Reían. Mirándose brindaron. Tintinearon los cristales. Histéricamente desesperados se abrazaron. La poción desgarró sus gargantas. Un inmenso estremecimiento los desplomó espantosamente. Sus monumentales cuerpos desnudos rodaron sobre la cálida alfombra verde y las seis caras convexas de la alcoba giraron vertiginosamente en la pantalla espectral de sus cuatro vistas haciéndoles comprender que sus indóciles vidas habían sido un quimérico caleidoscopio de parpadeantes estrellas y fosforescentes lentejuelas en las que todos los espacios se apretujaban tenazmente formando pequeñísimos puntos que agregados componían inconmensurables planos esféricos unidos entre sí hasta constituir verdaderas moles informes sobre las cuales se descargaban caudalosamente los colores como lluvia celeste de goterones terriblemente hermosos y que el tiempo fue sólo una rueda loca sin eje en donde todos sus calendarios se repitieron sin descanso mordiéndose la cola como un mitológico monstruo de múltiples cuerpos con una sola fauce por la que pasaban navegando a través de los limosos océanos de la fantástica baba burbujeante sus inclementes años fastidiosos compuestos por la gigantesca sumatoria de fracciones infinitésimas de segundos acumulados en el círculo milenario de caóticas vastedades temporales. Una insistente melodía entorchó el ambiente. Entró y calló al picot. Cerró los vidriosos ojos. Recogió las copas. Salió complacido. Reía.
José Cardona López
No 70, Julio-Diciembre 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 425