Hace dieciséis años yo estaba casado con una mujer muy mala. Se ponía más mala porque yo no ganaba dinero. Ahora tampoco gano dinero pero estoy con una mujer buena. Bueno, resulta que una amiga de la mujer mala un día cumple años. La fiesta es de noche, un sábado. Ese sábado como siempre yo no tenía dinero. Contento le propongo a mi mujer ir sin llevar ningún regalo. No quiero decir, por hombre, las cosas que ella me dijo. Le propongo regalarle flores. Tampoco diré las cosas que ella me dijo, mejor dicho que me gritó. A eso de las once de la noche, los dos emperifollados y ella llorando, fuimos a tomar el colectivo. Mientras caminábamos, veo una florería abierta. Iluminado, entré. Conté el dinero que tenía calculado la vuelta en taxi. Me alcanzaba para diez gladiolos. Eso sí, el paquete que me hizo la empleada era un primor. Mi mujer, estrujando el vanity, lloraba en la puerta. Por fin llegamos a la fiesta. La casa era suntuosa, los regalos, increíbles. El del marido consistía en una chequera de una cuenta abierta a su nombre. Cuando la mujer me vio con el ramito se puso a llorar. Lloraba en serio, sentí sus lágrimas en la cicatriz cuando me abrazó. Nadie le había regalado flores.
Isidoro Blastein
No. 94, Septiembre-Octubre 1985
Tomo XIV – Año XXI
Pág. 727