La luz daba de lleno en sus ojos, el sonido sibilante, ominoso, se clavaba profundamente en su cerebro, el sabor salobre de la sangre y el lacerante dolor casi lo desmayan. —Mentalmente se repetía: No debo hablar… no lo haré, …no debo hablar… no. —El sudor bañaba su cara… sus manos se crispaban y…
—¡Basta!… ¡basta!… ¡ayyy!…
—Le pedí que no hablara —dijo el dentista dejando el taladro— seguiremos después…
Bajo la mirada severa, salió avergonzado y tembloroso del consultorio.
Francisco Moncayo Ruiz
No. 38, Septiembre-Octubre 1969
Tomo VI – Año V
Pág. 650