Después del gozo

Para: Hugo Argüelles

Aquella tarde, el Mago abandonó a su amante cuando aún la luz quemaba y la loca pasión del mediodía dejaba sentir su resuello por ventanas, puertas y calles.

Ella se quedó podando las flores perfectas que habían surgido, de pronto, de sus blanquísimos senos, en un lance de amor.

Él bajó la escalera, sintiendo que el aroma del sexo de la Maga se le había impregnado en la lengua. Cuando iba a doblar la esquina para dirigirse a su casa, vio que otro Nigromante entraba al zaguán de la Maga. Cerró los ojos tratando de impedir que la dulzura de sus últimas miradas de pasión compartida escaparan. Cuando volvió a abrirlos no vio, ni al niño que jugaba ante él con su triciclo azul, ni al gato que perseguía a una salamandra sobre la calzada, y que lograba, de un solo zarpazo, partirla en dos. Vio sólo las piernas abiertas, majestuosas, ingrávidas, de la Maga recibiendo al extraño y abriéndose en vivos senderos de gimiente amor.

A pesar de su deseo de felicidad y ternura, y de que la voz de su ángel de la guarda le recomendaba conservar el dulzor de los besos profundos, a pesar de que ella le había jurado con piel y penumbras descubiertas serle siempre jubilosamente fiel, subió las escaleras como una flecha, y, como flecha entró a la habitación en que poco antes se fragmentara en el goce. Vio una figura de dos cabezas que sólo el día anterior le hubiera parecido hermosa, pero que ahora insultaba su desbandado amor. Tomó el hacha de las maravillas que solía llevar a la espalda, desde que un demonio le cercenara las alas; cortó en trozos dispares y gimientes el cuerpo ambidiextro que yacía en la cama, recogió luego con su cuchara de vidrio aquellos sangrantes y redivivos despojos de entre las sábanas, los besó, uno a uno; murmuró unas palabras extrañamente lascivas, que no significaban nada; subió al balcón, aún poseído de la gran ternura que siempre sintió al tocar la carne de la Maga; arrojó al aire ya semiobscuro y azul aquellos trozos vivos que, ante sus ojos siempre abiertos y su solemne crueldad de niño, se convirtieron en ausencias blancas y aladas.

Enseguida sintió en sí la señal del desistimiento. Se abandonó. Se redujo y se fragmentó poco a poco, volando tras el hálito ya lejano de su pasión por la Maga; invisible, inasible, etéreo.

Dolores Plaza
No. 105-106, Enero-Junio 1988
Tomo XVII – Año XXIII
Pág. 165

La raíz o el prófugo

Se fue un día buscando una nueva sensación. Creía tenerlo todo menos la libertad y salió a buscarla. No tardó en volver. En la lejanía había encontrado su punto de apoyo, pero éste radicaba en el lugar de donde había salido.

Dolores Plaza
No. 54, Julio-Septiembre 1972
Tomo IX – Año IX
Pág. 179

Escribir o vivir

Abrió los ojos y sintió unas enormes ganas de escribir. Se acercó a la mesa aún acogido por la inactividad a que había estado sujeto durante el descanso. Cuando fue a tomar el lápiz, notó que sus manos, sus antebrazos y sus brazos se habían mutado en largas y oscuras alas, sus dedos en plumas. Pensó entonces que podía seguramente volar y salió al patio, probó sus extremidades volátiles y, en efecto, al segundo impulso pudo sostenerse flotando a una altura considerable. Continuó en su nuevo ejercicio y, mientras planeaba sobre la casa, sintió una aguda sensación de impotencia; ya no podría seguir escribiendo sobre los hombres voladores.

