Restos

“La deformación es evidente. Allí los tenéis. Antes, como lo demuestran estos antiguos cuadernos, donde terminan estos seres había unas prolongaciones que les servían de sostenes y que les ayudaban a desplazare. Precisados obviamente al uso de vehículos para transportarse de un lugar a otro, estos sostenes fueron perdiendo fuerza y vigor, acabando por extinguirse, dejando, como único testimonio de su presencia, estas pequeñísimas protuberancias o perillas, allí donde empezaban las que debieron ser cabezas de dos huesos largos. Estos seres-nalga (llamémoslos así), fueron convirtiéndose en tales, por el uso excesivo de las máquinas antiguas de gasolina y el subsecuente desuso de sus miembros inferiores que terminaron por atrofiarse hasta casi quedar reducidos a la nada…”

Sacado de un estudio reciente, de las civilizaciones extintas entre los años 1900 a 2000.

Emilia Ortiz
No. 56, Diciembre 1972 – Enero 1973
Tomo IX – Año IX
Pág. 459

Fórmulas mágicas

Llevada por la curiosidad de saber algo más, sobre la pintora Remedios Varo, escribí una larga carta a esta y sabiéndola muerta, la deje en el sitio más favorable que encontré para que ella lo recogiese. A las pocas semanas volví y encontré la respuesta; eran algunas fórmulas mágicas inventadas por ella para pintar, que he aplicado diligentemente con excelentes resultados: consiga un ave y extraiga de ella, con una pinza, el secreto de su vuelo; construya edificios, castillos, fortalezas, muros, puentes, barcas, triciclos, escalas, con el material entubado que se expende en San Juan de Letrán No 5; baje al mar y recoja, con una redecilla, el plancton marino; su variado diseño, le servirá para estimular su imaginación; salga con Proust, en busca del tiempo perdido, aprenda a amar a Apollinaire y a deleitarse con Jerónimo Bosco; elabore: velos, paños, tules, flores; sombreros y parasoles; botones y encajes, con simples pelos de marta y por último, —aquí parece temblar su menuda letra— mezcle a lo anterior la gracia, en proporciones adecuadas.”

Emilia Ortiz
No. 56, Diciembre 1972 – Enero 1973
Tomo IX – Año IX
Pág. 427

Confesiones

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“Si tú no me amaras como yo te amo, sería capaz de hacer quemar las plantas de mis pies. El fuego treparía por mis rodillas como una lengua en llamas, alcanzando mis muslos y abrasando mi cintura hasta rodear mis pechos que refulgirían como dos pequeñas galaxias en espiral. Ardería mi pelo hasta consumirse quedando mis ojos engastados en su estuche de cenizas. Mi última mirada llegaría hasta ti, entrándote todo, como a la casa que nunca habité, para vivir y gozar del sol que nunca obtuve, asomada al balcón de sus párpados, que no supiste entreabrir para albergarme, quedando como una golondrina que mira entristecida desde afuera, ¡prendida al alambre de su invierno eterno!”. —¿Pero quién escribió esa cosa absurda?, dijo mi padre confundido al juntar mi cuaderno que resbalaba por debajo de los almohadones del sofá-cama. Al oír aquello, mi madre se acercó y leyó inquieta por encima de su hombro mi trágica determinación. Arrastrándome hasta su habitación, cerró tras de sí la puerta: “se necesita una causa muy grande para ansiar morir como Juana de Arco, en esa forma horrible”, pero al ver mis ojos arrasados en lágrimas me dijo visiblemente conmovida:

“Confiesa, hija mía: ¿por quién osas pretender sacrificándote así. Con un haz de voz apenas perceptible respondí: por él, por “Raphael”, pero júrame que no lo dirás a nadie, a nadie, imploré bañada en lágrimas asiéndome a sus rodillas. Ella acarició mi pelo diciendo melancólicamente: “¡a tu edad también ansié morir!, pretendiendo que nadie supiese por quién…”

Emilia Ortiz
No. 56, Diciembre 1972 – Enero 1973
Tomo IX – Año IX
Pág. 401

La cabeza robada

Despojose Apolo un día de su divina cabeza haciéndola descansar en un lugar solitario.

Un desdichado mozo que solía esconder su fealdad en aquel paraje, la encontró.

