En verdad era una isla, una pequeña y acogedora isla verde en aquel inmenso mar de asfalto, entre el guiñoteo de los semáforos, los escapes de los motores y discos prohibitivos. “Prohibido virar a la izquierda”; “Prohibido hacer señales acústicas”; “Prohibido aparcar”; “Prohibido… Prohibido… Prohibido…” Resultó arriesgado, muy peligroso, poder llegar hasta la isla, hasta aquel islote verde, lejos de las aceras, del alcance de los transeúntes que las poblaban, siempre presurosos, como si cada uno de ellos tuviera una cita urgente, inaplazable.
Pero el riesgo bien valía la pena. Y no le importaron los insultos de los conductores ni los pitidos del guardia. Y, jadeante, se tendió sobre la hierba verde y fresca, como un náufrago, un desesperado y extenuado náufrago que definitivamente hubiera arribado a una playa de salvación.
Luego, sentándose en cuclillas acarició el césped, suavemente, con nostalgia. Nadie ni nada le haría abandonar su isla. Sabía que tarde o temprano vendrían a expulsarle, que no le dejarían tranquilo en su pequeña isla verde.
Se tumbó tranquilamente, sin importarle las risas ni la curiosidad de los grupos, cada vez más numerosos, que se aglomeraban en las aceras, ni los comentarios de los automovilistas que detenían unos segundos sus vehículos para embromarle y marchar después a toda prisa, ensuciando el aire de olor a gasolina y a goma quemada.
José Costero
No. 39, Noviembre – Diciembre 1969
Tomo VII – Año V
Pág. 84