por un exceso de entusiasmo dejó caer un seno en el escenario. Luego invitó al más curioso de los espectadores a mirar por ese ojo prohibido. En el fondo de la pieza estaba tejiendo una señora de edad de aspecto respetable. Afuera llovía sin consuelo y hasta se escuchaba un piano triste, blando, sonando muy bajo, suave como si tuviese frio, lo que no era efectivo.

Alfonso Alcalde
No. 90, 1984
Tomo XV – Año XIX
Pág. 323

Me ocupan


Y si de pronto corro tras ella. Y si de pronto la agarro por sus espaldas antes de que se interne en el laberinto del aire. Y si de pronto yo aquí, pronunciándome, gesticulando impurezas, decido echar todo para atrás (como en un retroceso a cámara lenta, como si viéramos al bocado saliendo del paladar) y me aproximo a su perfil de agua para convencerme de una por todas de que esta saliendo por mi boca. Y si me resisto a comprobarlo. Y si de pronto me aterrorizo y grito y caigo en cuenta de que, en efecto, mi voz ha sido tomada.

Antonio López Ortega
No. 90, 1984
Tomo XV – Año XIX
Pág. 320

Cartas con amantes


Recibe la carta de su amante. Más que abrir el sobre lo que le provoca es tocarla, tenerla a su lado y sentir que su cuerpo no es el de una almohada. Piensa que para comunicarse realmente con ella es necesario disolverse en un flujo de letras y, atravesando como correo los océanos, aparecer de improviso en el otro lado del mar. Vuelto un líquido viscoso de palabras se introduce en un sobre y comienza la travesía. La carta es depositada en el buzón de ella, él siente cada vez más cercano su olor, su fragancia de mujer oculta. Abren el sobre y él salta apresuradamente para hacer del aire un puente de quejidos. Pero es inútil, no está, su amante yace al otro lado del mar, gritando y revolcándose entre las paredes del sobre que él no termina de abrir.

Antonio López Ortega
No. 90, 1984
Tomo XV – Año XIX
Pág. 309

El desgaste


Recomienza, la bailarina ha desgastado un giro, luego otro, una curva continúa el ensayo hasta círculos concéntricos, algo de espacio se acumula en el color que cuelga de ellos, disminuye el tiempo en cada balanceo, la línea se dobla sobre sí, toma un órgano y se lanza, el aire se altera en la compresión para estallar en otra caída suspendida.

Recomienza, la bailarina ha desgastado el tiempo.

Elvira García
No. 90, 1984
Tomo XV – Año XIX
Pág. 306

Caín


—Aún estas delirando.

—Tengo fiebre pero no estoy delirando. Sé que me matas porque yo lo tengo todo y tú no tienes nada. Por eso me matas. ¿Verdad, Caín?

—Así es, por eso te mato. Pero insisto en que todavía estás delirando y la prueba de que aún estas delirando es que te has confundido: yo no soy Caín: tú eres Caín.

José Antonio Bernal
No. 90, 1984
Tomo XV – Año XIX
Pág. 300

Paloma repetida


Debe haber una paloma repetida en el cielo. Duele comprobarlo pero parece ser así. Hay que buscarla detrás de cualquier nube, debajo de algún ojo. La paloma quizás intente la máscara en sus alas. Es necesario atraparla fuertemente con las manos, es imprescindible destruir el último vestigio de sus ojos. No hay que contentarse con el hallazgo. En su cuerpo encontraremos el rastro de su creador. Ahora sólo nos resta atrapar al hombre repetido.

Antonio López Ortega
No. 90, 1984
Tomo XV – Año XIX
Pág. 283

Cazadores


En la región son bien conocidos los fusiles. En realidad podría decirse que hay por lo menos uno en cada casa. Y eso se explica, porque el lugar es peligroso. Tanto que se suelen emplear armas muy perfeccionadas, automáticas. Sin embargo, hay un grupo de personas que sostienen que los leones se les debe cazar con lanzas, y dedican buena parte de sus vidas a pulir duras maderas preciosas que trabajan con cuchillos y decoran con tierras blancas y rojas. Son muy respetadas. Cuando andan por las calles, solos o en grupo de dos o tres, con sus lanzas en las manos, los demás se inclinan y les abren el paso. Es a ellos a los que se les consulta para los asuntos graves y, especialmente, para saber de las costumbres de los leones. Ellos informan de todo afable y generosamente. Dos veces al año algunos de entre ellos —dos o tres— salen con sus lanzas al campo para cazar leones. Nunca vuelven. Nadie se extraña de ello: siempre sucedió así.

José Pedro Díaz
No. 90, 1984
Tomo XV – Año XIX
Pág. 268

La muñeca


La ves llegar en navidades. Tus padres han procurado comprarla a escala humana y con rizos de oro, exactamente igual a los tuyos, para crear un clima de confusiones.

Le resulta fácil ambientarse en la casa. Desde el mismo momento en que la viste entrar te sorprendió su paso mecánico, la intermitencia de sus ojos y el llanto seco que la abandonaba cuando se daba golpes en el ombligo. De vez en cuando te soltaba un “mamá” y corría estropeadamente hacia tus brazos como huyendo de lobos invisibles, otras veces te tumbaba en su alocada carrera, precisamente cuando la retabas a ver quién subía más rápido las escaleras.

Pero poco a poco fuiste notando su farsa, la máscara de muñeca ingenua que instalaba ante tus padres y los ojos satánicos que veías brillar al lado de tu cama durante todas las noches.

Finalmente supiste sus intenciones cuando conversaron en tu cuarto, veías cómo sus prismas se volvían bombillos, como te iba suplantando de lugar, hasta que decides invitarla al baño y en un descuido fatal le clavas los alfileres en sus ojos y la ves desangrarse con agonía de muñeca, esperando acabarla para siempre.

Y ahora tus padres han creído haber comprado una muñeca diabólica, y es también ahora cuando la expulsan a la calle para proteger a su primogénita, que deambula ciega a través de la casa, tropezando de pared en pared y oyendo el quejido desesperado de su antigua dueña, que yace afuera, pegándole patadas a la puerta y muriendo afónica en las espadas de la noche.

Antonio López Ortega
No. 90, 1984
Tomo XV – Año XIX
Pág. 265