El narrador

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Había una vez un hombre a quien amaban porque contaba historias. Todas las mañanas salía de su aldea, y cuando volvía al atardecer, los trabajadores, cansados de haber trajinado todo el día, se agrupaban junto a él y le decían: “¡Vamos! Cuéntanos qué has visto hoy.” Y él contaba: “He visto en el bosque un fauno que tañía la flauta y hacía bailar una ronda de pequeños silfos.” “Cuéntanos más, ¿Qué has visto?”, decían los hombres. “Cuando llegué a la orilla del mar vi tres sirenas al borde de las olas, que con un peine de oro peinaban sus cabellos verdes.”

Y los hombres lo amaban, porque les contaba historias.

Una mañana dejó su aldea como todas las mañanas; pero cuando llegó a la orilla del mar, he ahí que vio tres sirenas, tres sirenas al borde de las olas, que peinaban con un peine de oro sus cabellos verdes. Y continuando su paseo, cuando llegó al bosque vio un fauno que tañía la flauta a una ronda de silfos.

Este atardecer, cuando volvió a su aldea y le dijeron, como las otras noches: “¡Vamos! Cuenta, ¿qué has visto?”, él contestó: “No he visto nada”.

Contado por Oscar Wilde a André Gide
No. 8, Diciembre 1964
Tomo I – Año I
Pág. 87

El juicio

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Entonces se hizo un gran silencio en la cámara de la justicia de Dios. Y el alma del pecador avanzó desnuda ante Dios.

Y Dios abrió el libro de la vida del pecador.

—Ciertamente tu vida ha sido pésima. Tú has… (seguía una prodigiosa, maravillosa enumeración de pecados). Puesto que has hecho todo eso, ciertamente te he de enviar al Infierno.

—No puedes enviarme al infierno.

—¿Y por qué no puedo enviarte al infierno?

—Porque allí he vivido toda mi vida.

Entonces se hizo un gran silencio en la cámara de justicia de Dios.

—Pues bien: ya que no puedo enviarte al Infierno, te enviaré al Cielo.

—No puedes enviarme al Cielo?

—Porque jamás he podido imaginarlo.

Y se hizo un gran silencio en la Cámara de la justicia de Dios.

Contado por Oscar Wilde a André Guide
No. 8, Diciembre 1964
Tomo I – Año I
Pág. 76

El discípulo

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Cuando murió Narciso, las flores de los campos se sintieron desoladas, y pidieron al manantial gotas de agua para llorarlo.

—¡Oh! —les respondió el manantial—, aún cuando todas mis gotas fuesen lágrimas, no tendría yo mismo bastante para llorar a Narciso, tanto lo amaba.

—¡Oh! —replicaron las flores del campo—; cómo no habías de amar a Narciso! ¡Era tan hermoso!

—¿Tan hermoso era? —preguntó el manantial.

—¡Y quien mejor que tú para saberlo! Cada día, inclinando sobre tu ribera, contemplaba en tus aguas su belleza.

—Si lo amaba —respondió el manantial— era porque cuando se inclinaba sobre sus aguas, yo veía el reflejo de ellas en sus ojos.

Contado por Oscar Wilde a André Guide
No. 8, Diciembre 1964
Tomo I – Año I
Pág. 27

El artista

Una tarde nació en su alma el deseo de modelar una imagen del “Placer que dura un instante” Y marchó por el mundo buscando bronce. Porque sólo en bronce podía ver sus obras.

Pero todo el bronce del mundo entero había desaparecido y en parte alguna podía encontrarse bronce, fuera del bronce de la estatua del “Dolor que se sufre toda la vida”.

Y él mismo, con sus propias manos, había fundido esta estatua y la había colocado sobre la tumba del único ser que amara en su vida. Sobre la tumba del ser muerto que había amado tanto, colocó esta estatua que era su creación, para que allí fuese como un signo del amor del hombre, que no muere, y un símbolo del dolor del hombre que sufre toda la vida; y en el mundo entero no había más bronce que el bronce que el bronce de esta estatua.

Y cogió la estatua que había creado y la colocó en un gran horno y la entregó al fuego.

Y del bronce de la estatua del “Dolor que se sufre toda la vida” modeló una estatua del “Placer que dura un instante”

Oscar Wilde
No. 69, Abril – Junio 1975
Tomo XI – Año XI
Pág. 266

El imán

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Hablábamos de libre albedrío; Oscar Wilde improvisó esta parábola.

