Edmundo Valadés entre los dos volcanes
Por Guillermo Samperio
A lo largo de mi vida tuve cuatro encuentros con el maestro Edmundo Valadés. Dos de manera indirecta y dos directamente. El primero fue cuando yo tenía aproximadamente unos catorce años de edad. Recuerdo que en aquella época yo visitaba mucho a mi tío Luis Burgos, quien era un lector voraz, además de que poseía un gran oído musical y, por ende, gustaba también de la musicalidad en la literatura. En una ocasión mi tío, al ver que no tendría aptitudes musicales y, a pesar de la insistencia de mi padre porque yo fuera músico, en trompetista concretamente, mi tío Luis me obsequió un bonche de libros, recuerdo muy bien sólo dos: Confabulario, de Arreola, y La muerte tiene permiso, de Valadés. Primero leí el de Arreola y me cautivó con sus historias y estilo, rico en imágenes y el mundo que a los personajes les creaba, libro que tuvo gran influencia.
Después leí La muerte tiene permiso, pero dicho libro lo leía en casa de mi tío Luis, pues su casa quedaba muy cerca de mi colegio, y mi tío había hecho un trato con mi padre para que yo comiera con él al salir de la escuela y así fue durante un tiempo. Después de comer mi tío Luis se iba a dormir en su sillón favorito; mientras él dormía, yo subía a la azotea de su casa; como entonces no había tantos edificios se veían, sin ningún problema, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl.
En aquel libro, ahora, puedo ver que en la obra de Valadés hay una cierta distancia de lo fantástico, a lo indeterminado, a lo metafísico y lo mitológico. Pero, al mismo tiempo, Valadés ve más allá del realismo tradicional que ya se había gestado con los libros de Rulfo, de Miguel Ángel Asturias o Alejo Carpentier, y aun del impresionismo del mismo Arreola: Valadés, no deja fuera ningún componente de la realidad contigua por inmunda que ésta sea. El desarrollo del cuento es, sin embargo, en su totalidad subjetivo, es decir que dicha obra pareciera ser escrita sin ningún afán didáctico ni moral; Edmundo Valadés sólo estaba interesado en la captura de las reacciones de cualquier persona frente a situaciones sociales complicadas. La escritura de Valadés, en la mayoría de sus libros de cuentos, se torna impersonal; en cada obra existe una distancia total, siendo un autor enteramente objetivo y sagaz, como atinadamente afirmó Julio Cortázar en alguna entrevista.
El segundo encuentro fue en un taller que impartió por parte de la Dirección de Literatura del INBA a principios de la década de los setenta. En aquel tiempo asistía también al taller del maestro Augusto Monterroso en el IPN. Recuerdo que ambos talleres se impartían el mismo día, pero con dos horas de diferencia; terminando el curso con Monterroso, salía corriendo hacia el taller del maestro Valadés. Yo no llegaba a tiempo con él. Un día el maestro Edmundo se me acercó, me cuestionó mi impuntualidad, y al saber que venía del otro lado de la ciudad de un taller literario con Monterroso me dijo: “Está bien, Samperio, un escritor debe buscar varios caminos sin obsesiones; de Tito usted va a prender mucho, no lo deje”. Después, no volvió a comentarme sobre mis retardos. Era un hombre sencillo y sobrio de pensamiento. Sus consejos los llevé al pie de la letra y Edmundo Valadés supo el significado de la obsesión en el escritor como una condición que a la larga puede destruir a cualquier artista. Es decir, llega un momento en que las obsesiones no sólo van desgastando, sino que, a mediano plazo, se comienza a ser circular, reiterativa. Puede originar una literatura que tan sólo esté bordando durante años sobre una interioridad, problemas e intimidades que no le interesan al lector. Ser fiel a las obsesiones se puede convertir en un bumerang que, a la postre, golpee en la cara al escritor y eso, estoy convencido, fue el gran obstáculo que varios escritores como Rulfo, Arreola, Cortázar, Monterroso y el mismo Valadés supieron sortear con maestría.