Dolores Plaza
No. 59, Junio-Julio 1973
Tomo X – Año IX
Pág. 756

Desde su llegada

Vinieron y, en nombre de la libertad, soltaron a las fieras salvajes que devoraron a nuestros hijos. En nombre de la belleza rompieron e incendiaron nuestros utensilios. En nombre de la paz nos cortaron las manos y nos extrajeron los dientes. En nombre de la fraternidad dinamitaron el muro que nos separaba de nuestros enemigos y nos dejaron a su merced. En nombre de la pureza nos cegaron y de la castidad nos castraron. En nombre de la justicia hicieron enloquecer de angustia a nuestros jóvenes, a nuestros ladrones, a nuestras mujeres. En nombre de la sabiduría nos inquietaron atropellándonos a preguntas. En nombre de la bondad nos ayudaron tanto que ahora somos inútiles. Diciendo luchar contra el hambre nos envenenaron. Diciendo procurarnos riqueza nos convirtieron en centro de la codicia ajena. Diciendo desarrollar nuestro cuerpo enanizaron nuestra mente. Queriendo medicinarnos nos contagiaron de miedo a la muerte. Queriendo educarnos nos confundieron. Queriendo darnos progreso, electricidad, agua limpia, aire puro, nos convirtieron en seres dependientes que se aterrorizan en la obscuridad, se infectan con el agua, y se ahogar al respirar con hondura. Nos construyeron casas y nos sacaron de nuestras cuevas y, desde entonces, ya no morimos de vejez sino de luz, de aire viciado, de frío, de calor, de obscuridad, de podredumbre o de una súbita, irresistible, irrefrenable debilidad que nos consume.

Dolores Plaza
No. 59, Junio-Julio 1973
Tomo X – Año IX
Pág. 746

Punto final

El hombre se hallaba dentro de la máquina. Ella lo formaba, le proporcionaba el alimento, el calor, el oxígeno, y el espacio estrictamente necesarios para que subsistiera. Así el hombre vivió muchos años, que se convirtieron en siglos. Había descubierto la forma de llegar a la eternidad o, mejor dicho, de permanecer. Ninguno de los órganos que conformaban el soma del hombre tenía un desgaste mayor del que pudiera reponerse enseguida, mediante un proceso inmediato de recuperación proporcionado por mecanismos automáticos. La máquina, por su parte, se autoenergetizaba con circuitos cerrados de fluido eléctrico; de manera que podía utilizar constantemente la misma cantidad de energía transformándola una y otra vez en sus procesos.

Después de haber creado la maquinización y haberla temido tanto a la vez, creyendo que podría destruirle, el hombre había hecho de ella el instrumento de su existencia infinita.

Los procesos eléctricos que ocurrían en el cerebro humano eran ordenados por la máquina y dependientes de ella, pero también mantenían en actividad las centrales de energía del aparato.
Así, el hombre, reducido a su estado de conservación automática, vivió siglos y siglos.

En un momento preciso, una interrupción eléctrica en el mecanismo destruyo la armonía en el que el funcionamiento de éste se basaba. Una ínfima partícula de tiempo sin que el cerebro humano obtuviera irrigación eléctrica bastó para que todo el soma se convirtiera en una masa inerte de sustancias químicas. Esto desarregló, a su vez, el mecanismo electrónico y produjo un descontrol total en el sistema automático.

¿Cuál fue el origen del desarreglo funcional? Nadie había ya para investigarlo, lo cierto es que la máquina, que había logrado conservar la vida humana, ya no pudo reencontrarla.