Haciendo mal uso de ella —no obstante haber reconocido la cabeza del dios—, acomodola sobre sus hombros.

Subterfugio que usó, para vengarse de la hermosa que rechazara su amor desesperado.

Su flamante belleza lo transformó y pronto hizo suya a aquella a quien implorara su amor tantas veces.

“¿Dónde estabas, amor mío —decíale ella con voz desfalleciente, sin cansarse de prodigar la caricia de sus dedos, sobre el divino perfil robado—, que mi voz no escuchabas?

“Muy cerca de ti, sin que tú lo sospecharas”, —contesta e apócrifo.

Cierta tarde, el dios volvió a recobrar lo suyo encontrándose de pronto que no muy lejos de allí, yacía sobre otros hombros su cabeza, rodeada por los brazos de la hermosa.

Con un gesto de ira, se arrojó sobre el impostor despojándole de  su mitológica testa, quien cayó de hinojos, azorado, implorando piedad.

El dios le castigó entonces de insólita manera: haciendo aparecer en la mano del impostor, otra cabeza semejante, a manera de espejo viviente, que le recordaría para siempre su horrenda faz.

 

Emilia Ortiz
No. 47, Julio-Agosto 1971
Tomo VII – Año VIII
Pág. 225

La piedra preciosa

Fui sometido a una altísima temperatura y quedé convertido en una piedra preciosa de gran valor adquisitivo y así permanecí oculto durante muchos años en poder de un gran señor. Recuerdo su aguda barba y sus ojos negrísimos reflejados en mi hermoso cuerpo prismático. Una gran explosión vino a destruir la caja —celda donde me encontraba recluido, quedando a la deriva. Sumido entre escombros: en medio de un caos total a mi alrededor. Cierta tarde, me despertó la caricia inusitada de una pequeña y cálida manecita infantil y desde esa noche dormí bajo la almohada hecha de paja burda. A partir de entonces, me sentí custodiado día y noche por mi pequeño guardián. Pronto mi naturaleza geométrica y fría, se acostumbró al calor humano de aquel cuerpecito, de aquellos ojos que se miraban en mí, cuando se encontraban a solas, con extraña curiosidad. Así permanecí unido a él; dentro del bolsillo de su chaqueta desgastada: junto a su corazón que sentía latir desasosegadamente cuando algún extraño se acercaba a nosotros. Una fría mañana de marzo, mi pequeño poseedor, fue sacudido brutalmente por un enorme puño amenazador que se apoderó de mí. Desde entonces pasé de mano en mano. ¡Cómo odié las miradas avaras y la sudorosa caricia codiciosa de manos astutas y envilecidas: que no tardaron en tasarme, cada vez más alto! Diré pues, en resumen, que: siendo un objeto de inapreciable valor, he pasado mi vida encerrado en herméticas cajas, que sólo han sido abiertas para recreación y goce de mis dueños y sólo conocí el calor humano, a través de una manecita infantil que me apretó contra su corazón, hasta hacer olvidar mi odiosa belleza.

Emilia Ortíz
No. 47, Julio-Agosto 1971
Tomo VII – Año VIII
Pág. 203

Apuntes

Cuando sometía su inteligencia a las pruebas mentales que abundan en las revistas modernas, se daba cuenta, que estaba dotado… de una asombrosa incapacidad.

Un líder de la era cuaternaria, subió a una piedra y comenzó a hablar. Tanto habló, que al cabo del tiempo, se encontró su brazo, transversalmente extendido, que abarcaba una enorme porción de estrato geológico.

La forma de una silla estilo Luis XIV, me hace pensar en una señora que charla sentada: las piernas separadas y las manos en los muslos, en medio de una sala de espejos y consolas de silenciosos mármoles.

Aquel ojo humano es el fondo de la cisterna, es el reflejo del que se asoma a mirar: o acaso el del habitante del agua que le examina curioso.

Aquella flor tan hermosa, salía del vaso por las noches, provocando una extraña urticaria en los labios inertes de aquél niño.

Era un tejido singular: de día apresaba el error y de noche lo vaciaba, convertido en razón.

Érase un juego, en el que todos los jugadores ganaban y el dueño desesperado, se arrojaba todas las noches, por la ventana del casino.