Había una vez un imán y en el vecindario vivían unas limaduras de acero. Un día, a dos limaduras se les ocurrió bruscamente visitar el imán y empezaron a hablar de lo agradable que sería esta visita. Otras limaduras cercanas sorprendieron la conversación y las embargó el mismo deseo. Se agregaron otras y al fin todas las limaduras empezaron a discutir el asunto y gradualmente el vago deseo se transformó en impulso. ¿Por qué no ir hoy?, dijeron algunas, pero otras opinaron que sería mejor esperar hasta el día siguiente. Mientras tanto, sin advertirlo, habían ido acercándose al imán, que estaba muy tranquilo, como si no se diera cuenta de nada. Así prosiguieron discutiendo, siempre acercándose al imán, y cuanto más hablaban, más fuerte era el impulso, hasta que las más impacientes declararon que irían ese mismo día, hicieran lo que hicieran las otras. Se oyó decir a algunas que su deber era visitar al imán y que hacía ya tiempo que le debían esa visita. Mientras hablaban, seguían inconscientemente acercándose.

Al fin, prevalecieron las impacientes, y, en un impulso irresistible, la comunidad entera gritó:

—Inútil esperar. Iremos hoy. Iremos ahora. Iremos en el acto.

La masa unánime se precipitó y quedó pegada al imán por todos lados. El imán sonrió, porque las limaduras de acero estaban convencidas de que si visita era voluntaria.

Hesketh Pearson “The life of Oscar Wilde” (1946)
No. 25, Agosto 1967
Tomo IV – Año IV
Pág. 641

Del capítulo XIII de The Life of Oscar Wilde (1946), de Hesketh Pearson
No. 31, Agosto 1968
Tomo V – Año V
Pág. 611

Los nuevos hermanos siameses

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Era una mujer que tuvo dos hijos gemelos y unidos a lo largo de todo el costado.

—No podrán vivir —dijo un doctor.

—No podrán vivir —dijo otro, quedando desahuciados los nuevos hermanos siameses.

Sin embargo, un hombre con fantasía y suficiencia, que se enteró del caso dijo:

—Podrán vivir… Pero es menester que no se amen, sino que por el contrario, se odien, se detesten.

Y dedicándose a la tarea de curarlos, les enseñó la envidia, el odio, el rencor, los celos, soplando al oído del uno y del otro las más calumniosas razones contra el uno y contra el otro, y así el corazón se fue repartiendo en dos corazones, y un día un sencillo tirón los desgajó y los hizo vivir muchos años separados.

Oscar Wilde
No. 47, Julio-Agosto 1971
Tomo VII – Año VIII
Pág. 141

El ojo de vidrio

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Cierto personaje acaudalado, habiendo sido víctima de un trivial accidente de caza, quedó tuerto; se hizo entonces confeccionar un ojo de vidrio especial, un ojo admirable y perfecto, digno en absoluto de su fortuna.

El cristal más puro y el esmalte más fino se combinaron para obtener una pequeña obra de arte. En el agua verde de aquella pupila había destellos de oro, y el iris parecía tan profundo como dotado de vida.

El tuerto se contempló en el espejo, encontrándose tan satisfecho, que casi se enamoró de sí mismo. Quiso, empero, consultar a su mejor amigo.

—Bien  —le dijo, radiante—. ¿Qué te parece mi ojo de vidrio?

El amigo respondió, con cautela:

—Verdaderamente, no se podía hacer nada mejor.

—¿Es posible que no estés maravillado? ¡Si es la vida misma!… En cuanto a mí, estoy tan asombrado, que apenas distingo al falso del verdadero. Mira bien… Mira bien y dime si descubres cuál es el artificial.

—Es éste —repuso el amigo sin vacilar.

—¿Cómo lo has adivinado?

—Porque es el más hermoso.

—¡Bah! Procedes de mala fe. ¡Es porque lo sabías!… Pero hagamos una verdadera experiencia. Acompáñame a la calle.

Ambos amigos salieron, y el ricacho vio cerca de su puerta, contra el muro, a un pobre mendigo casi muerto de frío.

—Amigo, ¿quieres ganarte una corona?

—¿Una corona? —exclamó el infeliz—. ¡Ya lo creo! Hace dos días que no como, y bien que lo necesito.

Enarcando la ceja de su ojo único, el ricacho se plantó frente al árbitro, colocándole en la mano una moneda de plata.

—Mira… Examina a tu gusto. Yo soy tuerto. Dime cuál de mis ojos es el de vidrio.

El mendigo, sin dudarlo, tal cual el amigo, dijo:

—Es éste.

