Andrés paseó de nuevo su mano por la cara, en forma detenida y, luego de asegurarse infinidad de veces al rectificar con ese mismo movimiento, anotó en una hoja el número de arrugas; después se deshizo del papel, decidido a negarse la evidencia: Andrés no aceptó que la ancianidad es una meta intermedia, alcanzada por él desde hacía ya mucho tiempo, y por esa soberbia amó aún mucho más aquella juventud perdida, aquellos tiempos en que las manos supieron encontrar superficies sin arrugas. Podría imaginar todo aquello, podría recordarlo, pero, después de reproducirse mentalmente todas esas escenas, sabría vivirlas de nuevo y no nada más por hacerlas brotar de la memoria.
El no era un viejo, él burlaría todos los aspectos naturales que así lo mostraban ante sí mismo y ante el mundo; los nombres de las mujeres a las que supo amar en otras épocas, serían de nuevo repetidos, y por supuesto aplicados a mujeres nuevas, tiernas en edad y para él desconocidas. Cerraría los ojos, traería a su mente algo para ser utilizado como clave, y volvería a abrirlos, sin recordar nunca más que había sido, durante algunos días, un viejo despreciable con el vigor viril únicamente en forma de obsesiones.
Así lo hizo: pensó en el movimiento continuo, en sus poderes ilimitados y buscó, siempre, la antigua mecedora de los ritos.
Manuel Capetillo
No. 50, Diciembre 1971
Tomo VIII – Año VIII
Pág. 572