Dolores Plaza
No. 53, Mayo-Junio 1972
Tomo IX – Año IX
Pág. 108

El prisionero

En medio de una multitud un hombre vio a otro hombre llorando y pidiendo ayuda a gritos. Nadie parecía advertirlo. Primero, se asombró de la indiferencia de todos aquellos que escuchaban las quejas lastimeras sin siquiera volver la cara para mirar a quien las profería. Después, se acercó a aquel ser que parecía tan desgraciado y se dio cuenta de que su dolor radicaba en una pesada cadena que tenía incrustada en la piel de las piernas y los brazos. Un extremo de la cadena se hallaba enterrado en el suelo y sujetaba al hombre firmemente a aquel lugar, produciéndole, a cada movimiento, agudos dolores. Tomó fuertemente el tramo de la cadena que se hallaba entre la piel de las piernas y la tierra y jaló de ella, sin poder desenterrarla ni un milímetro. Volvióse a ver el rostro del prisionero y éste seguía gritando desesperadamente. Intentó de nuevo arrancar la cadena y no obtuvo ningún resultado. El prisionero, entonces, comenzó a insultarle y llamarlo inútil. Aun así, prosiguió en su esfuerzo. No pudo hacer nada y el prisionero, entonces, comenzó a golpearlo desangrándose las manos en el intento. Horrorizado, escapó de aquel sitio y se mezcló entre la multitud. Notó que al confundir su paso con el de los otros, ya no escuchaba los gritos.

Dolores Plaza
No. 53, Mayo-Junio 1972
Tomo IX – Año IX
Pág. 60

El intento

El primer día extendió la mano pidiendo ayuda. La obtuvo y pronto se sintió insatisfecho. El segundo día, se levantó e intentó lograr algo por sí mismo. Lo hizo, y se sintió poderoso. El tercer día, hizo el doble de lo que había hecho en el segundo y obtuvo el mismo resultado. Se sintió confuso y pensó que no había hecho bastante. Al cuarto día triplicó sus esfuerzos y aún logró menos que el segundo día de tarea. Al quinto día se sintió cansado, profundamente cansado aún antes de comenzar su trabajo. No logró nada. Y al sexto día volvió a extender la mano pidiendo ayuda.

Dolores Plaza
No. 53, Mayo-Junio 1972
Tomo IX – Año IX
Pág. 59

Dolores Plaza

Dolores Plaza

Dolores Plaza

Nació en la ciudad de México el 14 de noviembre de 1949. Ensayista, narradora, poeta y dramaturga. Estudió letras modernas, psicología y pedagogía en la UV. Periodista, investigadora literaria y docente; autora de material didáctico y libros de texto; adaptadora de novelas, cuentos y obras teatrales de autores clásicos para las series “Joyas de la Literatura” y “Novelas Inmortales”. Se han estrenado sus obras: Domadora de sueños (auto profano en dos actos, 1988), El danzón del rey (farsa, 1992), Quebranto (1992) y Yo coyote (1994). Colaboradora de Comunidad Educativa, Diario de Xalapa, El Cuento, El Día, El Imparcial, El Gráfico, El Sol Veracruzano, Excélsior, La Palabra y El Hombre, y Punto y Aparte. Premio del Concurso Estatal de Poesía y de Cuento INJUVE 1974. Premio Nacional Juan Rulfo para Primera Novela 1990 por Adiós pájaro violento.

 

Obra publicada

Ensayo: Onetti, Cuadernos de Cultura Hispánica, España, 1975.

Novela: Adiós pájaro violento, Gob. del Edo. de Veracruz, Escritores Veracruzanos, Los Voladores, 1991.

Poesía: El libro de los deseos, Negro Sol, 1982. || Monólogo del amigo, Negro Sol, 1984[1].

 

Antitiempo

Había descubierto el móvil de todas las historias, el secreto de las tramas motivantes, el centro de la intriga y la sorpresa, tecleaba y tecleaba sin descanso sobre la Olivetti, como si sus dedos actuaran en simultaneidad con las palabras que venían amontonándose en su cabeza. El tiempo no era sino un factor matemático que ordenaba la actividad, un sujeto a ésta. Ahora su actividad superaba cualquier otro límite esencial. Continuó, continuó, continuó, aislado en la fiebre de escribir y no se percató que desde hacía tres siglos, dos años, a un día, veintidós horas y cuatro minutos (exactamente diez y nueve después de haber comenzado la tarea) no había papel en la máquina y las letras se iban plasmando una sobre otras a cada vuelta del rollo vacío.

Dolores Plaza
No. 62, Diciembre 1973 – Enero 1974
Tomo X – Año X
Pág. 256