Julio quiso protestar. Esos días, esas horas que estuvo ahí bastaron para acostumbrarse, para enamorarse del tiempo, y era por eso que resistía a abandonar el espacio.
Quizá si expusiera los motivos que él consideraba de mucha justificación, lo escucharan y le permitieran estar un poco más…
Pero no, sabía que nunca los convencería, pues aceptar una transgresión de ese tamaño era como obligarlos a sonreír a la revolución que ninguno de ellos deseaba.
El Gran Jurado lo refutaría con la premisa de que eran reglas implantadas en los humanos desde antes de Cristo… que no y punto.
Un gran —casi— imposible.
La última campanada de las doce de la noche. Un nuevo día empezaba.
Julio entonces, resignado, salió, jurando volver.
Presuroso, agosto ocupó su lugar.
Armando Rodríguez Dévora
No. 55, Noviembre 1972
Tomo IX – Año IX
Pág. 322