Cuando el abuelo consideró que nos estábamos haciendo hombres, creyó prudente contarnos la historia de Flor. Entonces ya conocíamos muchas leyendas del pueblo. Allí, por ejemplo, los hombres mandaban en todas las cosas: sus negocios, sus mujeres, y aún, en sus vidas. Uno moría de hembra, algunos ebrios en lance por alguna, y otros se suicidaban por el amor de una ingrata.
Mientras esto sucedía, ellas transcurrían sus vidas criando hijos, tejiendo futuros en las tardes plácidas, y morían de viejas, con los senos fláccidos y el recuerdo borroso del amor. O sea que sobrevivían a sus hombres: padres, esposos e hijos.
Tan sólo —decía el abuelo desde su voz recia y oscura extraída del tiempo— Flor desvió el sino triste de aquellos hombres. Murió joven. La mató su esposo. La asesinó en legítima defensa de su honor cuando los sorprendió en el lecho del adulterio.
Así terminó Flor, la mujer sin padre, quien desde los trece años se vio acosada e idealizada por los varones que la conocieron. Y contaba el abuelo que aquel día, en el momento en que el esposo la encontró, ella estaba desnuda, botada en la cama en su irremediable hermosura, y que mientras el amante se agotaba sobre ella, Flor de Engaño, como empezaron a llamarla días después del funeral, se distraía hurgando con los dedos de sus manos los huecos de la pared.
Ricardo Luna
No 101, Enero-Marzo 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 10