Háblame del desierto

Habían bajado caminando desde el Alpen Zoo: una hora de camino.

Tomados de la mano, recargados sobre el barandal a mitad del puente, mirando al río correr.

“Inn” debe ser como en inglés, “posada”, “parada”. “Bruck” en alemán suena a “puente”. ¿O será en río Inn y el nombre Puente del Inn?

—Háblame del desierto —le pidió Miriam.

—¿Qué? —preguntó Felipe— Estaba distraído.

—Háblame del desierto. ¿Es como “Viento Negro”, aquella película que vimos en el Cine Variedades?

—Sonora es un país lejano, inmenso: eso es el desierto. ¿Pero por qué siempre que ves agua piensas en el desierto? Cuando vivamos en Cananea te vas a hartar de tanto ver cerros pelones, de andar por los caminos en medio del desierto. Aunque en la tarde, a la hora del crepúsculo…

—Debo traerlo en la sangre, Felipe. Son una judía recién casada. ¿Qué en la luna de miel no tiene uno derecho a ponerse melancólico?

Miriam continuaba inclinada mirando el río que huía. Felipe la miró. Fijó en sus ojos, para siempre, el hermoso perfil de la mujer inclinada mirando el agua correr.

Al fondo, a los lados, las montañas del Tirol, verdes y azules, completaban el paisaje de tarjeta postal.

—Tú una judía-chilanga, yo un bronco de Sonora —le dijo Felipe—. El desierto es enorme, largo, sin fin, sin agua. Si te descuidas te pierdes. Si te pierdes te mueres: primero el sol, luego la sed; una agonía larga, lenta. El desierto es bello, bello como el infierno.

—Felipe, háblame del desierto —le pidió Miriam.

—El desierto es como el mar, un mar sin agua —le dijo Felipe.

Abrazados, abrazados estrechamente a mitad del puente, el porvenir caía sobre ellos: plomo derretido, como cae el sol a mediodía en el desierto de Sonora.

César Zazueta
No 95, Noviembre-Diciembre 1985
Tomo XV – Año XXI
Pág. 93