Tragedia

Lo encontraron deshecho al centro de esta palabra: tragedia. Inmediatamente algún eufemista trocó la Te por la ene y alter+o el orden de las letras. Al poco tiempo su amada, puesta sobre aviso por las mujeres del vecindario, acudió al lugar del accidente y lo encontró en el centro oloroso y habitualmente blanco (pero enrojecido para esta ocasión) de la palabra gardenia.

Fernando Montesdeoca
No. 103 – 104, Julio – Diciembre 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 433

Viajeros

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Arriba, el jet iba marcando cuatro delgados caminos blancos que se disolvían hacia atrás como efímeras estelas sobre el mar oscuro del espacio.

Adentro dos hombres hablaban de fantasmas.

El del lado de la ventanilla dijo que no creía en patrañas y se durmió.

Unos ligeros toques, por fuera del cristal, lo despertaron.

Miró hacia su compañero para preguntarle si había oído lo mismo, pero éste ya no estaba. La aeromoza le informó que aquel asiento no había sido ocupado durante el vuelo y le mostró el cinturón de seguridad sin abrochar.

Pensó entonces que había sido un sueño y se volvió a dormir.

Varios toques indudables lo volvieron a despertar. Se atrevió a mirar entonces por la ventanilla y vio cómo su compañero de conversación, con una maliciosa sonrisa en los labios, le decía adiós, desde afuera, mientras se desvanecía en el éter.

Gerardo Cornejo
No. 103 – 104, Julio – Diciembre 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 432

Mariposas

Un inesperado olor a mariposas. A mariposillas verdes, de las que a mí me gustan. Me vuelvo cuando pasan junto a mí, casi rozándome. No se molestan en mirarme, se van, revoloteando. Todas vestidas de seda, bajo un sol que brilla únicamente para ellas. Coquetean con un aparente descuido que seduce hasta a los faroles apagados. Me entusiasman. Las sigo con la vista alborozada. Quisiera cubrir de flores la sucia banqueta por la que están pasando para que no extrañaran su hogar. Busco en el aparador de una galantería pasada de moda un manojo de flores anónimas y se las ofrezco, una tras otra, con una voz que quiere recordar a don Juan Tenorio. Con muy poca fortuna, por cierto: no las recogen, no las agradecen. Siguen revoloteando. Se van. El dinero en los bolsillos se vuelve brazas ardientes, como en los cuentos de niños. Pienso en la miel que podría comprar con unas cuantas monedas… Desgraciadamente, las necesidades más apremiantes de mi esposa y de mis hijos me han convertido en un platónico.

Perla Aguilar Plata
No. 103 – 104, Julio – Diciembre 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 427

Un matrimonio

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Ella, ex mucama. Él ex chauffeur. Gente responsable y trabajadora. Se casaron hace muchos años. Él ha conseguido un puesto de ordenanza en un ministerio. Esto les parece una canonjía. Tienen su casa. Podrían ser modestamente felices. “Voy a ponerme los anteojos” me dice ella, que ha venido a visitarme. “Sin los anteojos no veo nada”, me habla de sus males, de sus desdichas, de su marido, “Antonio en muy atento, es bueno con todos, pero conmigo no. Su hermana, que maneja una casa de mujeres, le calienta la cabeza. Y lo peor es que a él, con ese modo, ¿quién le resiste? Las propias personas de mi familia se han puesto de su lado. Todos me hacen morisquetas. Antonio rompe mis vestidos —¡tiene unas uñas!—, rompe mis anteojos, rompe la bolsa que llevo al mercado. Si traigo del mercado tres bifes, uno desaparece. Antonio lo ha tirado. Si me alejo de la cocina un instante, la comida se estropea. Antonio ha puesto un pedazo de jabón en el guiso. Quiere que me vaya. Quiere echarme. Quiere que trabaje de sirvienta para las mujeres de la casa de su hermana. Pero yo no estoy dispuesta a perder mi casa. Es tan mía como suya. Antonio siempre inventa algo nuevo. Pone unos polvitos en la bolsa del mercado. Si la abro del izquierdo, me llora el ojo izquierdo. Espolvorea mi ropa, tal vez con telas de cebolla, para que me lloren los ojos y quede ciega. Cualquier cosa puedo tolerar, menos quedarme ciega. Dice que vaya no más a la comisaría, que nunca le probaré nada”.

Está loca. La enloquecieron el marido y la cuñada. Casi todo lo que dice es verdad.

Adolfo Bioy Casares.
No. 103 – 104, Julio – Diciembre 1987
Tomo XVI – Año XXIII
Pág. 422