El retrato del abuelo

Abuelo murió hace años. A su muerte hubo que ir deshaciéndose de sus pertenencias, poco a poco. Un día fue el bastón. Otro, los dos pares de zapatos que usaba cuando salía a misa los domingos. Otro, las camisas blancas, bien planchadas, con su olor a bolitas de alcanfor. Las prendas íntimas se usaron, cortadas en pedazos del mismo tamaño, como trapos para la limpieza del piso, de los muebles, hasta que se volvieron hilachas.

Llegó el momento en que sólo quedó de su vivir entre la casa una foto magnífica, que lo mostraba aún de carnes vivas, ojos intensos, boca firme. La fotografía, más que impresión de un instante, semejaba la conciencia del futuro vigilando uno a uno los movimientos familiares.

Un día fue el nieto de veinte meses quien descubrió la clave. A su paso desenfadado y vacilante por toda la casa, el marco de la fotografía se estrelló contra el suelo y la presión desparramó las astillas de vidrios alrededor. Un olorcillo penetrante inundó la atmósfera. Una tela grisácea, sedosa y repugnante quedó pegada como goma de mascar sobre el linóleo amarillento que recubría el piso, y las carnes vivas del abuelo que habían estado enmarcadas por tanto tiempo, se ennegrecieron rápidamente para siempre.

Bertalicia Peralta
No. 105-106, Enero-Junio 1988
Tomo XVII – Año XXIII
Pág. 91

La oreja del suicidado

El muerto hurgó su corazón y lo sintió henchido de amor. Buscó ansiosamente alguien a quién amar. Alguien que lo amara. Movió a la derecha, a la izquierda sus fosas oculares y se le saltaron las lágrimas cuando sintió el beso de la hermosa muerta sobre sus labios.

Bertalicia Peralta
No. 62, Diciembre 1973 – Enero 1974
Tomo X – Año X
Pág. 298

La vuelta

Ahora nuevamente parece como si nunca hubiera salido de este pueblo, la calle principal a la derecha de la carretera sigue igual, es de asfalto como de asfalto era hace veinte años y las casas de quincha, con sus ventanas altas y pequeñas, casi siempre cerradas, las dos hileras de casas blancas a los lados de la calle, limpio, todo limpio y tranquilo, la gente mansa como las nubes que empuja velozmente al viento de verano.

“Te asfixiará”, me dijo Carlos cuando le conté mi intención de regresar.

Es cierto.

He deambulado por las calles, he conversado con amigos —de mis camaradas hay muy pocos, todos se han ido a la ciudad— he andado y andado, la gente sigue igual de amable, de cordial, de apagada, de cansada.

“¿Por qué?”, pregunté a Carlos, “¡es mi pueblo!” “También el mío”, me contestó, “¿y eso que?”. Me dio asco. Confieso que me dio asco mi amigo querido, mi amigo del alma que así tan despectivamente trataba a nuestro pueblo, que sin ningún rubor lo había abandonado para siempre y se dedicaba a vivir cómodamente en la ciudad, en su casa de tres recámaras y estudio y una mujer sofisticada y una empleada y un carro —yo también tendría uno— y me miraba como si fuera yo un huérfano y necesitara urgentemente que me mimaran y me orientaran y no un hombre hecho y derecho que me había quemado las pestañas y me había aguantado mis hambres y mis privaciones y no me había casado con Chabela porque no quiso acompañarme de vuelta —le prometí que regresaría a buscarla— y me había dado asco ser su amigo y lo quería y no sabía que estaba pensando conmigo porque sentía que además lo estaba odiando por cobarde, por huevón y porque habíamos decidido años antes que regresaríamos todos a trabajar y educar a la gente —“todo es cuestión de educación” repetíamos a coro— y a tratar de cambiar al pueblo y tener nuestros hijos, muchos hijos, y era cosa de tiempo nada más, mucho tiempo, sí, pero teníamos mucho por delante y el mundo era una cadena y haríamos nuestra parte y la gente tendría que aceptarnos y aceptar las cosas que queríamos cambiar como eso de que no hubiera comida porque la gente no sembraba porque no tenía donde y no había cómo comprar terreno porque todos tenían dueños y bien sabíamos nosotros quiénes eran los “dueños” y cada cuatro años veíamos venirse la avalancha de candidatos como moscas a la miel y sentíamos que nos ardía la sangre debajo del cuero y hasta una vez tuvimos una célula y boicoteaos las elecciones y nos metieron a algunos presos porque siempre hay algún hablador y se supo que éramos “extremistas” y “anti-patriotas” y no se cuantas cosas más, y estoy llorando, sí, porque qué coño voy a hacer ahora en este pueblo si no hay nadie, si todos se fueron y yo también me voy, ¡si todo sigue igual!