Mi tercer encuentro con el maestro Valadés fue un par de años después de haber tomado su taller; yo ya había publicado Cuando el tacto toma la palabra con el IPN en 1974 y Fuera del ring con el INBA en 1975. Recuerdo que, por medio de una carta, me invitó a colaborar con algún texto inédito para su célebre revista El cuento, invitación que por supuesto acepté de inmediato. Con tal revista Edmundo Valadés, además de mantener la sección de minicuentos, elaboró la conocida antología de ficción breve de importancia universal: El libro de la imaginación (1970). Este libro recoge las ficciones breves más destacadas hasta aquel entonces, obra destinada a ser parteaguas para futuras publicaciones nacionales y extranjeras. La revista El cuento de Valadés no sólo era una publicación donde se concentraban las mejores plumas de habla hispana; también era un trampolín para los nuevos escritores. Además, la política de Valadés era inclusiva; sin importar corriente artística o ideológica, él daba cabida a diversos textos siempre y cuando tuvieran la estructura del cuento; apoyó a los jóvenes escritores sin pedirles nada a cambio. No le importaba si pertenecían a tal o cual grupo; eso pasaba a segundo término. En cambio, hoy en día y desde hace bastante tiempo, esta temática de exclusión en varias publicaciones nacionales es cada vez más latente y es una agresión a la literatura y a los nobeles escritores de nuestro país. Esta mala práctica, en definitiva, debe parar y los nuevos editores deben erradicar y saber que los caciquismos literarios no llevan a nada, sino sólo a la destrucción de la cultura.
Mi último encuentro con Edmundo Valadés fue en Ciudad Victoria, Tamaulipas, durante un encuentro literario; el maestro, como invitado de honor daría una ponencia y yo impartiría un taller literario. En aquel tiempo yo trabajaba en la Subdirección de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes. Durante un fin de semana se llevaron distintas actividades y el maestro Valadés participaría al final y así concluiría dicho encuentro literario. Yo, siendo parte de la coordinación del evento, acompañé al maestro a su hotel; en esa época yo salía con una linda chica tamaulipeca que había conocido anteriormente. Ella me dijo que iba a ir un grupo de amigos al cierre del evento, pues eran admiradores de la obra del maestro Valadés. Y así fue, terminó el encuentro y los amigos de mi galana abordaron al maestro. Recuerdo que dentro del pequeño grupo de amigos había una joven muy guapa; el grupillo se disolvió y sólo quedamos mi novia, su guapérrima amiga, el maestro y yo.
Como anfitrión, le pregunté al maestro si le gustaría acompañarnos a cenar y él, con la galantería que lo caracterizaba, aceptó, diciéndome: “Por favor, Samperio, eso ni se pregunta delante de tan bellas damas”. Así que los cuatro nos fuimos a un restaurante: brindamos, cenamos, charlamos, fumamos (en aquella época se podía fumar dentro de los restaurantes), reímos y el maestro contó varias anécdotas. Regresamos al hotel, nos despedimos de las damas y nos retiramos a nuestras respectivas habitaciones, con la promesa de que al día siguiente ellas vendrían por nosotros para llevarnos desayunar.
Al otro día, el maestro Valadés, las lindas mujeres y yo fuimos a desayunar a un bello lugar que tenía amplios jardines y un mirador. Debo decir que el maestro jamás le insinuó algo a su admiradora, siempre fue un caballero. Una vez que terminamos, decidimos caminar por aquel lugar, yo tomado de la mano de mi novia y el maestro, gentilmente, le ofrecía su brazo a su bella adepta. Al llegar al mirador, aquella vista me hizo recordar la azotea de la casa de mi tío Luis Burgos, traje a mi memoria la estampa del Popocatépetl y el Iztacíhuatl, con la diferencia de que en vez de cargar un libro del maestro Valadés, era él mismo quien me acompañaba en tan bello paisaje. Cada vez que miro ambos volcanes, irremediablemente, viene a mí el recuerdo de mi querido maestro Edmundo Valadés.