Una página para Matías

Que desde aquí vuele a México. Que contenga toda su vida o que la rodee prolijamente hasta saber que nada de él puede ser reflejado. Esa es la gran ironía, porque el Matías que murió hace ya más de un año está irremediablemente perdido. Nada puede revivirlo; ni una página mecanografiada a dos espacios, ni mil páginas unidas por un lomo redondo. Se puede usar la letra i para enseñar la delgadez de Matías o hacer este gesto y decir que murió con la barriga más grande que el cuerpo, llena de agua o algo así. Hablar de su muerte como si él —moribundo e inundado de sangre y desconcierto— hubiera meditado en ella. Decir lo que fue en su vida es enumerar todas las cosas que fue, porque todo ser insignificante como él, es en su existencia muchas cosas: niño, ladrón, pescador, camorrero, viejo, borracho, mendigo, moribundo o muerto. Muerto, a juzgar por los cambios que hubo en su casucha de lata aquella tarde; un servicio fúnebre con piezas lustradas a muñeca y algunas florecillas. Pretexto para escribir una página a doble espacio, para querer, para odiar, para decir otras cosas o para no decir nada, que quizá sea lo mejor, la mejor forma de afirmar que soy Matías y me angustio porque ya estoy muerto y porque puedo morirme antes de que mi muerte de varias caras sea evitable. Pero Matías va al boliche, se emborracha; se pelea. No quiere a nadie ni lo quieren. Sale de noche con el bote; roba en los yates del puerto; encuentra a quién venderle y vive. Tiene recuerdos y los esconde; tiene temores. Se emborracha; todo gira a su alrededor y él describe círculos con pasos groseros como de baile; se ríe. A veces llora; sobre todo cuando se ha puesto viejo. Grita. Grita y se tapa la cara con las manos, porque los grandes buques de ultramar enfilan hacia él. Hacia la arena a toda máquina y salen del agua para atropellarlo. Por eso se tapa la cara y grita en el silencio de la playa. A veces llora y es porque en la noche la barriga se le ha hinchado para siempre. Llora solo y se toca el vientre; como que fuera eso lo que le duele. Es difícil saber la verdadera razón. De cualquier forma ahora está muerto; hace de esto más de un año. Casi nadie lo quiso y él no quiso a nadie ni a nada. Tampoco supo escribir; ni mil páginas ni una palabra, ni una letra; ni su propio y verdadero nombre, que quién sabe cuál era cuando llegó a su fin.

Adolfo Pascale Gálvez
No. 47, Julio-Agosto 1971
Tomo VII – Año VIII
Pág. 230

Ma Me Mi

En el valle de la Democracia, las noches eran más largas que los días, había más tinieblas que luces y sin embargo todo el mundo conservaba aún el recuerdo de que ese valle había sido el más soleado, pero ahora sólo vivían del recuerdo.

También, un día hubo hombres que labraron la tierra, que construyeron, que amaron y crearon un mundo…, hasta que llegó la destrucción. Después de eso no quedó nada; si acaso borregos que conservaron reminiscencias de las virtudes de los hombres.

En aquel atardecer, el sol trasponía las montañas y sobre el valle se veía venir la obscuridad.

Los habitantes del lugar estaban en movimiento. Todo era excitación, prisas, carreras. Era el gran día de elegir al Borrego Maestre.

Las pancartas, llenas de luces y colorido, anunciaban la presencia de tres candidatos, que habían sido seleccionados del seno popular. Las célebres figuras, de “gran renombre y reputación”, eran los eminentes MA, ME, MI.

Todo el aparato electoral estaba listo, y en el momento de que el Borrego Director diese la señal, todos los borregos, simultáneamente gritarían su votación.

Se hizo el silencio, la expectación era grande.

El Borrego Director engoló la voz y dijo: “Con fundamento en el artículo AZ-XXXIII, a la cuenta de tres, los borregos ciudadanos emitirán su voto: uno…, dos…, tres”

Y todo el mundo dijo: “ME”.

 

Manuel Bueno
No. 47, Julio-Agosto 1971
Tomo VII – Año VIII
Pág. 228

La cabeza robada

Despojose Apolo un día de su divina cabeza haciéndola descansar en un lugar solitario.

Un desdichado mozo que solía esconder su fealdad en aquel paraje, la encontró.

Haciendo mal uso de ella —no obstante haber reconocido la cabeza del dios—, acomodola sobre sus hombros.

Subterfugio que usó, para vengarse de la hermosa que rechazara su amor desesperado.

Su flamante belleza lo transformó y pronto hizo suya a aquella a quien implorara su amor tantas veces.

“¿Dónde estabas, amor mío —decíale ella con voz desfalleciente, sin cansarse de prodigar la caricia de sus dedos, sobre el divino perfil robado—, que mi voz no escuchabas?

“Muy cerca de ti, sin que tú lo sospecharas”, —contesta e apócrifo.

Cierta tarde, el dios volvió a recobrar lo suyo encontrándose de pronto que no muy lejos de allí, yacía sobre otros hombros su cabeza, rodeada por los brazos de la hermosa.

Con un gesto de ira, se arrojó sobre el impostor despojándole de  su mitológica testa, quien cayó de hinojos, azorado, implorando piedad.

El dios le castigó entonces de insólita manera: haciendo aparecer en la mano del impostor, otra cabeza semejante, a manera de espejo viviente, que le recordaría para siempre su horrenda faz.

 

Emilia Ortiz
No. 47, Julio-Agosto 1971
Tomo VII – Año VIII
Pág. 225