Bertalicia Peralta
No 45, Septiembre-Octubre 1970
Tomo VII – Año VII
Pág. 748

Historia de ojos

En el fondo de la pupila había algo pegado, algo así como una brusca, cuántas veces, caray, había tenido ganas de decírselo, pero no, que si el concierto es a las nueve, que si está limpia la camisa blanca, que si los zapatos deben estar brillantes, y los chiquillos correteando, mojado todo el cuarto y de repente, zás, un chorrillo de agua en plena cara o en las piernas y claro, parecía como si se hubiera orinado y entonces se reían, y se reían, , y tenía también que reírme y luego raspaba y raspaba tratando de quitar la manchita, la brusquita del fondo de la pupila, recuerdo que me había dicho “debe estar limpia, cuídala, siempre debe estar brillante”, (la lámpara de Aladino, pensé yo), y froté, mil veces froté y de pronto descubrí la rayita en el ojo, y el ojo me miraba, subyugantemente y me gustaba mirarme allí tan brillante, tan alargado a veces, tan lleno de ángulos insospechados como los de los santos antiguos, antiguos si, eso era, los cordones eran antiguos y claro, no irían con los zapatos, y el concierto a las nueve, como de costumbre uno corría, sudaba, trataba de estar listo, almidonado, duro igual que los puños de la camisa, igual que la corbata, tieso, y los polvos se pegaban a la cara y entonces había que raspar y raspar, con toda la fuerza de que disponía raspaba hasta sentir que la muñeca dolía y un placer inaudito se entraba en el cuerpo y no sentía entonces el dolor ni el vértigo en las piernas, los músculos se abrían dulcemente y me acercaba a ese ojo brillante, maravilloso que atraía terriblemente como si realmente estuviera iluminado con miles de luces, como en una cinta sin fin, todas las lucecitas alineadas como si fuera una carretera larga y oscura, oscura, larga, la noche sería igual a tantas otras noches de concierto y tus ojos serían pálidos y frescos y luego dirías qué bueno y estarías en silencio el resto de la noche, en un silencio espeso mirándome siempre, mirándome como ahora, como me has mirado desde hace un año, como seguramente me mirarás toda la vida, con ese ojo grandote, iluminado, con una brusca al fondo, mientras yo raspo y raspo y voy acercándome al ojo y la pupila expele sus brazos metálicos y estoy atrapado, igual que ahora, para siempre.

Bertalicia Peralta
No 41, Marzo 1970
Tomo VII – Año V
Pág. 272

Bertalicia Peralta

Bertalicia Peralta

Nació en Panamá en 1939. Realizó estudios de Pedagogía, Periodismo y Relaciones Públicas enla Universidadde Panamá; de Educación Musical en el Instituto Nacional de Música.

Ejerció la docencia a nivel secundario por dos años. Ha ejercido el periodismo cultural: la divulgación e información en entidades del Estado; ha ejercido crítica literaria, musical y teatral. Ha escrito también guiones para Televisión y libretos especiales para Radio. Fundadora y Co-directora de «El Pez Original» (1968-1970), Revista dela Nueva LiteraturaPanameña. Dirigió la página literaria «Letras de Critica», en el periodismo nacional.

Recibió mención honorífica, en el Concurso Literario Ricardo Miró, en 1962 con su obra Sendas Fugitivas. Con su obra Casa Partida obtiene el premio Universidad, cuento, otorgado por la Universidad de Panamá en 1971; ese mismo año obtiene el Tercer Premio del Concurso Internacional de Poesía José Martí, en Perú , con su obra Un Lugar en la Esfera Celeste. En 1973, su libro Libro de las Fábulas es mencionado en el certamen de poesía latinoamericana de Casa de las Américas, en Cuba. Su obra Himno a la Alegría fue mención del Premio Universidad, poesía, Universidad de Panamá en 1973; ese mismo año, obtiene el Premio Universidad, cuento, otorgado por la Universidad de Panamá, con su obra Barcarola y Otras Fantasías Incorregibles. Ha sido ganadora del premio «Itinerario» de Cuento del Instituto Nacional de Cultura (INAC), de Panamá, en 1974 con su obra «Muerto en Enero» cuento publicado en la revista «CASA» de las Américas, Cuba, en la cual ha sido publicada reiteradas veces. Posteriormente sus obras Encore y Guayacán de marzo obtienen el Premio Itinerario-INAC y Mención, respectivamente en 1980.

Poemas y cuentos suyos han aparecido en gran parte de las revistas, antologías y suplementos literarios de América y Europa, en traducciones al inglés, francés, italiano y portugués[1].

Círculo

Metió el dedo gordo del pie en el hoyo y estuvo jugando largo rato, como hacía siempre que estaba solo y sentía la desnudez del mundo sobre sí, la extensión blanca hacia lejos, hacia nunca, hacia no se sabe donde. Sólo escuchaba como una canción en el viento el balanceo del agua lejana, misteriosa, el cielo besado velozmente por aves que parecían aviones en cámara lenta, negros puntos que de ponto hacían una zambullida y devoraban peces sobre el mar.

se desnudó/miró su cuerpo
observó fija, meticulosamente los pies, los huesos de los tobillos, las rodillas con cicatrices antiguas, las piernas, los vellos de la ingle, su pecho delgado y firme, lo comparó mentalmente con otros cuerpos y se dijo que tenía uno verdaderamente presentable

sólo las manos
no parecían ajustarse
eran pequeñas, toscas.
era / cuando menos / lamentable
—…”la túnica del grabado consiste…”—

la voz, de pie ante los cuadros la sacudió violentamente, sus ojos percibieron la luz esparcida sobre fondos claros y oscuros, colores brillantes y opacos que dibujaron sobre su cerebro otras formas, otras coloraciones, otros mitos profundamente fijos en su conciencia

sintió los codos de alguien rozándolo, alguien más respiraba sobre su nuca, el calor fue esparciéndose y acogotándolo, empañó los cristales de las ventanas dibujando más formas imprecisas

miró

hasta no sentir nada más sino ese dedo gordo del pie en el hoyo dando vueltas lentamente mientras el agua crecía en un círculo infinito.

Bertalicia Peralta
No. 50, Diciembre 1971
Tomo VIII – Año VIII
Pág. 551