Emilia Ortiz
No. 47, Julio-Agosto 1971
Tomo VII – Año VIII
Pág. 170

Emilia Ortiz

Emilia Ortiz Pérez

Es una pintora mexicana, diestra en el trazo desde su obra temprana, que nació en 1917 en el seno de una familia acomodada de la ciudad de Tepic, Nayarit. Su padre Abraham D. Ortiz, había arribado a Tepic originario de Oaxaca casó con Elvira Pérez dedicándose al comercio de mercería y ferretería, formando así una familia muy conocida en la sociedad nayarita, que se movía en medio de un inquieto grupo, interesado en afanes culturales.

Y en ese ambiente transcurre la infancia de Emilia y sus hermanos, ya que el matrimonio Ortiz Pérez tuvo seis hijos, uno de ellos varón que falleciera trágicamente ahogado en el mar de San Blas, suceso trágico que afectaría por siempre a la familia. Las cinco muchachas, con gustos afines entre sí, departían sin embargo en alegres convivencias con amigos comunes, bajo la complaciente mirada de sus padres en espectáculos, tertulias literarias, conciertos, puestas de teatro, en fin una atmósfera intelectual.

En ese ambiente Emilia desde pequeña muestra su gran destreza para el dibujo, afición a la música y a la literatura, por lo que en sus vacaciones disfrutadas en Guadalajara recibe clases particulares con el maestro José Vizcarra quien le juzga observadora nata con gran proclividad por los mundos mágicos, sensibilidad que aflorará posteriormente con sus hermosa pinturas de coras y huicholes, así como en su profusa colección de caricaturas realizadas a sus conocidos.

Con tal vocación evidenciada, su padre le brinda facilidades para desarrollar su preferencia y de alguna manera logra colocar en la primera plana de El Nacional Diario Popular de México, 2a seccción el 24 de febrero de 1933 cinco de sus caricaturas, mostrando una sutil ironía.

Alterna no obstante sus estudios y consigue terminar una carrera comercial, y con la intensidad de la juventud, logra ser elegida reina del Carnaval a la vez que incursiona en el teatro experimental.

Poco después, con un abundante bagaje de pinturas de coras y huicholes, de su autoría y de su hermana Estela, con el apoyo de su tío Juan de Dios Bátiz consiguen exponerlas en el Salón Verde del Palacio de Bellas Artes en la Ciudad de México, habiendo obtenido elogiosas críticas de la prensa capitalina.

En el ínter, aprovechando su estancia acuden ambas a los cursos del escultor Luis Ortiz Monasterio en la Escuela Nacional de Bellas Artes y seguidamente en la Academia de San Carlos al lado de profesores de la talla de Manuel Rodríguez Lozano quien las relaciona con el grupo de intelectuales más sobresalientes y controvertidos de la capital, al tiempo que influye en ella la técnica del óleo que le convirtió en una excelente pintora por sus obras excepcionales de exquisita expresión de sus sentidos y fiel a las señales de la realidad de su estado que le vio nacer.

En marzo de 2009 le es otorgado al grado de Doctor honoris causa por la Universidad Autónoma de Nayarit a lo que Emilia agradece diciendo “Amigos que hoy me acompañan, me siento verdaderamente agradecida, lágrimas en mis ojos, muchas canas en mi cabeza y poca memoria, pero cómo los quiero, y gracias al rector por todos estos honores y esta alegría que me han concedido, muchas, muchas gracias amigos míos”.

Actualmente vive al lado de su esposo Aurelio Gutiérrez Ibarra con quien procreó a Elvira, Gabriela y Luisa Fernanda y se dedica a dirigir el museo instituido en su nombre[1].

Éxito

Salió provisto de una brocha grande y abrazado a un bote de albayalde para reconstruir el gran paisaje. Empezó por embadurnar los grandes lagos hasta dejarlos yertos, metió las cerdas de puntas por entre las hendiduras y pintó todos los árboles del mundo; se pintó a sí mismo, hasta quedar pegado de boca en el paisaje.

¿Quién compraría este cuadro…? ¡Nadie!, por supuesto.

Cansado de esperar, desalentado, llenó de nuevo su gran bote en la tlapalería de la esquina y con nuevos ímpetus vació sobre la Tierra sus colores.

Esta vez, un gringo, impresionado se lo compró en diez dólares.

Emilia Ortiz
No. 76, Marzo-Abril 1977
Tomo XII – Año XII
Pág. 274