—¡Vaya si es sorprendente!… Y, ¿cómo lo has adivinado?

—Es muy sencillo, caballero —repuso el mendigo—. Es el único ojo en que he visto un poco de piedad.

Oscar Wilde
No. 52, Abril 1972
Tomo VIII – Año VIII
Pág. 720

Descontento

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José de Arimatea, después de la crucifixión de Jesús, se encuentra a un joven desnudo y lloroso.

—No me asombra tu gran pesar —le dice—, porque en verdad que Él era un hombre justo.

—No, si no lloro por Él —replica el joven—. Yo también he hecho milagros y todo lo que ese hombre ha hecho, ¡pero no me han crucificado!

Oscar Wilde
No. 51, Enero – Febrero 1972
Tomo VIII – Año VIII
Pág. 637

Oscar Wilde

Oscar Wilde

Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde[] (n. 16 de octubre de 1854, en Dublín, Irlanda– 30 de noviembre de 1900, en París, Francia) fue un escritor, poeta y dramaturgo irlandés. Wilde es considerado uno de los dramaturgos más destacados del Londres victoriano tardío; además, fue una celebridad de la época debido a su gran y aguzado ingenio. Hoy en día, es recordado por sus epigramas, obras de teatro y la tragedia de su encarcelamiento, seguida de su temprana muerte.

Hijo de exitosos intelectuales de Dublín, mostró su inteligencia desde edad temprana al adquirir fluidez en el francés y el alemán. En Oxford estudió en el curso de clásicos, llamado Greats; dio pruebas de ser un prominente clasicista, primero en Dublín y luego en Oxford; guiado por dos de sus tutores, Walter Pater y John Ruskin, se dio a conocer por su implicación en la creciente filosofía del esteticismo. También exploró profundamente el catolicismo −religión a la que se convirtió en su lecho de muerte−. Tras su paso por la universidad se trasladó a Londres, donde se movió en los círculos culturales y sociales de moda

Como un portavoz del esteticismo realizó varias actividades literarias; publicó un libro de poemas, dio conferencias en América y Canadá sobre el Renacimiento inglés y después regresó a Londres, donde trabajó prolíficamente como periodista. Conocido por su ingenio mordaz, su vestir extravagante y su brillante conversación, Wilde se convirtió en una de las mayores personalidades de su tiempo.

En la década de 1890 refinó sus ideas sobre la supremacía del arte en una serie de diálogos y ensayos; e incorporó temas de decadencia, duplicidad y belleza en su única novela, El retrato de Dorian Gray. La oportunidad para desarrollar con precisión detalles estéticos y combinarlos con temas sociales le indujo a escribir teatro. En París, escribió Salomé en francés, pero su representación fue prohibida debido a que en la obra aparecían personajes bíblicos. Imperturbable, produjo cuatro comedias de sociedad a principios de la década de 1890, convirtiéndose en uno de los más exitosos dramaturgos del Londres victoriano tardío.

En el apogeo de su fama y éxito, mientras su obra maestra, La importancia de llamarse Ernesto, seguía representándose en el escenario, Wilde demandó al padre de su amante por difamación. Después de una serie de juicios fue declarado culpable de indecencia grave y encarcelado por dos años, obligado a realizar trabajos forzados. En prisión, escribió De Profundis, una larga carta que describe el viaje espiritual que experimentó luego de sus juicios, un contrapunto oscuro a su anterior filosofía hedonista. Tras su liberación partió inmediatamente a Francia, donde escribió su última obra, La balada de la cárcel de Reading, un poema en conmemoración a los duros ritmos de la vida carcelaria. Murió indigente en París, a la edad de cuarenta y seis años.[1]

 

Anti-parábola


Jesús llega a un pueblo donde había hecho varios milagros, entra en un suntuoso palacio y halla un hombre con los cabellos coronados de rosas rojas y los labios húmedos de vino.

—¿Por qué vives así? —le pregunta.

Y el joven, después de mirar a Jesús y reconocerlo, le respondió:

—Un día, era yo un leproso y Tú me curaste. ¿De qué otra manera iba a vivir?

Luego, Jesús sale a la calle y encuentra a un joven que mira a una mujer con ojos de concupiscencia. Jesús le dice:

—¿Por qué miras a esa mujer de ese modo?

El joven responde:

—Un día que yo era ciego, Tú me diste la vista… ¿De que otro modo iba a mirar?

Oscar Wilde
No. 49, Octubre-Noviembre 1971
Tomo VIII – Año VIII
Pág. 383